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Nuestra casita de una planta era bastante espaciosa. Se entraba a ella por unos pocos escalones situados debajo de un peral. Entre las pequeñas ventanas, sobre una pared como de pueblo, había tres blasones de los señores burgraves, entre ellos los de Jaroslav Bofita de Martinice y Vilém Slavata, aquellos señores que afortunadamente cayeron sobre el estiércol en el foso del Castillo. Después de aquel acontecimiento, como es sabido, empezó una larga guerra [La Guerra de los Treinta Años.]. Los grandes y ricos blasones daban importancia a nuestra casita y los turistas y visitantes de la Daliborka miraban a través de nuestras ventanas. En el extenso terreno de la casita había unas enormes tinajas de agua, instaladas en prevención de los incendios. Aquel terreno estaba a nivel un poco más alto que la Callejuela Dorada, así que los peatones nos podían pegar patadas en el techo. Pero no tenían por qué hacerlo.

Hoy, en el antiguo emplazamiento de nuestra casita, hay un espacio empedrado, unos bancos y unas enormes macetas decorativas. La casita fue derribada cuando restauraban la parte este del Castillo y los blasones fueron trasladados a los muros del edificio de los burgraves. A veces voy allí a llorar silenciosamente. Es verdad que la casita no era muy indicada para vivir en ella, pero era hermosa.

Yo no era el único escritor que había vivido en aquel lugar. Un poco más arriba, en la Callejuela Dorada, había residido Franz Kafka durante algún tiempo. Luego descubrió su habitación olvidada Storch-Marien. Y nuestro vecino más próximo de arriba era Jif i Maránek, que habitaba dos piezas minúsculas. Ahora, atravesando esta casa de varios pisos, hay una entrada directa a Daliborka.

También tuvo aquí su vivienda durante cierto tiempo el mismo emperador romano y rey checo Carlos IV, también escritor.

Cuando volvió de Francia al trono de su padre, encontró el Castillo en un estado tan lamentable que decidió arreglarlo y restaurarlo; y mientras tanto hizo su residencia en la casa de los burgraves. Y fue precisamente en esa casa donde el emperador pasó aquella noche singular y donde ocurrió la historia que cuenta en su autobiografía. La historia es bien conocida, pero me parece oportuno recordarla en esta ocasión.

No se trata de un cuento inventado. Como es sabido, el emperador era una persona profundamente creyente. Por eso no era capaz de mentir. Además hay un testigo, y es un testigo muy digno de fe; el señor Buselc de Velhartice.

En una fea noche de invierno estos dos señores regresaron a Praga desde Kfivoklát y, cansados del viaje, se dispusieron a reposar en la sala -o sea, al lado mismo de nuestra casa-, en sus lechos de pieles. Helaba, y en la sala chisporroteaba el fuego y creaba un ambiente acogedor. También es bien sabido que tanto el emperador Carlos como el señor Busek bebían vino de buen grado. Lo sabemos incluso por el famoso romance de Jan Neruda. Tan cansados estaban los señores, que se durmieron rápidamente.

Pero su descanso no duró mucho. De repente los despertó el ruido de unos pasos en la sala. El emperador pidió al señor Busek, que descansaba al lado, que fuera a ver quién andaba paseando por la sala. Sin embargo, Busek no vio a nadie. Entonces, encendió unas cuantas velas y las colocó sobre la mesa; bebió un sorbo de vino de un cáliz y puso unos trozos de madera en la chimenea. Luego, se disponían a dormir de nuevo cuando, a la luz de las velas y del fuego, vieron cómo caía uno de los cálices sobre la mesa sin ser tocado por nadie. Y en el mismo instante advirtieron cómo el cáliz, lanzado con gran fuerza, volaba por encima del lecho del señor Busek hacia el otro rincón de la sala y desde allí iba rodando otra vez a la parte delantera de la estancia. Y no había nadie extraño en ninguna parte. Solamente se oyeron los pasos de un desconocido e invisible visitante, que se alejaban con estruendo. Como esta vez tampoco vieron a nadie, se persignaron y se durmieron de nuevo. Y descansaron sin interrupción hasta la mañana siguiente. Pero, cuando se despertaron, encontraron en medio de la sala el cáliz caído.

Hoy, cuando hasta mi querido amigo Jiri Maránek ha fallecido, puedo revelar que incluso en su piso en la Calle juela Dorada, donde a veces paseábamos, ocurrían escenas similares. Pero todas eran fácilmente explicables: no se caía ningún cáliz ni volaba a un rincón sin que la mano que lo envió fuese bien notable. De todas maneras, a Maránek, aunque muy amigo de diversiones, no le gustaban escenas de este estilo. Tenía unos hermosos muebles antiguos, herencia de su madre. No, en su casa no había nada de misterioso ni de enigmático. Al contrario. Su ama de llaves le cuidaba mejor que el señor Busek.

