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En principio intenté remover la nieve con las manos, pero fue imposible. La nieve estaba seca y se volvía a caer en el lugar de donde la sacaba. Tampoco logré apartar la nieve con la cartera. Era demasiado blanda. Y la torre de la catedral dio la medianoche. El címbalo del reloj sonó en el silencio colmado de nieve como cuando en España, durante la fiesta de Pascua, caminan los monjes cubiertos de capas negras. Con rigidez y mal agüero. Y cuando pasaron varios minutos, pisé dentro del montón y, aguantando la respiración, tiré del cordón de la campana. La campana sonó de una manera monstruosa. Siguieron unos momentos de perplejidad. Yo no respiraba. Al cabo de dos o tres minutos, toqué la campana de nuevo. Esta vez, al cabo de un instante más bien largo, la puerta dio un crujido y en el cerrojo helado se oyó el estruendo de la llave.

– Qué vergüenza, señor redactor -me acogió la abuela-. Estaba profundamente dormida y me ha costado despertarme.

Y en seguida volaron detrás de mí unas cuantas frases desagradables, pero yo me apresuré sobre la superficie cubierta de nieve hacia nuestro portal para no oír sus palabras. La anciana señora no se tranquilizó ni en su casa, donde desapareció en seguida. Esta vez le pedí perdón en vano. Estuvo inflexible. No le importaban mis palabras. Ni me escuchaba.

Mi mujer dormía. En el sueño, no oyó la campana. Para disipar sus reproches y disculpar de alguna manera mi tardanza, empecé a quejarme con vehemencia de lo mucho que se enfadó conmigo la abuela, que había estado tan colérica como descortés.

Mi mujer me escuchó unos instantes con los ojos desorbitados. Luego acercó una silla para poder sentarse y rompió en sollozos desconsolados:

– ¡Por Dios, qué estás diciendo! ¡Si la abuela está muerta desde ayer, tendida sobre una tabla, en la antesala! Mira, hay velas encendidas allí.

Así era. A través de la ventanilla de encima de la puerta se entreveía una luz amarilla intermitente. Y reinaba un silencio sepulcral.

¿Qué podía hacer? Me desnudé y me fui a dormir. Con el sueño entrante, pensé: por algo me extrañó que en un día de entre semana llevara una chaqueta de fiesta, con lentejuelas negras en las mangas y el cuello. Sólo se la ponía los domingos, cuando corría a misa a la catedral de San Vito. ¡Y por eso tenía los ojos tan hundidos! ¡Y en vez de una linterna llevaba una vela encendida!

9. La batalla de Lipany de Marold por fin destruida

Una noche de febrero de 1929 hubo en Praga una fuerte nevisca. En la ciudad cayó mucha nieve pesada y húmeda. Las ramas de los árboles se rompían y, bajo el peso, se derrumbó también el tejado del pabellón artístico de los ingenieros y arquitectos del área de exposiciones de entonces, donde durante años había estado instalada la pintura panorámica de la batalla de Lipany. La obra monumental en forma de círculo fue gravemente dañada por el tejado derrumbado y por la nieve.

¡Pero tengo que empezar por otra parte!

Karel Teige, mi principal y gran amigo, fue una persona abnegada y buena. Como compañero fue amable, pero como artista no dejó de ser estricto y ortodoxo y supo aplicar su voluntad de una manera autoritaria. En el grupo Devétsil decidíamos las cosas democráticamente, pero lo que establecíamos solía ser lo que quería Teige. Seguía su idea con obstinación y perseverancia, no perdonaba nada a nadie. El difunto pintor y poeta Karel Vanék dijo una vez, de paso, viendo en una revista un dibujo de Marold, de París, que este artista no sólo sabía dibujar sino que también sentía los colores.

El resultado fue pésimo. Teige se rió de él cruelmente. Aquello pasó en un círculo de gente y Vanék se puso rojo de vergüenza, pero no replicó nada.

También me acuerdo de Jifí Voskovec. Aquel hombre, guapo y joven, representó el papel de Risa -seguramente sólo por el sueldo- en la película sentimental El cuento de mayo, y por esto tuvo que dejar Devétsil. Así de estricto era el grupo. Pero yo no tuve la impresión de que Voskovec se sintiera demasiado infeliz por aquel hecho.

Cuando el pintor soviético Malevich pintó por fin su legendario círculo negro en un cuadrado y proclamó que aquel cuadro representaba el fin de la pintura y de todo el arte, expresó exactamente lo que afirmaba Teige y lo que nuestro amigo de entonces, Ilya Ehrenburg, resumió en una sola y explícita frase: «El arte nuevo dejará de ser arte.»

Adorábamos la sonrisa de Chaplin, su bigote, su bastón y sus enormes zapatos, pero considerábamos un empeño inútil todo el esfuerzo de los pintores, por famosos que fuesen. Al menos fue así en cierta época, antes de que Nezval y Teige aceptaran el surrealismo de Bretón, que se aclimató rápidamente en Praga.

Cuando Teige y yo estuvimos en París, pasábamos diariamente de largo, con un gesto de desdén, por la puerta del Louvre. ¡Sería perder el tiempo! Logré entrar allí a escondidas una vez que Teige estaba invitado en casa del arquitecto Perret.

