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– Siento no tener tiempo -dijo de repente Teige-. ¡Ya me ocuparía de ella!

Me quedé bastante sorprendido, pero Teige lo había dicho con tanta firmeza que me callé. Por lo demás, no hablábamos nunca de esas cosas.

Ahora, cincuenta años más tarde, reconozco que mi extrañeza fue gratuita. ¡Teige tenía razón! Un hombre es un hombre, y siempre ha de apuntar por encima de sus posibilidades. Además, sólo así es como surgen los amores desgraciados, maravillosos y apasionantes, esos que los lectores leen con tanto gusto.

¡Adiós, París! ¡Ya no volverás nunca a ser tan bello!

Cuando regresamos a Praga, teníamos veinticinco años y las ojos llenos de inspiración. ¡Y de deseos! Es una lástima que entonces casi no nos diéramos cuenta de la presencia de nuestra felicidad. Qué pena que uno se entere de ello sólo cuando ya ha pasado.

Devetsil había crecido y seguían llegando nuevos miembros. Por eso fue mayor nuestra extrañeza cuando Teige comenzó a faltar a las reuniones del Slávie. Sólo acudía de tarde en tarde y nunca sabíamos dónde encontrarlo. Ya no nos llamaba por la noche a los bares donde los saxofones nos invitaban al baile con tanta persuasión y las danzantes nos tendían sus brazos.

Toyen -a la que llamábamos todavía Manka- le dijo a Teige directamente:

– Te ha dado fuerte, ¿eh?

Y Teige, bastante atónito, asintió. Desde joven, Teige había predicado el derecho al amor libre. El matrimonio era un prejuicio burgués.

Por aquellas fechas vimos cierto día en la calle a Nezval, que llevaba una tabla de planchar a su casa. Al parecer, no le habían dejado subir al tranvía. La sostenía como una guitarra y tenía un aspecto bastante cómico. Toyen se echó a reír y Teige se puso exageradamente irónico. Nezval, todo rojo, estaba desesperado.

Luego la vida se fue arrastrando y corriendo, tronando y enmudeciendo. Cada día nos moríamos un poco, como aconsejaba Tristan Tzara, pero nadie pensaba en el tiempo. Publicábamos un libro tras otro y ya teníamos los bolsillos llenos de versos. Queríamos «aterrar a los burgueses»; pero, por lo que parecía, los aterrábamos muy apaciblemente. No nos tenían miedo alguno.

En 1929 puse mi firma bajo un manifiesto de siete escritores. Yo era el más joven de los siete. Mi amigo Teige, Nezval, Halas, Pisa y otros autores publicaron un antimanifiesto y yo, por iniciativa de Julius Fucík, fui excluido de Devetsil.

Pero no me dolió mucho. Devetsil iba terminando poco a poco su misión creativa en la vida cultural checa y el final de su historia, hermosa y rica, estaba ya próximo.

Sus miembros empezaban a prescindir de la joven agrupación que les había ayudado en su trabajo. Varios de los objetivos de la generación de vanguardia estaban superados y todos nosotros estábamos ya lo suficientemente preparados para decidirnos a elegir cada cual el propio camino sin sentirse atado por las reglas de juego compartidas que habíamos inventado para Devétsil y que Teige observaba escrupulosamente.

Luego, directa o indirectamente, nuestras damas empezaron a atentar contra la regularidad de las reuniones y, cuanto más pasaba el tiempo, más sillas quedaban vacías alrededor de la mesa.

Pero eso lo sabéis muy bien. Las mujeres, si se lo proponen, consiguen desordenar imperios enteros. Y mucho más fácilmente, una agrupación artística. Pero no fueron las mujeres las que desmoronaron la hermosa amistad de una asociación joven. ¡No fueron las mujeres!

Nezval cuenta en sus memorias cómo cada tarde, al despedirme de mi novia, me apresuraba a llegar al lugar en donde pensaba encontrar a mis amigos. Sí, tenía razón; era así. Pero al que yo buscaba en especial era a Teige, al que siempre tenía que contarle algo. Era un consejero y un amigo incansable y eficiente.

Lo que más me afectó de la separación fue mi amistad truncada con Teige. Nos encontrábamos cada vez más raramente, aunque al principio los dos nos habíamos propuesto evitarlo. Pero más tarde, cuando Nezval y Teige trajeron de París el surrealismo, empecé a verlos menos. Ellos habían entablado nuevas amistades con los artistas franceses, y Nezval, con toda su violenta robustez, se arrojó en la corriente de la nueva tendencia. Luego Teige, además del surrealismo, concentró su interés en la arquitectura moderna.

Así que empecé a faltar a las reuniones de Slávie. Asistía con mayor frecuencia a Réva, en la calle Vorsilska, adonde iba principalmente en busca de Hora y de Halas. También iban allí Mathesius y, a veces, Holán. Y muy de tarde en tarde, Josef Palivec. Y con el tiempo, Devétsil se convirtió para mí en un recuerdo querido, pero algo amargo y alejado en el pasado.

Vivo bastante cerca del hospital de Motol. Cada año, antes de la llegada del invierno, sobre el hospital se reúnen los cuervos y sus gritos disonantes perturban el silencio. Y aquí, en este lugar de mi libro, en el minuto en que su canto me llega como una recordación del tiempo que ya se me va escapando, quisiera dar las gracias a mi amigo muerto. ¡Mientras me quede aún algo de tiempo! ¡Antes de que sea tarde!

