Выбрать главу

Sólo habían pasado unos instantes desde el entierro de Wolker. Cuando dejaron de oírse las alocuciones fúnebres, Marie Majerova echó una ramita fresca de laurel sobre el féretro que estaban bajando a la fosa. Helados y mudos, nos pusimos en camino de vuelta. Se acercaba rápidamente la noche de invierno. Los campos y las llanuras moravas estaban cubiertos de nieve.

Habíamos vuelto de la tumba y delante de nosotros se abría toda una larga vida. En la puerta del cementerio quisimos despedirnos y tomar en seguida el tren nocturno.

Pero la señora Wolkrová no nos dejó, invitándonos a su casa, de donde hacía una hora había salido la comitiva.

Wolker no fue el primer hombre de la literatura checa cuyo destino había sido trágico. Cien años atrás moría el joven poeta Macha y, después de él, Bohdan Jelínek. Casi cada generación tiene un muerto que ha dejado su obra apenas comenzada. Luego fue Karel Hlavácek y, después Jifí Wolker, a quien acabábamos de dejar en el cementerio de Prostéjov. Jifí Orten no tenía entonces más de cinco años. La naturaleza que les había ofrecido tan poco tiempo de vida les dio, en cambio, una doble fuerza creadora. En el corto plazo de su existencia dijeron más de lo que otros dicen en muchos años. Tal vez sólo me lo parece a mí, no lo sé, pero deseémoselo. Casi todos ellos fueron mucho más amados después de su muerte. Pero a Wolker, sus lectores le amaban ya cuando aún vivía.

Ya no recuerdo con exactitud cuántos éramos en casa de los Wolker. Quizás doce o quince.

Al lado de la muchacha cubierta de lágrimas estaba sentado el poeta Konstantin Biebl, un joven de ojos dulces, amable y bello como un efebo; junto con Pisa, era el amigo más íntimo de Wolker y se dirigía galantemente a la joven novia vestida de negro.

No era ningún secreto que muchas de las mujeres jóvenes que, durante aquellos años, estuvieron cerca de nosotros, miraban con arrobo el rostro juvenil de Biebl. Ni tampoco era un secreto que Biebl acogía de buen grado aquellas miradas y las devolvía.

Es probable que Jirí Wolker hubiese encontrado a aquella muchachita en las clases de baile de Prostéjov, pero al parecer no se conocieron íntimamente hasta el gran baile de la facultad, en enero de 1923; es decir, un año antes de su muerte. Aquel amor queda testimoniado en el poema A la chica feliz, que compuso dos meses después.

Antes de cenar, el señor Wolker nos hizo pasar, a Hora y a mí, a su despacho y trajo el libro de contabilidad, uno de aquellos libros que se veían sobre las mesas y mostradores de los bancos y las cajas de ahorro. Era alargado y estaba encuadernado en tela verdosa con rayas oscuras. En la cubierta habían escrito, con letra muy cuidada: «La enfermedad de Jifi.» El señor Wolker era director de la caja de ahorros de Prostéjov. Abrió el libro, lo puso ante nosotros y nos fue explicando las sumas anotadas que había tenido que emplear en la enfermedad de su hijo, en los médicos, en el sanatorio de Tatranská Polianka y, luego, en las pompas fúnebres de Prostéjov. Nos alegramos mucho cuando la señora Wolkrova nos llamó para cenar y pudimos huir del reino de las tristes cifras.

También se sentaron a la mesa unos invitados de Brno: Lev Blatny y Dalibor Chalupa. El pobre Blatny sufría de la misma enfermedad que Wolker y murió unos años más tarde. Estaban allí asimismo los profesores de Wolker, Kamenáf y Dokoupil, y unos cuantos compañeros de clase del instituto de Prostéjov.

El nombre del profesor Dokoupil suele aparecer en el contexto por el hecho de que Wolker fuera miembro del partido comunista y suele recalcarse su influencia sobre el joven poeta. Pero no fue exactamente así. En este sentido, Wolker estuvo mucho más influido por su amistad con Zdenék Kalista, con quien compartía la misma habitación en el barrio pragués de Smíchov, en la calle Na Celné, durante los años de sus estudios de derecho. La señora Wolkrova negaba esta influencia, pero no tenía razón. Fue Kalista quien llevó a aquel estudiante temperamental, pero serio, miembro de la joven generación del partido nacional demócrata, al que también pertenecía su padre, a la izquierda política y le introdujo en el ambiente de los estudiantes agrupados alrededor del profesor Zdenék Nejedly, en la casa Kaulich de la plaza de Carlos. De la misma manera influyó Kalista sobre la atmósfera juvenil del primer libro de poemas de Wolker. Faltaban varios años para que Wolker conociera al poeta Hora y a todos aquellos que se reunían con Hora, y para que comenzase a sonar en la poesía la nota revolucionaria que luego se convirtió en la suya propia.

Yo estuve presente varias veces cuando Hora aconsejaba a Wolker que dejara de emplear sus amaneradas conversaciones con Dios. Aquello iba dirigido también a mí, porque yo tampoco me había podido deshacer de la terminología bíblica y religiosa y trataba de unir el puño obrero y Lenin con las alas de los ángeles.

