¡Qué casualidad! Esta pregunta, ingenua hasta dar ganas de llorar, la pude contestar con precisión y de buen grado.
Cuando era niño iba a menudo a visitar a la familia de mi madre, en la cercana ciudad de Kralupy, sobre el Moldava. Si cogéis un tren rápido, no vale la pena ni sentarse. Siempre me hacía mucha ilusión la visita a Kralupy. Sin embargo, cuando las vacaciones habían llegado a más de la mitad, empezaba a añorar mi casa y mi madre. Y de esta manera sucedió que un día me eché a correr, pasando del cementerio de Kralupy al pueblo de Debrno y de allí a Tursko. Después de atravesar Tursko me sentí tan cansado que tuve que sentarme sobre la hierba, al lado de la carretera, para descansar. Y en aquel momento la vi. Muy menuda, pero para mí, en aquel instante, era agradablemente sorprendente: la silueta del castillo de Praga. No era mayor que un dibujo sobre una caja de cerillas de las que se usaban en aquella época. Me puse a llorar de alegría y las lágrimas me corrieron sobre la cara llena de polvo y entraron por el cuello de mi camisa. Y aquel llanto, el llanto del anhelo y el amor, unió estas dos fuertes sensaciones en una sola. Ahora, también suele ocurrirme que, al salir de la ciudad a través del túnel de Vinohrady, empiezo ya a añorar Praga. ¡Y la echaba de menos incluso en París, y eso ya es algo!
La gente mayor se pone a llorar fácilmente. Y tiene por qué. La vida nunca suele ser tan hermosa para que al final uno no deje de sonreír. Una vez le hablaba al amigo y poeta Karel Toman sobre el pueblo de Pansky Tynec, donde estuve una vez por casualidad. Lo interesante de allí es la magnífica ruina de una catedral gótica sin acabar. Y de repente, vi lágrimas en los ojos de Toman. Es que cerca de Tynec está su pueblo nataclass="underline" Kokovice.
Estoy sentado al lado de la vidriera del café Slávie y me divierto observando las dos aceras de la avenida Národní. Están llenas. Hace tiempo esto era un paseo tranquilo. Por aquí paseaba incluso Jan Neruda.
Me imagino vivamente su figura. Le conocemos bien. Era un hombre guapo, en cuya cara se fijarían muchos ojos femeninos. Pero si hoy hubiera caminado por aquí, los cristales de las ventanas hubieran tintineado bajo sus pasos. ¡Sí, con toda seguridad! Es una preciosa tarde primaveral y llega desde Petfín el perfume de las lilas en flor.
Supongo que nadie se opondrá a que este importante poeta nuestro sea al mismo tiempo el escritor más grande de Praga. En su obra poética, sin embargo, no encontraríamos poemas con este
Uno de mis críticos, cuando reseñaba el libro Vestida de luz, me reprochaba que en mis poemas me limitase a las bellezas de la Praga histórica, pero que en cambio evitara los barrios proletarios, donde tiempo atrás vivían los pobres de Praga y donde hoy están los obreros y las fábricas. Eso no era verdad ni lo ha sido nunca. Me tengo que defender. Nací en Zizkov y esta periferia praguesa fue y sigue siendo una parte íntegra de mí, con su aspecto pintoresco, sus alegrías, sus miserias y sus tristezas. Si algún día alguien me vendase los ojos y me condujera desde el barrio de Vinohrady al vecino Zizkov, yo sabría indicar la frontera exactamente. Conocía muy bien la atmósfera de sus calles; había pisado mucho sus aceras, así como los caminos de las parcelas y los parques, si es que había alguno. Naturalmente, no quiero evaluarme y juzgarme a mí mismo, pero el mundo proletario sigue viviendo en mis versos como vivía hacía tiempo. Pero puedo estar escribiendo, al mismo tiempo, sobre las joyas de la coronación, por ejemplo.
En las calles desiguales, inclinadas y pintorescas de Zizkov, solía mirar a Praga. Desde la esquina de la calle U Sklenáfky se veía muy bien el Castillo. Tal vez por esto estaba tan hechizado cuando desde aquel universo de tiendecillas, pequeñas cervecerías y bares en edificios ajados, entré en la antigua belleza de las piedras históricas y puse la frente sobre el frescor de las ágatas de la Catedral.
En Zizkov había pasado toda mi infancia y mi juventud. No hacía tanto tiempo. La vida no pasaba tan de prisa. Había vivido tempestuosas manifestaciones de gente que protestaba contra la subida del pan. Recuerdo que me encargaron de llevar una pancarta en la que estaba fijado un panecillo con un alambre y enérgicamente tachado el precio después de la subida. Allí pasé la época de las agitadas elecciones al parlamento vienes, de las luchas entre los socialdemócratas y los clérigos encabezados por el legendario padre Roudinicicy. Este cura no fue popular ni con los creyentes.
El tiempo que tardaba en subir al atrio -su cintura era bastante voluminosa- bastaba para que la iglesia se quedase vacía. Eso lo contaba mi madre en casa. Cogido de la mano de mi padre llegué también a unos sitios muy distintos: a las sedes de agitación socialdemócrata y hasta a las mismas urnas electorales. Estas primeras y fuertes experiencias me llevaron hasta el Lidovy dum, no muy lejos de la frontera con Zizkov.
