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Pero volvamos al lápiz del censor. En El abanico de Bozena Némcova tenían que quitar, no sólo unos versos aislados, sino también algunas estrofas. La primera empezaba con el verso: «A quién podía invocar aquella gente…», la segunda: «Pero en la oscuridad sólo tronaba la oscuridad…» hasta el finaclass="underline" «La llamé cuando llegó el miedo.» El poema se pubicó sin estos recortes y Kostka sustituyó el permiso original, en el que los versos tachados se calificaban de indeseables, por otro nuevo, en cuanto Novák diera a copiar todas las páginas marcadas con el lápiz rojo sobre el mismo papel. En presencia de Kostka las puso dentro del manuscrito inicialmente presentado a la revisión. Las páginas antiguas con los versos marcados, claro está, fueron apartadas. Las tiraron a la chimenea.

También «Vestida con la luz», el poema que yo prefería a los demás y que me gusta recordar, aunque este privilegio no se debe a sus cualidades, sino a las circunstancias en que apareció, estaba tan amenazado por el rojo del censor que le faltaba poco para comenzar a sangrar. Lo escribí durante la guerra en la mesa de la cocina, sobre la que mi mujer estaba preparando al mismo tiempo la comida. A los censores les desagradaron los versos sobre los encajes del altar desgarrados, sobre las pesadas botas pisando el suelo del templo de San Vito. La estrofa: «Hoy ya sé para qué vuelve la golondrina…» hasta el verso: «más fuerte que el opio y el hashish» les pareció intolerable, y el censor lo tachó. Inútilmente. Kostka suprimió en todas sus partes aquella opresión de las tachaduras y puso los versos en libertad. Redactó un nuevo permiso, lo firmó con el nombre de Hopp y el libro salió indemne, junto con estos versos, que con tanta claridad se referían a una cita exacta de los versos de Kollar que cualquier colegial conocía:

El preso sabe que los tiempos cambian el tiempo, el preso sabe adonde le lleva su tiempo.

La misma historia se repitió cuando presenté mi último libro del protectorado, El puente de piedra. Numerosos versos ardieron en las llamas del lápiz rojo del censor, pero el libro, cuyo verdadero significado era obvio, salió íntegro.

Debo recordar aquí que aquello ocurría en los días en que nuestros oídos zumbaban aún con los tétricos golpes de los tambores cubiertos de tela negra y en nuestros ojos relucían aún las antorchas alzadas sobre las cabezas de los monstruos de medianoche, mientras un cortejo fúnebre se ponía en marcha y se llevaba al muerto Heydrich a Hrad. ¡Allí lo estaba esperando el vivo Himmler! En los días en que apenas nos habíamos recobrado del horror. Frank amenazó entonces a Praga con ejecutar a cada décima parte de la población masculina, si hasta tal fecha y a tal hora no se había encontrado al autor del atentado. Estaban humeando aún los incendiados Lidice y Lézak y lloraban las madres a las que les habían quitado sus niños. Aquello ocurría en una época horripilante y peligrosa, cuando las cabezas checas rodaban una tras otra y entre ellas una, hermosa y noble: la de Vladislav Vancura.

Me da vergüenza estar hablando sin cesar de mis libros. También La afinación de Halas, El primer testamento de Holán, y varios poemas de Hora estaban llenos de tachaduras de la censura que Vilém Kostka eliminaba con tenacidad. Y los versos únicos, conjurantes: «Tierra pobre, pobre, pero sólo una, y quiero verla una», resonaron gloriosamente en el tiempo oportuno. La grata caricia de la mano de Kostka alcanzó también el libro de Nezval Cinco minutos detrás de la ciudad, el Jan el violinista de Hora, el ¡Arde Hromnice! de Cassius. ¡Cuántos hermosos versos de estos libros habrían caído en aquella época debajo de la mesa! Muchos de los libros no habrían salido, mientras que otros habrían aparecido tan tergiversados y mutilados como para ponerse a llorar. Pero fueron publicados todos y, además en la misma forma en que los leemos hoy en ediciones nuevas.

Y todavía no he hablado de las impresiones ilegales. Eran innumerables y no menos arriesgadas, pues en el peligroso juego tomaban parte demasiados testigos. Si se trataba de un libro que permitía suponer que se iba a agotar, los editores pedían a la imprenta no descomponer los clisés y guardarlos. Al agotarse la primera edición se imprimía, utilizando, de acuerdo con Kostka, el permiso antiguo de 1942-1943-1944, una edición nueva, llamada reimpresión, sin cambiar la tirada. Dado que los nazis sólo autorizaban un reducido número de ejemplares, Kostka organizaba, mediante aquel procedimiento, un verdadero escamoteo que, como regla, tenía que completarse con una imitación de la firma de Hopp.

