Y ahora me digo que, si años atrás hubiera retumbado allí el tambor de jazz, tal como lo pretendíamos, podría haberse producido una gran desgracia.
77. La Guayana B ri tánica
Entre Pfíkopy y el Mercado de Fruta de Praga había un callejón muy poco frecuentado. Era tranquilo y en él se abrían unas tiendecitas antiguas. Algunas de ellas todavía cerraban por la noche con unas puertas de madera que, abiertas, semejaban unas alas desplegadas en vuelo. Por la noche las sujetaban con unas cadenas de hierro, y unían éstas con un pesado candado. Mientras que Pfíkopy imitaba a Viena y era más moderno, las tiendas del callejón atraían con su encanto provinciano a los ocasionales compradores. Eran como un recuerdo guardado desde los siglos pasados. No sé siquiera lo que vendían allí. Sólo recuerdo una tienda. Era un pequeño comercio de sellos. De sellos de correos. Quizás era el único en toda la ciudad. No sé de ningún otro. Para mí era una tienda donde vendían el perfume de tierras exóticas y de hermosas aventuras. También había algunas grandes papelerías que ofrecían sellos: los tenían pegados sobre tiras de papel, expuestos en el escaparate entre las tintas y los lápices. Pero no era lo mismo. Las papelerías olían de un modo completamente distinto y tenían otros atractivos. El comercio del callejón era irrepetible y cautivaba. Puesto que se trataba de una tienda especializada, resultaba encantadora. Atraía a cualquiera al que le gustasen los sellos. La filatelia, en aquellos tiempos, estaba en sus principios y poseía un cariz platónico y personal. Antes de la Pri mera Guerra Mundial no había muchos filatelistas en Praga. Delante de la tienda se reunían unos hombres mayores a quienes el coleccionismo de sellos ayudaba, más bien, a llenar sus horas libres. Pero también en los niños despertaba un auténtico interés. Era su primer juego serio.
A la par, el coleccionismo de sellos representaba para ellos su primera aventura. Gracias a ella, sus ojos y sus corazones viajaban a través del mundo entero. Los sellos que estaban al alcance de los pequeños coleccionistas apenas si tenían algún valor. Eran ordinarios y fácilmente asequibles. Pero mayor aún era la felicidad de los niños cuando conseguían unos sellos más raros, como los de las colonias francesas o inglesas. Para ellos eran todo un tesoro.
Al principio pegábamos los sellos en los cuadernos escolares usados, y sólo más tarde pasamos a los gruesos cuadernos de tapas negras lisas que se llamaban «Vikslajvant». Aquello duró bastante tiempo, hasta que llegamos a métodos mejores.
Pero vuelvo al viejo comercio del callejón. Estaba permanentemente lleno de hechizos y nos sorprendía con descubrimientos siempre nuevos. Al principio nos quedábamos pensativos ante sus pequeños escaparates hasta que alguien nos dijo que se podía entrar incluso con un solo krejcar en el bolsillo. Junto a la entrada había un saco, enorme y ancho. Estaba lleno hasta los bordes de sellos recortados de los sobres de cartas dirigidas a los más variados destinatarios.
La mujer que tricotaba sentada detrás del mostrador de la oscura tiendecita, tendía la mano, despacio, pero de buen grado, hacia el saco con los sellos. Echaba en mi gorra todo lo que habían cogido sus dedos. Y yo depositaba en su mano mi único krejcar. En aquella época, era muy poco dinero. Poco para los adultos. Una hogaza de pan costaba dos krejcars. Pero allí se podía comprar con un krejcar un poco de alegría.
Si a la vendedora le parecía que a sus dedos se les habían adherido demasiados sellos, volvía a hundirlos en el saco. Y cogía los sellos sólo con dos o tres dedos. Según las circunstancias.
Debo confesar que, probablemente, yo le caía bien. Siempre me recibía con una sonrisa, me preguntaba cómo me llamaba y qué curso estaba haciendo. Y yo me llevaba en la gorra casi dos puñados de sellos. Regresaba a casa a toda prisa, con la cabeza descubierta, y volcaba mi tesoro sobre la mesa, junto a la ventana. Allí estaba casi todo el mundo conocido. Por lo menos, aquel del que yo sabía algo o del que algo barruntaba: Europa y América.
Evidentemente, no había allí ningún tesoro, pero mis pequeñas decepciones no me privaban de la esperanza de que algún día se produjera el milagro. Aunque el milagro no llegó a producirse nunca, descubrí entre los habituales sellos europeos alguno que otro más raro, que hasta entonces no tenía y ni siquiera había visto. Más de una vez encontré alguno de las colonias, que yo consideraba raro y que me causaba alegría. ¡Qué podía desear por un krejcar! Por un krejcar sólo se podía tener un cigarrillo austríaco de los más baratos. Nada más. Pero la esperanza y la alegría a cambio de aquella moneda resultaban entonces realmente baratas.
Pasaba horas enteras sentado ante el cuaderno lleno de sellos. En invierno, cuando estaba nevando y los pesados copos de nieve se pegaban a la ventana, dejaba escapar un suspiro; qué hermoso sería si, en vez de los copos, cayeran sellos de correo y yo pudiese recogerlos en la misma ventana.