Desde la ventana de nuestra tercera habitación se divisaba un panorama espléndido. Muy cerca se adivinaba el techo redondo y el oscuro muro de la Daliborka, que en su mayor parte estaba cubierta por la espesa selva de árboles y matorrales salvajes del Foso de los Ciervos. Encima de las cimas de estos árboles verdecía el techo del Palacete de la Reina Ana. Era una vista amorosa, plácida y tranquila. Y en mayo, cuando abríamos la única ventana de aquella salita, ésta se llenaba de rosas salvajes que crecían en libertad y florecían directamente delante de la ventana. Aquello era inolvidable.

Sin embargo, vivir en aquella casa no fue demasiado agradable. En el invierno, no lográbamos que la estufa se encendiese bien. Las entradas de aire por las chimeneas no son muy convenientes para las estufas modernas. La casa era un barómetro desagradable. Antes de empezar a llover, o de una tormenta, las paredes -más de dos metros de grosor- estaban ya humedecidas. Las sábanas también se ponían húmedas y, cuando helaba, se llenaban de escarcha. En el suelo nos crecieron hongos… Pero en verano, se vivía allí muy a gusto. Como si estuviera hecho expresamente para mi inclinación romántica.

Por las demás ventanas sólo se veía la pared de un pequeño patio y los techos del palacio Lobkovicky; pero delante de ellas teníamos un viejo y frondoso castaño y, en la acera empedrada, se advertía el lugar en donde había estado el tajo de ejecución, del cual había caído rodando la cabeza del caballero Dalibor.

¿Podría haber algo más hermoso? Ante aquel tajo se habían arrodillado muchos pobres y muchos canallas a lo largo de los siglos.

La casita que estaba al lado mismo del portal del patio parecía un poco más pequeña y oscura que la nuestra, pero era seca y tenía, delante de las ventanas, un jardincillo donde apenas resistían unas rositas; pero, en cambio, florecían allí, generosamente, unas margaritas de tallos muy largos. En la casa vivían tres mujeres solitarias. Una abuelita ya bastante anciana con su hija viuda, la señora T., a quien la Junta Directiva Territorial le encargó las visitas de la Dali borka; y la nieta, una muchacha joven y elegante, empleada en la Junta como mi mujer. La madre y la señora mayor se turnaban en acompañar a los visitantes de la Daliborka a la torre y el calabozo, en cuyas negras paredes, seguramente mil veces malditas, sólo se veían unos dibujos hechos con la sangre de los prisioneros. Iban allí muchos visitantes, sobre todo los domingos, y nos pisoteaban el jardín que estaba bajo las ventanas. Aparte de la hierba y de unos tristes narcisos, teníamos allí un rosal único, de color amarillo. En verano solía trepar por alrededor del blasón, hasta el lugar en que encontraba el sol y donde creaba una flor bellísima.

Yo tenía muchos problemas con la llave de la enorme puerta de madera de la calle Jifská. Una llave gigantesca. Pesaba casi un kilo. Era tan voluminosa que la llevaba en la cartera, pero a disgusto. Algunas veces, cuando me detenía demasiado tiempo en la ciudad, me daba cuenta de que no tenía la llave. Es verdad que al lado del portal había una campana que servía de timbre, pero ninguna de las tres mujeres durmientes tenía la obligación de venirme a abrir, especialmente cuando era muy tarde. Y además el timbre era muy anticuado. Se tiraba de una manga con alambre y delante de la ventana donde dormía la abuela se oía el fuerte tintineo de una campana de hojalata.

Siempre temía este momento. Y siempre era la abuela quien me venía a abrir. Tenía el sueño más frágil que las otras dos. Aunque de día nos entendíamos bastante bien, no puedo decir que de noche me recibiera con una cortesía social. Me reprochaba el hecho de no llevar la llave, me decía que tomaba copas hasta muy tarde y cosas por el estilo. No digo que no tuviera razón. Era ya muy viejecita y tenía derecho a un poco de mal humor, sobre todo en el invierno, cuando había que caminar con los pies metidos en la nieve. Eso sí: al día siguiente, yo la saludaba respetuosamente; pero la abuela fruncía el ceño.

Como esto volvió a pasar varias veces, a mi mujer se le ocurrió una buena idea. Las mujeres suelen tener ideas bastante a menudo, pero los hombres no somos lo suficientemente agradecidos. Si por la noche no llegaba antes de cerrar el portal y la llave monstruosa estaba colgada a la entrada de nuestra casa, mi mujer iba a poner la llave debajo de la ancha puerta, allí donde el margen no llegaba hasta el suelo. Desde la calle la llave no se veía, pero sólo bastaba con pasar la mano para cogerla. ¡Ya estaba tranquilo!

Los resultados fueron excelentes hasta cierta noche de invierno. Al atardecer comenzaron a volar por el cielo unos ligeros copitos de nieve que no me preocuparon en absoluto. Pero antes de medianoche estalló una fuerte tormenta de nieve. Y como la calle Jirská desciende hacia la puerta de la Torre Negra y por la noche esa puerta está cerrada y sólo permanece abierta una puertecilla lateral donde en otro tiempo había estado la guardia, el viento barría la nieve de la calle y de los tejados hacia nuestra pared y nuestra puerta. Cuando volví a casa a medianoche encontré un montón de nieve de un metro de altura; y detrás de él, debajo de la puerta, estaba la maldita llave.