De este modo, mi Adiós, primavera salió dos veces más, igual que Vestida de luz. El puente de piedra se publicó al final hasta en cinco ediciones.

Cualquiera que haya vivido los años del protectorado, sabrá apreciar el valor de Kostka respecto a los libros de Eisner. Los firmaba Vincy Schwarz, más tarde ejecutado como un alemán traidor.

En la selección Veo una ciudad grande hubo trescientos recortes hechos por la censura. Kostka los dejó en unos cuantos. Con su conocimiento, yo firmé un libro de Eisner para la Cooperativa de trabajo: El amor en las canciones de todo el mundo.

Sin desconcertarse y sin largas reflexiones, autorizó la traducción de Fischer de Fausto. La firmaba Vojtéch Jirát. Bajo la traducción de Hamlet hecha por Saudek puso su nombre Aloys Skoumal.

No obstante, Kostka no se limitaba a ejercitar esos mimetismos y camuflajes literarios. Ayudó activamente al desventurado Orten, que se ocultaba en sus libros detrás de los nombres de K. Jílek y J. Jakub.

Pero, ¡qué incompleta es esta lista! ¡Qué fragmentaria! Ni Novák, ni, menos aún, yo, podíamos saber todo lo que pasaba por sus manos desinteresadas. Los poetas de Borovy no podían ser los únicos. Quizás sólo él mismo lo sabía todo.

Después de la guerra, me unió con Kostka una estrecha amistad. Tuvo algunas dificultades como antiguo funcionario del protectorado; pero los que estaban al corriente pronto consiguieron solucionarlas.

Una vez le pregunté si no había tenido miedo. Sobre todo, después del atentado contra Heydrich.

– Claro que lo tuve -sonrió Kostka-; pero, ¿qué iba a hacer!-' El que dice que nunca ha temido nada, no dice la verdad. Cada hombre en deteiminados minutos ha conocido el miedo. Pero el miedo es, justamente, una especie de preludio. Después de él ha de seguir una acción. Así que lo que cuenta es lo que el hombre haga después de sentir el miedo y a causa del miedo.

Vilém Kostska fue un checo valeroso.

81. Una botella de borgoña

Vítézslav Nezval murió prematuramente. Todavía no era viejo. Pero murió con facilidad. Con la misma facilidad con que escribía sus poesías. Nadie sospechaba que su enfermedad fuera mortal. Pensaban en una simple gripe. Sólo inclinó la cabeza entre los brazos de su mujer, y en ese instante perdió esta tierra a uno de sus grandes poetas.

Me estaba recuperando después de una operación en el hospital de Motol cuando su mujer me contó sus últimos momentos; yo la había llamado por teléfono.

Para mí fue más que suficiente. Mis ojos reconstruyeron rápidamente, sobre el sombrío techo, los años felices extraídos de lo más profundo de mi memoria. Cómo Nezval llegó a Praga, cómo me encontré con él en una velada poética de la Casa Comunal, cómo nos acercamos a Devétsil. Aquéllas eran las horas de una paz beatífica, de ocurrencias descabelladas y de un compañerismo excepcional. El enorme talento de Nezval influyó sobre todos nosotros. Le dio algo a cada uno, a cada uno le contagió algo. ¡Hasta a Teige! ¿Para qué negarlo? Pero hay una cosa en que yo tengo un mérito ante él. Le presenté a mi viejo amigo, al dramaturgo Jan Bartos, el autor del famoso Cuervo. Desde aquel momento, Nezval sucumbió a los misteriosos elementos que le quitaron el sueño.

También Bartos se dedicaba a las ciencias ocultas, pero tenía un estilo superior. También él sabía leer la mano y descifrar los horóscopos. Le dejé a Nezval ver el horóscopo que me había hecho Bartos, y Nezval quedó fascinado. La admirable personalidad de Bartos, original y sutil, le cautivó. Dejando aparte su mente materialista, Nezval aprendió lo más fácil de la lectura de la mano. Sobre todo, le fue útil para tratar a las chicas que le interesaban. Pero también tuvo paciencia para estudiar los complicados cálculos de los horóscopos. Había vaticinado que moriría en las pascuas de la Semana Santa. Y no se equivocó.

En aquellos años de mi juventud yo estaba trabajando en la Editorial comunista. Mi cargo de redacción y de propaganda consistía en ayudar donde fuese necesario. Así, sobre mi mesa aterrizaba a diario todo el correo.

Un día llegó a mis manos una tarjeta postal que un aficionado de provincia dirigía a nuestro departamento de ventas. Pedía para su agrupación dos libros de teatro y escribía:

Envíenme un libro de comedias, algo alegre y divertido. Para otro espectáculo, además, un libro bien triste, algo triste.