No fue poco lo que me dio, además de su hermosa amistad. Fue más de lo que yo, con mi joven osadía, admitía antes.

Poco a poco, él iba abriéndome el mundo del arte moderno, que yo desconocía y que, dado mi escaso dominio de los idiomas, no podía conocer. Me gustaba la poesía, pero Teige me enseñó a amar igualmente el arte plástico. Me enseñó a mirar las pinturas y esculturas modernas. Me enseñó a tratar el mundo del arte con el necesario cuidado. No es arte todo lo que se llama así, todo lo que se nos ofrece como tal y lo que un día nos fue impuesto.

Recuerdo cómo Teige, muy joven todavía entonces, iba con su amigo Vladimír Stulc, que escribía sobre música y que más tarde fue miembro de Devetsil, iba a los ensayos del Cuarteto Checo. Se trataba de una relación familiar, ya no recuerdo cuál. Teige amaba la música, pero estaba lejos de entenderla como un especialista. Después de uno de los ensayos expresó un reparo característico, diciendo que el primer violinista X. Hoffmann no tocaba su instrumento con la misma belleza con que pintaba Svabinsky. Cuando alguien en el periódico expuso un llamamiento gratuito para que se encontrase una palabra checa que sustituyera a la alemana kitsch (cursilería), Teige, sin dejarse desconcertar y con cierta brusquedad, propuso: R.U.R. Nosotros conocíamos bien a los hermanos Capek y sus Simas radiantes o El jardín de Krakonosy nos gustaba La pasión de Dios. También el nombre de Devetsil se lo debíamos a los Capek.

Tan sólo hubo una cosa en la que los esfuerzos de Teige fracasaron conmigo. Durante mucho tiempo, pero en balde, trató de convencerme para que aprendiese a bailar bailes modernos. Al final me propuso enseñármelos él mismo. Nezval tocaría el piano para acompañar las clases de baile.

Teige bailaba con placer, con un verdadero apasionamiento. En la biblioteca tenía clavada con una chincheta la portada de un viejo número de L'lllustration que llevaba un espléndido dibujo de Gavarni: representaba a una joven que, al volver de un baile, se había dormido, sin quitarse su traje de noche, apoyada en la mesa. Bajo el dibujo se leían las palabras de Cristo parafraseadas: «Mucho le será perdonado, pues mucho ha bailado.»

En los años treinta ya sólo veía a Teige raras veces y de forma más bien casual. Pero durante la guerra, cuando Druzstevní práce se propuso, en la medida de sus posibilidades, hacer más llevadera la vida de los escritores que no podían o no se atrevían a publicar, me encontraba con Teige con mayor frecuencia. Junto con Pavei Eisner, Teige fue uno de los que se guarecieron bajo su acogedor techo. Existía una especie de acuerdo que le permitía a Teige cobrar anticipos. Pero yo no estaba al corriente de aquel asunto.

Después de la guerra veía a Teige más a menudo. Iba a la librería de Otto Girgal. En la pequeña y angosta estancia de Ángel en Smíchov se reunía a veces mucha gente. Antes se podía ver allí a Josef Hora, que se detenía un momento cuando iba a casa de Kosifek. También acudía St. K. Neumann. Girgal le compraba a Teige, pagando con verdadera generosidad, libros antiguos y raros, pues al terminar la guerra las cosas seguían sin marcharle bien a Teige.

Con el entusiasmo de antes, que yo conocía tan bien por la primera época de Devétsil, Teige me hablaba de un grupo más reducido de amigos, pintores y poetas surrealistas, con el que se reunía. Entre ellos estaban Mikulás Medek y Vratislav Effenberger. Por aquel entonces estaba trabajando en un libro sobre la «fenomenología del arte moderno» que había venido proyectando desde la época de la guerra y que estaban esperando en Druzsttvníprdce.

Ya se quejaba entonces de una dolencia del estómago. Estaba tratando la enfermedad, pero los dolores no cesaban. No era ni el estómago, ni un cáncer. Era el corazón. Algo en lo que él no había pensado.

Teige murió el 1 de octubre de 1951. Era un melancólico día de otoño. El electrocardiograma había mentido. El médico que se lo tomó poco antes de que Teige muriese, no pudo, basándose en los datos del aparato, decir otra cosa que su corazón estaba funcionando con entera normalidad. No funcionaba así. Hacía mucho tiempo que había dejado de funcionar con normalidad. El corazón de Teige estaba tan desgastado que el médico que realizó la autopsia se negaba a creer que hubiera vivido con aquel corazón.

Era consecuencia de un trabajo intenso que, literalmente, apenas le dejaba dormir. Trabajaba las noches enteras. Pasadas las diez de la noche, se sentaba a la mesa de su casa y trabajaba hasta que despuntaba el día. El tiempo le apremiaba. Tenía miedo a no terminar el libro. Por aquellas fechas le acosaban sistemáticamente unas críticas desfavorables e injustas de la prensa de Praga. Puesto que estaba completamente indefenso, después de su muerte comenzaron a circular varios rumores suscitados por el silencio que súbitamente rodeó su final, su nombre y, como es obvio, sus libros.

André Bretón, en su monografía dedicada a la pintora Toyen, menciona como verídico uno de aquellos rumores, según el cual Karel Teige se envenenó en el momento en que fue detenido, y que su mujer se mató poco después arrojándose por la ventana. Es preciso aclarar que Teige no fue ni detenido ni interrogado.