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El aire se llena de una lánguida angustia.

En septiembre de 1936 estuve, junto con Hora y Halas, en Litoméfice. Habíamos ido para asistir a la inauguración del monumento a Macha. Pasamos a ver a los Sustrmandel y permanecimos unos instantes pensativos frente a la tumba de Macha. Al regresar del cementerio encontramos al profesor Albert Prazák. Nos dirigimos a Zernoseky, donde queríamos tomar un vaso de vino del país. Él fue con nosotros.

En Zernoseky no tardamos en dar con una pequeña taberna. Pero no entramos. Junto a la taberna había una simpática glorieta oculta casi por completo entre las vides. Los racimos que no habían madurado aún -los viñadores les llaman agraz- colgaban de sus paredes y entre los racimos y las hojas se veía la campiña, ancha y despejada, que llegaba hasta Praga. Aunque, claro está, la vista no alcanzaba tan lejos. Estábamos bien allí, aun cuando la atmósfera de aquella tierra se notaba ya cargada de la rabia de Hitler. La taberna era alemana.

Al mirar los racimos resultaba difícil no hojear en el alma el Antiguo Testamento y no evocar los famosos versículos amorosos del Cantar de Salomón. Yo tenía treinta y cinco años, estaba enamorado y adonde quiera que dirigiese la mirada, en todas partes mis ojos topaban con los racimos apetitosos y dulces.

¡Dios, cuánta belleza había allí! ¡Y la sigue habiendo todavía!

Contemplábamos el hermoso paisaje que se abría en lontananza y charlábamos de Macha y de sus estrambóticos viajes de Litoméfice a Praga. Al anochecer, cuando Macha terminaba su trabajo en la oficina, dejaba la pluma, cogía sus cosas y se marchaba a Praga andando. Aunque ya era de noche al llegar a Praga, iba a ver a Lora y, como era terriblemente celoso, en lugar de besar y abrazar a su amante, le dirigía aquellas palabras violentas. Lástima que no pueda aquí repetir lo que en aquella ocasión dijo Hora. No, ¡no puedo! Luego el poeta se levantaba y, enfurecido, emprendía su viaje de vuelta. Por la mañana estaba de nuevo trabajando en la notaría.

El anciano caballero sonreía. Una visión nueva y verídica de los historiadores de la literatura sobre el poeta del Mayo, formulada por Hora, le resultaba algo drástica y chocante, aun cuando de veras sabía mucho de su vida. Pero no le agradaba.

¡Vaya por Dios! ¡Digo anciano caballero, cuando sólo tenía entonces cincuenta y seis años! Yo ya tengo ahora veinte más de los que tenía entonces, pero cuando alguien se refiere a mí como a un anciano caballero, no es que me enfade, pues tan tonto no soy, pero lo cierto es que no me siento aún lo suficientemente viejo como para que me llamen de este modo. ¿Qué es eso de anciano? ¿A qué viene tanto honor?

Volvimos a Praga solos en un pequeño compartimento del vagón. Como hacía unos minutos escasos que estábamos pisando el polvo de los últimos caminos del poeta, durante nuestro regreso a casa no abandonamos el mundo de la poesía. El profesor Prazák empezó a hablar de Vrchlicky, al que había conocido bien. Hablaba de corazón, con todo su afecto. La sonrisa que a veces suavizaba sus palabras, sólo se la dirigía a sí mismo. Amaba a Vrchlicky abnegadamente y le tenía respeto. Estuvo hablando durante todo el viaje. Cuando se callaba, le pedíamos que continuase. Hablaba con pasión, y nos contó muchas cosas de las que sabíamos poco y tan sólo sospechábamos. Y él sabía mucho de lo que ignorábamos.

Contó la visita de Vrchlicky a su natal Chroustovice, donde su padre se encontró con el poeta en el jardín que cuidaba. Luego, su propio primer encuentro en Hradec Krá-love. Vio allí al poeta por primera vez, cuando Vrchlicky recitaba sus poemas en una velada. Y, finalmente, cómo le habló por primera vez, cuando de estudiante asistía a sus conferencias. Relató cómo Vrchlicky le pidió que escribiese el texto de Los tres mosqueteros, que él iría dictando mientras traducía. Fue así como conoció a su familia y fue testigo de sus alegrías y pesares. Era amigo de todos ellos, especialmente de la señora Vrchlická, y pudo observar con tristeza la penosa desunión de su familia. Habló efusivamente de aquellos dolorosos acontecimientos. Pese a todo su amor y su inconmensurable respeto por el poeta, criticaba a la señora Vrchlická, contra la cual se volvió con cierta frecuencia la opinión de los amigos y de la sociedad, cuando los lamentables episodios llegaron a ser del dominio público.

Jakub Seifert, un lejano familiar mío, según afirmaba Prazák, fue el culpable de aquella desunión. Una vez, cuando este actor, especialmente querido por el público de Praga, se vanagloriaba en el camerino del teatro de su triunfo amoroso, Eduard Vojan se le enfrentó, indignado y severo.

Luego, lo recuerdo vivamente, Prazák nos describió con una delicadeza excepcional el episodio amoroso entre Vrchlicky y la señora Bezdíckova. Esta atractiva dama que recordaba ciertamente a la protagonista de Bel ami de Maupassant, rechazó invariablemente el afecto de Vrchlicky. Obedecía a su confesor exactamente igual que lo hacía la parisiense señora Walter. Desde luego, el proceder del señor Duroy fue mucho más violento del que pudo y llegó a seguir Vrchlicky. Al final, la señora Vrchlická tomó cartas en el asunto. Con discreción y, al parecer, con una verdadera sutileza, emprendió la delicada tarea de situar a la señora Bezdíckova en favor del amor. Por lo demás, Las flores de Perdita, el libro de poemas dedicado a Bezdíckova, habla de aquello con suficiente claridad.

