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»Ya he hablado de mi buena suerte, que quiso que yo pudiera seguir su obra y su vida de cerca a lo largo de tantos años. Desde el principio mismo. También quiero referirme al honor que se me ha concedido hoy, de felicitarle y de estrechar su mano como amigo.»

Durante una de sus exposiciones, cuando yo ya me iba, Zrzavy me dirigió una mirada expresiva y me preguntó si me había enseñado ya el taller de alquimia que había en el patio. Pegada al muro de Hrad hay una pequeña edificación de puertas oscuras, detrás de las cuales, al menos según Zrzavy, se encontraba otrora un laboratorio de alquimista. Pronunció estas palabras con una expresión de misterio.

Silencio, noche, sueños, estrellas, todas las cosas indescifrables y ocultas, tremendas y bellas atrajeron a Zrzavy a lo largo de su vida. Así que, en su vejez, se abrió un camino invisible desde la escalinata del castillo hasta los Capuchinos de la plaza de Loretán. La pequeña iglesia de aquella orden, de aspecto arquitectónico casi idéntico en todo el mundo, le invitaba, con su propia pobreza, a rezar. Zrzavy es creyente, pero la doctrina eclesiástica le provoca inevitables objeciones. No cree en la vida después de la muerte.

La pequeña plaza, que hay ante la iglesia, con su cruz de hierro y los instrumentos de la pasión de Jesús, fue el tema de muchos cuadros de Zrzavy. La representó varias veces y de varios modos.

Cuando los ingleses descubrieron en 1922 la tumba de Tutankhamen, el hallazgo apasionó a Zrzavy durante mucho tiempo. Teige le sorprendió un día en Slávie cuando examinaba atentamente las imágenes de los objetos encontrados en el sepulcro, que había publicado Graphika. Despertaba en él una especial curiosidad el respaldo del trono, con su relieve repujado en oro. Es una magnífica obra de arte.

– Señor Zrzavy: ¿sabe que en el sepulcro encontraron una lamparilla de barro que todavía estaba ardiendo?

– Eso es imposible.

– Pues sí -le dice Teige-. ¡Era una llama eterna!

El pintor se quedó atónito, miró a Teige con expectación y hasta al cabo de unos instantes no se echó a reír.

Un extraño sueño había determinado su camino en la vida. Zrzavy recuerda que su padre, cuando se discutía su futuro, le aconsejaba ingresar en la escuela mercantil. Pero en el último momento, Zrzavy tuvo su sueño. Soñó que le habían traído una caja. Estaba llena de maravillosas pinturas y se la enviaba Leonardo da Vinci. Aquel sueño determinó su vida.

Jan Zrzavy ya está viejo, pero sigue trabajando todavía. Hasta que un día deje a un lado sus pinceles y su paleta y diga: «Ya está bien, ya basta» -Dios mío, qué triste es ese minuto lejano-, y el timbre de su puerta resuene fuertemente. El visitante cumplirá la indicación que el pintor ha fijado al lado del timbre, pidiendo llamar y golpear fuerte, pues oye mal.

Y entrará un ángel. Grave y digno.

Conozco bien a este ángel. Zrzavy lo dibujó hace muchos años. Posee una gracia femenina y sobre su hermoso rostro caen dos trenzas ondeantes. Cuando yo publiqué uno de mis libros, el pintor me lo puso en la portada.

Una vez en el estudio, el ángel recogerá la paleta con las pinturas aún húmedas y volverá de nuevo a la galería. Allí se inclinará sobre la barandilla, manteniendo la paleta con las yemas de los dedos de ambas manos; se elevará sobre los tejados de las casas, sobre las torres de Hrad, y desaparecerá en la lejanía. Y allí, en alguna parte, entre las estrellas -¿como vamos a saber dónde están los cielos?-, la depositará a los pies de Leonardo da Vinci.

