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Si volvemos al mundo de aquellos minúsculos papelitos coloreados, veremos que todo aquel que los colecciona, aunque no se atreva a confesarlo ante sí mismo, acaba soñando con el mauricio azul y con la rarísima Guayana Británica.

Yo también. Aunque no son los sellos lo que guardo en mi corazón. Es algo bien distinto. ¡Algo perfectamente diferente! ¡Y más hermoso! Y también inalcanzable. Así hasta la vejez es más llevadera, como decía Bfezina.

En mi vida conocí a dos grandes filatelistas. Eran St. K. Neumann y su amigo Antonin Boucek. Para el primero, la filatelia era más bien el amor al arte. Le gustaban los sellos como pequeñas obras pictóricas. Antonin Boucek era un periodista, un editor, un idealista impenitente y un hombre honesto. Para él la filatelia era una pasión vital. En aquel entonces, el periodismo era una ocupación absorbente y aventurera. Al menos para los periodistas al estilo de Boucek. Requería inventiva, rapidez y presteza. Estar al mismo tiempo en todas partes, Todo eso lo tenía Boucek y sabía utilizarlo. Además, coleccionaba sellos y vaciaba todas las papeleras de las redacciones y oficinas.

Yo pasaba horas enteras en casa de Boucek. Slávka, su mujer, nos preparaba el café, solo, lo más cargado posible, y Boucek desarrollaba maravillosos proyectos editoriales y filatélicos. Neumann fumaba y escuchaba. Conocía demasiado bien a aquel su fiel amigo. La filatelia entonces era completamente distinta de como es ahora. Se coleccionaban todos los países del mundo. No había aún tantos sellos y se coleccionaban principalmente los sellos ya usados. Los limpios no inspiraban tanta confianza. Si mal no recuerdo, entonces no había especialización alguna todavía. Boucek ataba los sellos repetidos por centenares con un hilo. Había en ello cierta intención interesada, pero tengo la impresión de que jamás consiguió venderlos.

Me gustaba escucharlos cuando hablaban de sellos. Neumann empezaba ya su tercera colección. Las anteriores se las había regalado a alguien. Los dos envidiaban al rey de Inglaterra sus tesoros filatélicos. Sobre todo, sus mauricios rosados y azules, de los cuales tenía arcones llenos.

Por otra parte, Antonin Boucek fue el editor más idealista de nuestra tierra. Sus iniciativas no le aportaban nunca nada y le costaban caro. Me publicó mi traducción de Los Doce de Blok. La traducción era espantosa.

Los sellos de correos no caían del cielo, pero entre el tumulto de la gente yo pisoteé montañas de ellos. En Praga llovieron varios millones, que llenaron las cuatro enormes salas y los dos gigantescos pabellones del Viejo Recinto Ferial de Stromovec. En la exposición internacional de sellos de correos Praga-78 nadie llegó a recorrer toda la muestra. Estaban allí los sellos más raros: los de los misioneros de Hawai, los mauricios rosados y azules y el más raro de todos, una auténtica joya: la carmínea Guayana Británica. Era sencillo, simple e inasequible.

Soy viejo y, por tanto, estoy en la mejor época para volver a coleccionar sellos de correos. Me convenció de ello una dama de Plzen, aún merecedora de atención, que empezó a adjuntar a sus cartas, inteligentes y divertidas, nuestros nuevos sellos checoslovacos. Eran, decía, tan bonitos, que no podía resistirse a mandármelos. Durante unos instantes estuve dando vueltas a los sellos, mirándolos desconcertado. Y al cabo de poco tiempo era de nuevo coleccionista. Tranquilo y completamente desapasionado: sólo coleccionaba Checoslovaquia. Desde luego, es un pasatiempo sumamente placentero.

Mientras se celebraba la exposición, en las calles de Praga se podía ver un viejo furgón postal del Museo de Correos. Desde su pescante, el cochero, ataviado con el uniforme de la época, hacía sonar la trompeta. Cuántos corazones filatélicos y no filatélicos se encogieron, mientras aquellos que sintieron cómo bajo sus chaquetas se aceleraban sus latidos, recordaron cómo de niños se sentaban en el regazo de su madre o sobre la rodilla de su padre para escuchar la sencilla canción infantil sobre el muñeco que se iba a Rokycany.

En los días de la exposición vino a verme el poeta Jaromir Hofec que, además de escribir poesía, es un consagrado conocedor de la filatelia. En la exposición de Praga conoció al hombre que era el afortunado propietario de la Guayana Británica y había traído el sello a la exposición. Le regaló a Horec un dije de plata bajo cuyo cristal estaba inserta una reproducción de aquel famosísimo sello. Entonces lo examiné de cerca. No tenía nada de espectacular ni de especial. Pero su precio es exorbitante. ¡Es único en el mundo!

Se me ocurrió pensar entonces que los dos oficiales de la SNB (Cuerpo de Seguridad del Estado) que, con una pistola en el cinto, estaban vigilando el sello asegurado en la exposición por una alta cantidad de dinero, a lo mejor no custodiaban sino su reproducción exacta y que no valía más de unos hellers, mientras el sello auténtico estaría guardado en alguna inalcanzable caja fuerte.

Hace poco, mi nieta me trajo un puñado de arrugados sellos extranjeros y me pidió que se los pegase cuidadosamente en el cuaderno. ¡En un usado cuaderno de colegio! ¡Pues claro! ¡Viva la filatelia!