Prazák supo encontrar palabras apropiadas y, al mismo tiempo, expresivas y suaves, para contar todas aquellas aventuras. ¡Escucharle era un placer! En su relato no había ni sombra de lo que se hubiera podido esperar.

Cuando el tren se acercó a Praga y nos levantamos de nuestros asientos, hablé a Prazák de escribir aquellos recuerdos. No había duda de que Druzstevnípráce los publicaría con mucho gusto.

Prazák me lo prometió y no me lo prometió. Pero su insegura promesa me dio derecho a recordárselo una y otra vez. Ningún otro sería más indicado. Sería una verdadera pena si no era él quien lo escribía. De los que sabían algo de aquello, ya quedaban muy pocos. Pero él se disculpaba diciendo que no se atrevía a escribir sobre un tema tan íntimo y que tenía que pensarlo.

Durante los meses angustiosos, si no desesperantes, de la guerra, comenzó a escribir y terminó el libro. Como Karel Capek, que en los días de la primera guerra buscaba refugio en las traducciones de los poetas franceses, Prazák se volvió hacia el pasado, hacia aquel checo excepcional al que tanto había querido.

Al lado de Vrchlicky es un libro hermoso. Uno de los libros más cautivadores de Prazák y uno de los mejores que se han escrito sobre Vrchlicky.

Fue publicado por Druzstevnt práce en diciembre de 1945 y obtuvo un considerable éxito entre los lectores. Con entera modestia, me atribuyo un cierto mérito en la aparición de aquel libro.

¿Y si volviese una vez más a aquellos breves minutos pasados en la taberna de Zernoseky?

Una jovencita nada repugnante, con un mandil rojo y verde, no sólo nos sirvió el famoso lucio al aceite de anchoas, sino también un vino blanco excelente, o será mejor decir simplemente que exquisito.

El profesor Prazák se lo agradeció con una galante reverencia. La chica se sonrojó intensamente y se puso aún más guapa. ¡Ojalá no se convirtiera después en una nazi!

Mi amigo Frantisek Cebis decía del vino de Zernoseky que tenía el bouquet más delicioso de todos los vinos de nuestra tierra.

¡Y Cebis entendía de eso!

87. LA DANZA MACABRA DE SMICHOV

Los hombres saben manejar muchas cosas; bueno, digamos que todas. Dominan mecanismos complicados y se inclinan sobre un equipo cibernético con menos perplejidad que una mecanógrafa sobre su máquina de escribir. Pero cuando se acercan a una mujer, suele suceder que no entienden nada. Ya lo sé, me vais a decir que una mujer no es una máquina. Desde luego que no, pero ¡aun así! Hay hombres que calculan con esplendor las desviaciones que se producen en los trayectos de las estrellas invisibles e imperceptibles, pero no alcanzan a entender a las mujeres que se cruzan en sus propias rutas orbitales a diario. Aquello que es tan propio y singular en los actos y gestos de las mujeres, sencillamente se les escapa.

¡Lo mismo les ocurre a los escritores! Sobre las páginas de sus libros hablan convincentemente del alma de la mujer y saben interpretar su psicología; pero sus propios matrimonios fracasan penosamente por su culpa. Y se trata de escritores famosos y respetables. Los que pasean por los jardines de la filosofía, pueden pasarlo peor que nadie.

Como si el atractivo misterio de la mujer fuese realmente un misterio. ¿Acaso lo es de verdad?

Quiero contar la muerte de Karel Teige y, del modo menos apropiado, empiezo casi por el final. Hace falta que lo cuente todo desde el principio mismo. El propio difunto así lo desearía.

Cuando Teige y yo decidimos ver por primera vez París, él me persuadió para que me encargase un buen traje nuevo para el viaje. Para que representásemos bien a esta tierra, aunque nadie nos lo había pedido; pero también, para que representásemos hasta cierto punto a nuestro arte moderno, y eso lo deseábamos nosotros mismos. Para andar por Praga, nos vestíamos de cualquier manera.

Teige conocía a un sastre de la Avenida Nacional, al señor Turek, que tenía su taller encima del antiguo café Unionka. No era un sastre cualquiera ni, mucho menos, barato. Yo tenía poco dinero y vacilé algo antes de que al final le dejara llevarme allí. El señor Turek nos escogió una tela inglesa gris que él llamaba «sal y pimienta» y en seguida tuvo los trajes hechos. Catorce días más tarde ya paseábamos con ellos puestos y con unos sombreros «cariñosamente ladeados» como decía Milena Jesenská, una comentarista de modas de entonces, por los bulevares.

La Torre Eiffel, que antes habíamos invocado con tanta devoción, nos contemplaba indiferente.

París es hermoso, incluso cuando llueve. Sin hablar ya de cuando hace buen tiempo. Era un perfumado día estival y teníamos una cita con el pintor Sima. Estábamos buscando el 14 rué Ségnier, cuando, delante de nosotros, bajó de un coche una bella joven. ¡Y, por supuesto, elegante! Parecía haber salido de una novela de Colette. El velo no ocultaba sus ojos y en su muñeca tintineaba una reluciente pulsera de oro. Revoloteó junto a nosotros envuelta en nubes de perfume y nosotros, hechizados, nos detuvimos y nos miramos.