Zizkov, ese barrio legendario y célebre, construido hace tiempo rápidamente a base de una especulación sobre una colina inclinada hacia el valle al pie de la montaña histórica, había sido para mí, antes que nada, el lugar de mis primeras aventuras infantiles, desde el juego de las canicas hasta las primeras miradas enamoradas, desde la pelota de fútbol hasta los primeros abrazos por la noche al lado del desván o del sótano. Pero cuando mis pasos iban acompañados por otros pasos con faldas y salía de las calles de Zizkov, éstas ya no me parecían tan seguras y me refugiaba, en el parque, sobre la colina Petfín, y en los sombríos rincones de la enorme Stromovka, bajo los antiguos árboles sobre cuyos troncos habían escrito muchos nombres.
Petfín, jardín de los amores y lecho amoroso, tiembla desde la primavera con el canto de las ramas. El viento, peinado por las almenas del Muro del Hambre, trae las fragancias de los bosques de Kfivóklát, para añadir a ellas también las de los matorrales de Petfín; luego las distribuye por las calles de Praga. Este jardín es muy bello cuando el fuerte sol del verano golpea sus árboles y matorrales; y tiene un encanto melancólico cuando Praga queda cubierta por las nieblas otoñales. Pero cuando más hermoso está es en la primavera con toda la blancura de las flores.
Královská obora es un nombre demasiado largo para el lenguaje coloquial de Praga. ¡Entonces Stromovka! Pero lo real hasta hoy murmura desde las coronas de estos preciosos árboles de cientos de años. Los tonos que emite su vegetación son tan profundos que no los sabrían tocar ni las cuerdas más fuertes, ni las palabras humanas.
Si en Petfín la atención de peatones solitarios y de enamorados concentrados en sí mismos es atraída con frecuencia por alguna vista única sobre el Castillo o sobre los antiguos monumentos de Mala Strana que se entrevén a través de los árboles, y viendo tal espectáculo los enamorados hasta dejan de besarse, en los rincones nostálgicos de Stromovka se pueden sumergir en su amor tan profundamente que hasta se pueden ahogar en él. Y les acompaña la fragancia embriagadora de las matas de viejas azaleas.
Pero tenemos que empezar por otra parte.
Una nación tan pequeña en cuanto al número de habitantes como la nuestra, en los momentos de peligro se une estrechamente a la memoria y la obra de su gente grande y famosa. Estas sombras vivientes no se pueden separar de los muros de nuestra capital, donde la mayoría de ellos vivió y trabajó. Y en momentos así, toda la nación se aferra también a estos muros, que no enmudecen ni mueren jamás.
Me guardo de tocar una cuerda sentimental para que no suene a la melodía que hoy canta cualquier ensalzador de los tiempos antiguos. En los tiempos antiguos, eso es verdad, todos los caminos conducían a esta ciudad, mientras que la capital estaba atravesada por el único camino hacia la esperanza. ¡Cuánto temíamos por su destino -y por el destino de la nación- cuando aullaban las sirenas en los tejados! Esta especie de cariño tiene un nombre sencillo: es el amor.
Los sentimientos cubren suavemente el pasado lejano y cercano con un velo de leyendas y cuentos que, sin intentar dañar la verdad, aligeran los destinos y ayudan, en las épocas de desgracia, a pensar en tiempos mejores. ¡Acordaos cuando sobre el Castillo levantaron una bandera con la cruz gamada!
Estamos callados mirando los sepulcros de nuestros reyes. Sólo un poeta de una nación grande tiene el coraje natural de describir a sus reyes tal como eran de verdad. Nosotros, más bien, los queremos o callamos.
Un extranjero, aunque venga con buenas intenciones, no puede entender mucho estas actitudes nuestras. El poder penetrar su telaraña inmaterial queda sólo para aquellos que consideran a esta ciudad y a este país como natales.
Pero aun así, nuestra capital nos absorbe por la belleza del panorama de sus calles, casas y palacios, cambiante con el tiempo y creada de nuevo después de haber sido destruida por las llamas. ¡Y siempre sigue teniendo para todos nosotros todo su encanto y toda su belleza! Los agrupa según el orden misterioso de los tiempos y del genio de sus arquitectos, bajo el dominio del Castillo y de la Catedral. La han incluido en el pequeño número de las ciudades más bellas del mundo. ¡Qué consuelo y qué alegría para los miembros de esta nación! Pero hay que preocuparse algo más si recordamos el destino reciente de otras ciudades europeas.
Las narraciones entusiasmadas de los poetas y los científicos no acabarán nunca. Escucho con alegría e interés las palabras sobre sus destinos, sus encantos y muchas historias estrambóticas, tan características de su rostro de piedra, según la crearon los diversos estilos arquitectónicos y los acontecimientos tempestuosos. Pero el día de hoy no influye menos en la evolución de la ciudad; es la prisa de los segundos presentes la que subraya la historia expresiva; y ella es también la garantía y el testimonio de nuestros derechos y de nuestro esfuerzo de muchos siglos en este centro del continente no demasiado feliz.