78. El champán del rey Fuad

Debo de pensar en Jan Neruda con frecuencia. El poeta de Motivos sencillos y de Los cantos de viernes supo llenar sus versos de tanto amor y tanto arte que su carga, como se acostumbra a decir hoy, transportó aquellos poemas por encima de todo un siglo. Pero no le envidio sólo su arte sublime, sino también sus dotes para el baile. Desde su juventud hasta la edad madura era capaz, según cuentan, de estar bailando una noche entera. Se lo envidiaban tanto como se lo reprochaban. También yo se lo envidiaba. Una vergüenza estúpida no me permitía siquiera asistir a los bailes. Tenía miedo de parecer torpe ante las chicas. No aprendí a bailar. Tampoco podía, desde luego, comprarme un esmoquin.

Sólo en contadas ocasiones me atreví a bailar en público. Hablando con propiedad, una sola vez. A altas horas de la noche, en el Olympik de Praga. Cuando todos se levantaron de la mesa, ante una botella de vino quedamos sólo nosotros dos: Hora, que tampoco bailaba, y yo. Los saxofones estaban aullando zalameros y seductores, cuando de repente Hora se incorporó y me invitó a bailar. Apenas dimos unas vueltas, cuando se nos acercó el encargado:

– Señores, está muy bien, pero ¡no puede ser!

Retornamos a nuestros asientos y desde entonces yo no volví a danzar nunca más.

Karel Teige, en cambio, bailaba con pasión. La visita a una sala de fiestas, el jazz y el baile formaban parte, obviamente, y con pleno derecho, de toda la belleza del mundo. Y toda la belleza del mundo era una de las ideas del programa poético artístico proclamado entonces por Devétsil. Sobra aclarar que procurábamos aplicar aquel programa a algo más que a nuestros poemas y pinturas.

Nos sentábamos frecuentemente en alguno de los bares de Praga y escuchábamos con admiración las estridencias de un negro que, con sus manos y sus pies, aporreaba el tambor, los timbales, los címbalos y demás instrumentos de percusión. En bares más baratos, en los que había pocos músicos, el ruido era especialmente ensordecedor. Para ir a los caros no nos llegaba el dinero.

Teige se las arreglaba para no perderse ni un solo baile. Las bailadoras se sentaban sumisamente junto a las mesitas vacías y esperaban con paciencia a que alguien las invitase. Nezval y yo sólo mirábamos de soslayo a las parejas que bailaban y, al ver a las chicas, no dejábamos de pensar, claro está, en algo más hermoso aún que el vals o el bostón. Tampoco Nezval bailaba. Parece ser que más tarde, cuando se enamoró, lo intentó. Creo que sin especial éxito.

No ocurría con frecuencia que Teige percibiese inesperadamente un honorario sustancioso. Pero en cuanto tenía un poco de dinero, nos invitaba generosamente al Pabellón Sekt. Aquel establecimiento, sito en la Ciudad Vieja, se consideraba de lujo. Sus precios eran más elevados que los de cualquier otro local, lo cual quiere decir que era realmente caro. Por otra parte, unas muchachas elegantes y muy atractivas aceptaban allí gustosas las invitaciones al baile.

También fue allí donde encontré a Marcelka Siráckova, una pequeña zarrapastrosa de la calle Cimburková. Antaño jugaba con nosotros a hacer quesitos y nos peleábamos con ella si no queríamos darle su premio. Se había obrado una metamorfosis sorprendente. Una zagala de suburbio se había transformado en una abigarrada mariposa nocturna cubierta de un tierno polen de aceites. Era elegantemente lánguida, fumaba cigarrillos con una boquilla de oro larguísima que sostenía elegantemente con sus dedos llenos de extravagantes anillos. Desde luego, simuló no conocerme.

En el bar no había alma viviente. No se veía ni una chica sentada entre las mesas. Estábamos solos alrededor de una copita de cherry brandy, que bebíamos lentamente y con esmero.

Sólo al cabo de un rato nos enteramos de dónde estaban las muchachas. En la sala apareció Svatopluk Necásek, funcionario del Ministerio del Exterior. Conocía bien a Nezval y se dirigió, afable, hacia él.

Necásek, al que se le había apodado Celestino, era un hombre alegre y esplendoroso. Ginebra y París, donde pasó bastante tiempo durante la primera república, acrecentaron su brillantez. También el vino francés tuvo su mérito. Era un interlocutor ameno y ocurrente. Estaba destinado en la sección informativa del ministerio y a los extranjeros les agradaba. No molestaba a nadie. También dominaba magistralmente el juego de cartas. Una noche, en una gran aldea bretona, ganó a las cartas a todos los jugadores autóctonos y bebió más que nadie. Aquello les gustó mucho y todos le llamaban honrado ciudadano extranjero.

Aquel hombre excepcional, templado en países extraños, nos explicó por qué estábamos solos. Por aquellos días había llegado a la república, para ver la exposición, el rey egipcio Fuad, y Necásek lo acompañaba. Incluso había conseguido liberar a Su Majestad de la impertinente policía política. No nos contó cómo lo había logrado, pero el caso es que había traído al rey a Sekt: Fuad estaba sentado en un reservado, rodeado de todas las chicas.

El quehacer monárquico, que en realidad Fuad no tomaba demasiado a pecho y que las más de las veces le ahorraban los ingleses, lo rehuía de la manera más agradable. Prefería sentarse en los locales de diversión de toda Europa, donde su propio pueblo no le podía ver, antes que en el despacho de su palacio real. La fama del indolente monarca corría delante de él como si fuera una alfombra que se desenrollaba rápidamente bajo sus pies.