No obstante, cuando Marinetti sugirió al gobierno italiano que vendiera todos los cuadros famosos de sus galerías a los americanos ricos y que, con el dinero, comprara pinturas futuristas, Teige no se unió a su llamamiento. Entendía el arte demasiado bien para aceptar esta demagogia. Durante varios años escribió reseñas sobre arte en un diario de Praga. Y lo hacía muy bien. Sin embargo, su interés estaba absorbido completamente por el arte más moderno, que, según afirmaba, nacía en las pistas de los circos, en las pantallas del cine, y no en los estudios de los pintores. Nacía también en todos aquellos lugares donde aparecía algo nuevo. ¡A lo mejor por la calle, en la luz de los anuncios de neón! Porque ¿hay algo más hermoso que una avenida llena del fulgor de las palabras ardientes y las imágenes eléctricas bajo los tejados? Naturalmente, bajo los tejados parisinos. Praga era entonces demasiado pobre para estas sensaciones ópticas. Así que estuvimos buscando el nuevo arte moderno en los bares nocturnos, con pistas de baile y los primeros sonidos de los conjuntos de jazz, en los cafés y en los teatros de revista. En el Folies Bergéres abría los ojos desorbitadamente cuando, desde la oscuridad, surgían varias decenas de hermosos cuerpos femeninos desnudos que comenzaban a bailar.

Es decir, que yo también estaba totalmente cautivado por el nuevo arte moderno, que dejó de ser arte.

Y en medio de todo esto me llegó la noticia de que La batalla de Lipany de Marold en el parque de Stromovka había sido destruida. Supe esta acción de la nieve que causó la aniquilación de una pintura por un periódico de entonces, que la comentaba con una charlatanería llena de entusiasmo. Prefiero no nombrar el diario. El artículo estaba escrito con torpeza, más bien con un palo que con una pluma. Y más bien era eso una piedra lanzada sobre un escaparate burgués que un artículo serio sobre arte.

En primer lugar, eché las cuentas con el señor Marold. Ya no le dolía, hacía tiempo que había muerto. Su nombre estaba ya medio olvidado. Poca gente conocía entonces a un pintor de París que, con sus dibujos en color y su sabor mundano, había captado al público parisino. Sus cuadros dejaron de interesar cuando cambió la moda y ésta, como es sabido, se muda con frecuencia. En sus dibujos expresó el encanto de las damas de su época, sus puntillas, sus sombreros y sus abanicos, y supo captar sugestivamente el ambiente erótico de los tocadores. Sabía dibujar con maestría, aunque en la época cubista expresábamos nuestro desprecio por esa clase de arte.

A este pintor que casi se convirtió en parisino le fue encargada la composición de La batalla de Lipany y la parte mayor de la pintura monumental. En el artículo que escribí después de la calamidad de la nieve, me preguntaba yo cómo había tenido valor (él, pintor de las damas parisinas y del bajo mundo) para decidirse a pintar una enorme tela sobre aquella trágica batalla nacional.

Después de esta introducción, criticaba también, con osadía, a los demás pintores y coautores. El pintor Vacátko, hoy ya casi olvidado -el tema de todas sus pinturas eran caballos-, pintaba los caballos debajo de los guerreros. Jansa era el autor de un paisaje no demasiado expresivo de Lipany. Ya he olvidado lo que hizo en la tela Hilser, «el colorista del estilo decorativo». Rasek ayudó a pintar y, finalmente, Stopfer construyó un terreno real delante de la pintura que tenía que causar la impresión de fundirse con la superficie vertical de la obra. Así que en una tierra real, deshecha por las ruedas, estaban esparcidas armas de verdad.

En el artículo todos recibieron su ración de mi menosprecio. Pero yo tenía ya veintiocho años y podía haber tenido un poco más de sentido común.

El destrozo de la famosa pintura no fue lo único que hizo alborotarse a mi pluma periodística, joven y poco experimentada. La catástrofe alarmó especialmente a la prensa burguesa y patriótica. El diario del partido agrario no dijo ni una palabra cuando se tuvo que derribar la base de la Ga lería Nacional porque ocupaba el espacio indicado para el restaurante del parlamento. Pero después de la catástrofe de la nieve se dirigió al pueblo con lamentos terribles. Esta fue otra de las razones de mi indignación.

¡La obra más importante del arte checo está en peligro!, clamaban sus títulos por todo el espacio de la primera página, alentando a una colecta nacional para la restauración de la pintura dañada. Las elegías eran interminables y la curiosa gente de Praga caminaba a miles por encima de los montones de nieve mojada del parque para ver la obra. Y una tal señorita L. Maskova fue la primera que, de su escaso sueldo de oficinista, entregó el primer billete de diez coronas. Los periodistas recogían las contribuciones de las profundidades de la demagogia patriótica, aprovechándolo todo astutamente para sus partidos políticos.

En fin: entonces, la pintura se salvó. Y no hace mucho tiempo que fui a ver con mi nieta el panorama de La batalla de Lipany. Cuando subimos por los escalones de madera a la plataforma y vimos la superficie artificialmente iluminada, recordé mi joven y necia indignación. De ello hacía ya más de medio siglo. Recordándolo, me eché a reír en silencio.

– ¿De qué te ríes? -me preguntó la niña, un poco sorprendida.

Le acaricié la mejilla y contesté suavemente:

– De nada.

Como si esto fuera una respuesta.

10. «Basta de Wolker»

Nos sentamos a la larga mesa de la casa de los Wolker, en la plaza de Prostéjov. Delante de mí sentaron a una muchacha jovencita a quien la señora Wolkrova, la madre de Jifí Wolker, había vestido de riguroso luto; estaba toda envuelta en crespón negro y puntillas negras. Antes, mientras caminaba detrás del féretro, al lado del hermano de Jifí, su cara estaba cubierta con un espeso velo; hasta que nos sentamos a la mesa no pudimos ver los ojos llorosos del último amor de Wolker.