84. El don de la poesía

En el momento mismo en que salgáis del edificio de la estación de Hofice, un vientecillo fresco y perfumado acariciará vuestro rostro. Es la brisa de los cercanos Krkonos. Respiraréis ávidamente el aroma de los bosques y de las aguas de los Krkonos. Los lugareños ya no hacen caso de ese aroma, se han acostumbrado a olerlo, pero nosotros, que llegamos dejando atrás las nubes de humo, de hollín y de polvo de Praga, nos encontramos de pronto en un mundo completamente diferente y mucho más hermoso.

¡Viva Hofice el de la ladera de los Krkonos, la ciudad de piedras y de escultores!

Desde Jicín, que yo conozco tan bien, Hofice no queda muy lejos, pero el paisaje de Hoficko es muy distinto, aunque también atrayente y hechicero. Está rodeado de montañas, es hermoso, hay muchos bosques. Y varias canteras, en las que se sigue trabajando, definen el carácter del terruño. Igual que nosotros escogemos entre el pan blanco y el negro, el blando o el más duro, allí se cortan para los escultores bloques de arenisca. Son unas canteras antiquísimas. Los escultores góticos ya modelaban con sus piedras sus hermosas y tiernas Vírgenes checas y Matyás Braun elegía entre ellas los trozos apropiados de las «Virtudes» y los «Pecados» para Kuks de Sporek.

Cuando el escultor Josef Wagner se ponía delante de uno de estos bloques de arenisca, decía que en aquella piedra oía una voz de muchacha. Yo, por desgracia, no oía nada, pero una vez que me senté al borde de una cantera creí ver en seguida, junto a una frondosa mata de tomillo, los senos de las muchachas ocultas en las piedras. Escuchar las voces en una materia muerta sólo les es dado a los escultores.

Desde la estación de Hofice hasta la casa del escultor Wagner hay poca distancia. Unos minutos andando. Esta vez, Wagner ya no saldrá a recibirme. Está muerto y fue enterrado entre sus familiares, sobre la colina, al lado de San Gothard.

Junto a su escultura de Las nubes voladoras, en la escalera de la casa, aparece su mujer, Marie. Es escultora también. Y de ningún modo una escultora cualquiera, aun cuando constantemente trata de ocultarse en la sombra de su esposo. Es modesta. Es algo más que modesta. Diminuta y grácil, saluda al invitado, que no consigue imaginarse a aquella mujer blandir el cincel y el martillo y golpear con ellos la dura piedra.

Me parece oportuno decirle en ese momento un piropo, enteramente inocente y simpático.

– ¡Ojalá fuera cierto! ¡Tenía que verme en Mainz, cuando jugaba a los bolos fumando Virginias!

No, es imposible. ¡Pero sí! Recordé cómo Wagner contaba que en los trabajos pesados le ayudaban su mujer y su hermano.

Por lo demás, Marie no sólo sabe manejar el cincel y el diente de perro. Tiene fama de haber sido la alumna predilecta de Pomian y también domina los utensilios que hoy desprecian muchas mujeres: la sartén y la parrilla de acero. Es una anfítriona infatigable.

Y sabe hacer unos rollos de Hofice únicos.

Una obra suya, tres muchachas de finas cinturas en la fachada de la Academia de Bellas Artes de Brno, me quita el sueño. Me escapo a verlas y no sólo a causa de su gracia juvenil. Son un testimonio de lo que puede lograr una mano de mujer, si esa mano pertenece a una escultora de verdad.

Entro y paso por las estancias en que Wagner vivía y por los sitios donde trabajaba. Me parece que sobre todos los objetos de esta casa sigue reposando, como una quieta luz, su mirada. Era una persona buena, cariñosa, el afecto hecho carne. Su rostro abierto y sincero despertaba confianza. Era un hombre incapaz de ofender. Ni siquiera en pensamientos. Sin él, todo está vacío y triste. Pero su mujer conserva celosamente todos sus recuerdos.

Por eso se le parece como una gota de agua puede parecerse a otra, como suelen parecerse los modales y hasta los rostros de un matrimonio tras largos años de convivencia, así que todo está seguro. ¡Y, por añadidura, tiene esta femineidad!

