En casa de Teige, no sólo nos encontrábamos con Wolker, sino también con los pintores y arquitectos del Devétsil inicial. Con Wachsman, Süss, Honzík y Havlícek y, sobre todo, con Krejcar. Más tarde, por supuesto, con Nezval. Cuando Sima regresó de París, también lo vimos por allí. Aquello fue la primera sede de Devétsil, hasta que nos trasladamos a Slávie. En la pared colgaba un retrato de Teige, pintado por Sima, y un gran paisaje, dibujado al carbón por Jan Zrzavy.
Detrás del cuarto de Teige estaba el llamado «salón», cuyas ventanas daban a la calle Cerná. Tenía una cómoda poltrona tapizada de peluche verde y una alfombra persa. En el centro de la estancia había un gran piano de cola. Wolker solía tocarlo.
Cuando empezó a venir Nezval, tocaban juntos a cuatro manos. Para Wolker, aquellas ejecuciones conjuntas eran una prueba de paciencia. Nezval, impetuoso y temperamental, se le adelantaba siempre en algunos compases y Wolker trataba en vano de contenerlo. Creo que los dos eran buenos intérpretes. Sobre todo Nezval. ¡Qué hermosos eran aquellos minutos, en la armonía de la juventud!
Fue en aquel cuarto donde escuché por primera vez una obra de Janácek. Nezval tocó y cantó su Hijastra con una pasión muy inspirada.
Apoyado en el piano, Nezval nos recitaba de memoria «El asombroso mago», un poema suyo que nos embelesaba. Nos gustaba escucharlo y a él le gustaba recitarlo. Más de una vez.
No me atrevo a decir que recitaba bien, pero sí que sabía arrastrar con su inspiración. Y no ahorraba temperamento.
Teige se sentaba en su despacho en una postura bastante incómoda. Encogía las piernas y se acurrucaba sobre la silla. Y así, sin signos de cansancio, nos leía, para en seguida traducirlos, poemas de Apollinaire. De este modo conocimos, además de «Alcoholes», sus «Caligramas», la poesía de Jacob, de Cocteau, de Cendrars, obras de Réverdy y de otros poetas modernos, pero el hermoso Libro de amor de Vildrac, que tanto nos gustaba, tuvo que quedar atrás, porque hacia nosotros se precipitaban, sobre todo gracias a Teige, el cubismo, el futurismo y el dadaísmo de Tzara.
En la librería de Topic, Teige compraba todas las monografías sobre el arte moderno. Así conocimos a Picasso y a Braque y todos los fenómenos dignos de atención de la moderna pintura francesa e italiana.
También Marinetti estuvo en aquel despacho, durante su visita a Praga. Alardeó ante nosotros de haber heredado de un familiar de El Cairo siete casas de citas. Todas, sin excepción, eran negocios muy lucrativos. Decía que, con sus ingresos, financiaba las corrientes futuristas de Italia. También nos recitó sus «Palabras liberadas». Declamándolas, paseaba arriba y abajo por la estancia, arremolinaba los brazos, daba saltitos y se sentaba en cuclillas. Era un italiano increíblemente vivaracho y simpático. Adoraba el checo. Era el único idioma en el que Marinetti tenía varios nombres. Una vez oyó claramente Marinettiho, otra, Marinettimu, Aquello le gustó mucho; en ningún otro idioma había nada semejante. Por desgracia, se hizo tristemente famoso en la guerra de Abisinia, en la que participó como aviador. Se apartó de nuestro corazón.
Una vez -era un triste día de noviembre y Nezval nos estaba tocando el aire de «El organillo» de Petruska de Stravinsky-, Teige me tiró de la manga y me llevó a la ventana. En una ventana de la casa de enfrente, un piso más abajo, se estremeció la pesada cortina y sobre su orla apareció una pequeña mano de mujer contrahecha por el reumatismo y, sobre ella, un diminuto rostro lleno de arrugas y con gafas de alambre en los ojos.
Era Eliska Krasnohorska.
76. El palacio real de verano
Durante algo menos de dos años estuvimos viviendo en Hrad, bajo la Torre Negra, en una casita de una sola planta pegada al edificio del municipio condal. Las cuatro ventanas de nuestro piso daban a un pequeño patio soleado sobre el cual se proyectaba la sombra de la torre y del palacio Lobkoviky. La ventana del pequeño cuarto trasero, en cambio, daba al verde abismo del foso Jeleni (de Ciervos). Estaba protegida por una reja. El desabrimiento de la reja quedaba un poco mitigado, pues estaba pintada de blanco, como se hacía en los antiguos edificios de conventos y hospitales y, además, debajo crecía un arbusto de escaramujo cuyas ramas llegaban hasta la ventana. Cuando en primavera «el arbusto se desabrochaba la blusa desparramando estrellas rosadas», como hermosamente escribía en sus rapsodias J. S. Kubín, se estaba bien en aquel fresco cuarto. Me gustaba sentarme allí. En parte, porque desde su ventana se veía el palacio real de verano. Se alzaba cerca de allí, entre las frondosas copas de los árboles. Era una maravilla. Sus suaves contornos recordaban los cuadros de Morstadt, como si sus dos arquitectos italianos, junto con el tercero, Bonifác Wohlmuth, hubieran erigido el palacio de verano siguiendo sus coloreados dibujos.