En medio de la cena, la señora Wolkrova, pidiendo un poco de atención, se levantó de la mesa y se puso a hablar de una manera conmovedora de su hijo; sobre su afecto, y que venía desde la infancia de Wolker y que no había ternura en los años en que Jifí se hizo adulto. El se lo confesaba todo. Le leía sus primeros intentos literarios, y más tarde le ponía al corriente de sus primeras inclinaciones amorosas y de los éxitos que obtenía con las muchachas de Prostéjov. Todo lo que tenía algo que ver con Jifí lo acompañaba con un afectuoso interés. Pero luego se quejó de que Jifí llevaba en Praga una vida bohemia y tempestuosa que originó la enfermedad que lo mató. Y en aquel instante me miró a mí.

Y aquí no puedo dejar de hacer una observación, aunque después de tantos años es bastante inúticlass="underline" si hay algo que odio con todo mi corazón, es eso que llaman ser bohemio. Nunca he intentado hacer una cosa así. Y ya que la señora Molkrova, pronunciando estas palabras, fijó los ojos en mí, me gustaría, tal vez también inútilmente, añadir lo siguiente:

Wolker y yo fuimos una sola vez a un bar pobre y triste, el bar estaba en las afueras del barrio de Smíchov. Se llamaba «Finale» y Wolker escribió sobre él uno de sus poemas más flojos. Si no nos encontrábamos en casa de los Teige, donde vivió un poco más tarde, nos veíamos casi siempre en los cafés, pero estos encuentros tampoco eran demasiado frecuentes. De todas maneras, después de la muerte de Wolker, no tardamos en quedar libres de toda sospecha. El hermano de Wolker murió de la misma enfermedad y alguien me reveló que también habían muerto así el «viejecito» y la «viejecita» (como se llamaba cariñosamente a los bisabuelos en Moravia), que vivían en aquellos lugares y a los que Wolker visitaba a menudo.

Es decir, que más bien había sido una enfermedad hereditaria, que Wolker contrajo antes por su vida llena de privaciones. Tenía poco dinero y se lo gastaba en libros. Su padre era muy estricto.

Finalmente, la señora Wolkrova se dirigió también a la muchacha. Fijó los ojos en su carita y, con una voz algo más alta, le pidió que, en memoria de Jifí y de su amor, renunciara a todo lo mundano y entrara de monja en un monasterio.

En aquel momento noté que en la cara de Biebl aparecía una corta y furtiva sonrisa. De lo que pensaba la novia de negro no tengo ni idea. Dicen que hoy tiene hijos ya mayores y que ha sido feliz en su vida.

Por el camino de la estación, Kostá Biebl me reveló que, en el momento en que la señora Wolkrova mandaba a la chica al monasterio, su atrevida mano intentaba, bajo el largo mantel, estrechar la rodilla de la joven.

El mismo año en que falleció Jifí Wolker, murió en París Anatole France.

No sólo París, sino toda Francia estaba llena de él. Y Francia, cuyo nombre eligió como apellido, celebró por su gran escritor un funeral tal como él se lo merecía según los puestos oficiales: se hicieron unas honras fúnebres estatales con toda la pompa. Hubo una comitiva de brillantes sombreros de copa y uniformes militares. ¡Francia sabe hacer muy bien las cosas! Sin embargo, los surrealistas franceses imprimieron para esta ocasión unas octavillas volantes con el lema:

Ilfaut tuer le cadavre.

Y, enormemente serios, entregaban las octavillas a los sombreros de copa.

De esta manera se vengaron de France, por su postura contraria a su movimiento y, también -y esto era lo más importante-, por principios: se negaban a quitarse el sombrero y a hacer reverencias delante de la grandeza y la gloria poética oficialmente petrificadas.

Pero ¿por qué estoy contando esto?

Después de su muerte, la popularidad de Jifí Wolker fue creciendo. No sólo entre los jóvenes comunistas que recibieron el patrimonio revolucionario de sus manos de poeta; había mucha gente que se identificaba también con él. Incluso en los círculos políticamente contrarios o enemigos. Sus versos sonaban hasta en los sitios donde menos lo esperábamos. Esta popularidad se debía, no sólo a la propia poesía de Wolker, muy contemporánea por sus ideas y próxima por su feliz carácter comunicativo, sino también al final trágico y prematuro de una vida joven y prometedora. Hasta los muertos nos aseguraban en sus anuncios funerarios que con sus fallecimientos no cambiaría nada en el mundo: sólo temblarían unos pocos corazones.

El editor volvía una y otra vez a publicar nuevas ediciones de los libros de Wolker y preparaba su obra completa. Se publicaba todo. Hasta los primeros intentos poéticos estudiantiles, los primeros poemas infantiles, el diario, todo lo que se pudo encontrar.

En la serie de impresiones bibliófilas, como los Poemas en prosa, Klytia y Niños, de la época estudiantil, Petr editó también los Apuntes de la enfermedad y Cartas a la señorita K. que Wolker escribió a su último amor. El editor hizo una copia caligráfica de las cartas, el célebre Cyril Bouda dibujó el retrato del poeta, y su madre, la señora Wolkrova, escribió el prólogo. Del libro se publicó un solo ejemplar. Al cabo de algún tiempo, la señora Wolkrova pidió al editor que le prestara este ejemplar singular y retiró su prólogo de la publicación. Es verdad que antes se había enfadado mucho con el editor, pero parece ser que ésta no fue la única razón de tan importante medida.