Estoy desmenuzando en la boca el tercer rollo crujiente de Hofice y escucho con curiosidad que todo en esta casa está todavía por hacer. Tiene dos hijos. Uno es pintor; el otro escultor; pero entienden de todo. En el huerto de la casa quieren construir un pabellón lleno de luz donde colocarán las esculturas de su padre y los principales moldes de aquellas obras cuyos originales hace tiempo se habían esparcido por las galenas de las ciudades checas y moravas. Marie habla de la obra de su marido con admiración y amor.

– Usted no conoce todavía el Belén, donde vivíamos y donde Wagner trabajaba. Tampoco ha visto aún las magníficas y sorprendentes esculturas de Braun en los lugares donde vivíamos. Iremos allá esta misma tarde. Aquello es hermoso. Pasaremos por Miletín de Erben. ¡Seguramente conoce los misales de Miletín!

¿Los misales de Miletín? ¡Cómo no! Se los compraba a mis hijos en la feria de Jicín. Son dos pequeños melindres unidos con un relleno de avellanas. Sobre la superficie de uno de ellos hay unas almendras que forman una crucecita. Era una golosina de niños muy popular en aquella tierra; y muy buena, como precisó el hijo menor de Wagner, Jan, el escultor.

¡El Belén de Sporek! Es una maravillosa tarde de primavera. Cuánta armonía acertada recopiló la naturaleza y, a la vez que ella, los hombres, en este rincón del bosque. Nos sentamos en la piedra sobre la que, según dicen, se sentaba el conde para mirar el relieve de La adoración de los Reyes Alagas. Es un altorrelieve cincelado sobre una roca apaisada cuya superficie cubre el musgo. En la piedra que está enfrente, Braun modeló un asiento bajo, para que el conde pudiera sentarse con comodidad. Desde un manantial cercano Marie ha traído un agua increíblemente fresca y ha cortado un trozo del pan hecho por ella misma. Las dos cosas representarían un manjar exquisito para cualquier gastrónomo exigente. Allí mismo, entre el Belén, el derruido Pozo de Jacob y el Beato Onofrio, al que Braun esculpió en un peñasco apropiado que sobresalía de la tierra y que tanto había encantado a Erben, Wagner se construyó una cabaña bonita y cómoda. La quietud del bosque y los golpes del cincel de Wagner llenaron de armonía aquel rincón feliz e idílico. Aquí mismo, bajo las ramas entrelazadas de los viejos abetos, entre los cantos de los pájaros iba emergiendo desde la profundidad de la piedra el rostro de La Poesía de Wagner, con su cabeza ligeramente inclinada. El escultor modeló la estatua obedeciendo a un ímpetu creativo y no sin arrebatadora vehemencia. Cuando la vio terminada, su punzón trazó sobre la piedra una dedicatoria muy propia de Wagner. ¡La dedicaba a todos los poetas malditos!

Callemos por unos minutos. Marie está recordando.

Ella y Wagner vivieron en aquel rincón del bosque sólo durante unos años, antes de la guerra. Fueron unos años felices. En verano, a primeras horas de la mañana, cuando en lontananza las liebres mordisqueaban los suculentos tréboles y desde los árboles caía un rocío semejante a una tibia lluvia perfumada, se ponían las botas altas y se iban a coger setas. Al volver, marchaban juntos a una aldea cercana, a hacer la compra. Regresaban con una hogaza de pan de cinco kilos, una leche espesa y una bola de mantequilla envuelta en hojas de repollo. El sol calentaba ya cuando Josef se ponía a trabajar. Había que ver con cuánta alegría se escupía en las manos y con cuánto regocijo daba los primeros golpes en la piedra que él mismo había picado en una cantera cercana. Sí, aquélla iba a ser La Poesía , una escultura sorprendentemente hermosa que tiene las sienes ceñidas con una corona de laurel. En la estatua lo monumental se alia a una pasión que tarda en ser correspondida. Estaba allí, tendida sobre el musgo, bajo el sol del mediodía y llena aún de polvo. Josef, feliz y contento con su obra, todo él sucio todavía, comenzaba a acariciar y a limpiar la estatua.