Daliborka no era sólo una sombría torre en la inmediata proximidad de nuestra casa, sino también un simpático café de Dejvice. Cuando Slávie estaba repleto y demasiado ruidoso, el café Daliborka se convertía en el lugar de las reuniones periódicas de Devétsil. Así una vez, camino del café, sugerí a Teige que fuésemos a visitar el palacio de verano, que precisamente estaba abierto. Aquello era bastante raro. Durante unos instantes se resistió. Vivía de cara a la actualidad en todos los sentidos, y cualquier museo le era ajeno. No se dejaba encantar por la historia. En eso discrepaba incluso de Le Corbusier, quien durante su posterior visita a Praga se quedó sorprendido al ver aquella nuestra delicada y amada antigualla magistralmente situada sobre el puente de Carlos.
Teige y yo nos sentamos unos instantes en la balaustrada, mirando al Jardín Real. Al ver la catedral y las lúgubres torres de la fortaleza mi corazón latió más de prisa. Pero me callé. Me temía que Teige sonriera amigablemente y me enviara a escribirlo para la redacción de Národne listy, un diario de nacionalismo empedernido y de reacción cultural
Dimos una rápida vuelta por los aposentos de la planta baja y la sala de pinturas históricas de la principal. De pronto, Teige se detuvo y sus ojos brillaron de asombro.
– Esto sería un magnífico salón de baile. ¡Bar Belveder! Y la muerta edificación histórica se incorporaría sin esfuerzo al presente, moderno y rebosante de vida, que es el único camino válido hacia el mantenimiento de los viejos monumentos históricos.
Puesto que no le gustaba lanzar las palabras al viento, Teige telefoneó en seguida al arquitecto Krejcar y lo invitó a venir a la reunión. Aquella misma tarde fundamos el Club por la Nueva Praga.
Y en seguida se me designó una misión. Tenía que escribir en forma de proyecto un extenso artículo que hiciese hincapié en aquella inusitada adaptación. Sobre el relieve, Ferdinand I ya no ofrecería las rosas a la reina Anna, sino a las chicas vestidas para el baile, sentadas sobre los altos taburetes del bar. No habría extranjero que resistiese ante aquel local excepcional. La propia adaptación tenía que correr a cargo de Jaroslav Krejcar. El artículo, acompañado de dibujos, iba a ser enviado a la administración de Hrad de Praga, a cuya área pertenecía el palacio de verano.
Tengo que decir, por encima de toda modestia, que no se equivocaron al elegirme a mí. Hacía tiempo que yo sentía un entrañable amor por el palacio de verano.
Muy pronto, siendo aún un niño pequeño, aprendí de las canciones de mis tías la famosa historia del Belveder. Luego, más tarde, obedecí de buena gana a las palabras de la canción. Por último, me enamoré de verdad de aquella edificación. Ocurrió en la época en que fui a ver varias veces seguidas una película sobre un estudiante de Praga protagonizada por Wegener. En una de sus escenas, el estudiante se encuentra por primera vez con su propia imagen reflejada en el espejo del pórtico del palacio real de verano.
Desde allí miraba yo a Hrad de Praga y olvidaba todo purismo, toda arquitectura constructiva, los helicópteros aterrizando sobre los tejados de los rascacielos de Praga y la belleza computada por las máquinas, cosas que en Devétsil nos dictaba Teige rigurosamente. Y me entregué de lleno al hechizo de los viejos rincones y de la vieja historia que hasta hoy se había conservado en la vista singular que se abría del palacio de verano. Escribí el artículo. La idea del bar no me desagradaba en absoluto.
Creo que describí bastante sugestivamente la atmósfera del palacio de verano y sus particularidades respecto a nuestro frío clima del norte. Perturbé la quietud de las noches de Praga con la oscura silueta de la catedral de San Vito dejando retumbar los golpes de un tambor de jazz y el angustioso llanto de los saxofones plateados. Las atractivas chicas se levantaban de sus asientos para entregarse a un baile moderno, y un barman blanco sacudía con regocijo sobre su cabeza una coctelera. Junto al mostrador del bar los clientes bebían cócteles de toda clase. Y la noche traía desde los jardines unos aromas hechiceros.
Llevé mi trabajo a Krejcar para que adjuntase sus proyectos arquitectónicos. No obstante, Teige estaba apresurando a Krejcar en balde. Al cabo de un tiempo le confesó que no podía encontrar mi artículo y que no tenía ganas de ocuparse de aquel trabajo. Lo haría gratuitamente, pues el proyecto, con toda seguridad, sería rechazado. Tenía razón. Y Teige no bailó en el bar Belveder.
Transcurrieron unos años. Mirando desde la ventana de mi cuarto de Hracane el palacio de verano, decidí dedicarle un largo poema. Y me propuse que también fuese bello. Pero llegó el otoño de 1937. El estandarte negro cayó de la Torre Negra y los días despreocupados empezaron a llenarse de preocupaciones. Antes de la ocupación nos trasladamos de Hrad a Bfevnov y durante la guerra me olvidé del poema.
No lo escribí hasta que terminó la guerra. Tengo que reconocer en seguida que no me salió. Parecía que había en él cuanto yo quería que hubiese, pero los versos y la propia composición no estaban del todo logrados. Mas hay algunos detalles que hacen que el poema me guste. Durante mucho tiempo me prometí retocarlo. Ya no lo haré.
Cuando se estaba restaurando el palacio de verano, en los años cincuenta, aconteció algo inesperado. El obrero que estaba descubriendo los cimientos de las columnas en la parte sur, al dar un martillazo, vio desaparecer su piqueta en la fábrica de piedra. Al examinar aquel sitio más detenidamente, se descubrió que las columnas, al ser erigidas, no fueron afianzadas en la tierra, sino con unos troncos gigantescos. A lo largo de los siglos la madera se había podrido y las columnas colgaban en el aire casi sin cimentación.