En aquella época yo tenía un amigo. Era hijo de un rico comerciante de la principal avenida de Zizkov. El chico tenía buen corazón y nos llevábamos bien. También él coleccionaba los sellos. Una vez, después de las vacaciones navideñas, trajo al colegio un gran libro cuidadosamente envuelto. Era un hermoso álbum de sellos de correos. Aquellas tres palabras estaban impresas con letras de oro troqueladas sobre las duras tapas. En cada hoja se reproducía el primer sello de una serie. En aquello ya había un auténtico orden y profesionalidad. Me quedé fascinado mirando el álbum. Para mí era algo semejante a un sueño irrealizable. Al ver mi pesadumbre, mi amigo me propuso que coleccionásemos los sellos juntos. Acepté gustoso. Traje mi cuaderno y pegamos una parte de sellos en el hermoso álbum. Yo no vi en ello nada incorrecto, como tampoco lo vio mi compañero. Cambiábamos los sellos que teníamos repetidos, y así el número de los sellos del álbum iba en aumento.
Sin embargo, pronto llegó mi desventura. Cuando el padre de mi amigo se enteró de nuestra actividad compartida, le quitó el álbum a su hijo para encerrarlo en su caja fuerte de la trastienda. Lloroso, fui a verlo. Fue inflexible. Declaró que el álbum era propiedad de su hijo y me echó de la tienda.
Pero nuestra amistad continuó. Al cabo de poco tiempo empezó a traerme un sello tras otro y me prometió que me devolvería todos cuantos yo le había dado. Pero ya era tarde. El infortunado hecho que había vivido me había quitado el amor por los sellos. Aunque los pegué de nuevo en mi cuaderno, lo hice sin cuidado y dejé de coleccionarlos.
Era el final de una gran alegría. ¡Lástima! Me había proporcionado tantos momentos gratos que aún ahora, al cabo de tres cuartos de siglo, la sigo recordando con ternura.
¡Adiós, Marianna de gorro frigio; adiós, señor presidente Lincoln; adiós, tigres y jirafas y extrañas flores de la luz!
En comparación con el de ahora, el tiempo de aquellos años fluía, al menos a mi lado, mucho más despacio. Entonces yo tenía una prisa descomunal por vivir la vida. ¡No sé para qué! Ansiaba con todas mis fuerzas liberarme de mi infancia y de mi adolescencia. ¡Ya lo creo que era un disparate! A veces me raspaba la cara con la navaja de afeitar, aunque no tenía nada sobre ella, y al salir de casa me ponía en las muñecas unos puños duros. Al principio, los de tela de mi padre, que se enviaban a lavar, almidonar y planchar, y eso valía dinero; luego, los de celuloide, que se podían lavar en casa. Los puños de celuloide emitían un leve tintineo, y cuando quería abrazar a alguien, ese tintineo resonaba en sus oídos. Por eso me los quitaba y los dejaba a mi lado en el banco. Hasta que un día los olvidé allí. Mi mujer sonríe todavía, al recordarlo.
Pero nada más ponerme aquellos puños, empecé a mirar mi alrededor con altanería. Lo primero que vi fue, por supuesto, una moza de buen ver.
Tenía unos sellos en mi cuaderno, al fondo del cajón, pero ya ni los miraba siquiera. Mi cabeza estaba llena de otras cosas. Yo estaba convencido de que eran mejores.
La amorosa brisa primaveral jugaba con la falda de una joven de Zizkov y con mis cabellos, cuando subíamos la escalera de la atalaya de Petfín. En su cimborrio encristalado nos vimos completamente solos. Durante unos instantes estuvimos dando vueltas por él, mirando a todas partes. Cuando nos disponíamos a bajar, me decidí rápidamente. El ansia me apremiaba. Abracé a la chica por el cuello y le di un presuroso beso.
¡Por amor de Dios, aquél fue un acto de heroísmo! Al menos, eso fue lo que pensé. Mi primer beso en la vida. El susto fulguró en los ojos de la chica, que rompió a llorar. Pero cuando nos dirigimos a casa, íbamos de la mano y éramos felices.
¿Pero para qué os cuento estas tonterías? Después de dar aquel beso casi pueril, me sentía como si acabara de encontrar en la gorra un maravilloso sello extranjero. Pegué aquel beso en mi memoria con el mismo cuidado que si fuera el álbum de sellos de correos. ¡En el lugar más ostensible! Y allí sigue todavía.
Empezó para mí una época espléndida. Los días de mi vida pasaban como bailando, regocijadamente, uno tras otro, hasta que caía el crepúsculo. Y entonces se transformaban en perfumados anocheceres llenos de misterio y de hechizo.
Petan, por la noche, sonaba a besos de cientos de parejas, como si estallaran los pimpollos, queda, pero distintamente. Estábamos viviendo nuestra juventud, la época más fascinante de la vida, cuyo único fallo es el que no tengamos una conciencia más honda de nuestra felicidad, única e irrecuperable en el resto de la existencia.
¡Ay! De nuevo estamos coleccionando algo. Aunque ya no es tan festivo como los sellos de nuestra infancia. Primero, las experiencias amargas que, sin embargo, no creo que no sirvan para nada en la vida. Luego, decepciones y decepcioncitas. La vida pasa volando. Deja arrugas en la cara y pelos blancos en la cabeza. Hasta que. al final, el hombre consigue alcanzar esa verdadera y paciente resignación que llamamos vejez. Nuestra madre decía que los jóvenes sueñan y los viejos sólo recuerdan. Pero si no fuera cierto que los viejos sueñen también, vivirían sumidos en la desesperación. Creo que no hay viejo que no sueñe. Los anhelos mitigan el empuje del tiempo. Dan fuerza e inclusive rejuvenecen un poco.