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Los acontecimientos, no menos dramáticos, sucedieron de otro modo.

Hay mujeres -y suelen ser mujeres bastante jóvenes, aunque a veces no lo son tanto- que, cuando les ocurre la desgracia de que muera su marido, regresan del entierro llorando. Siguen llorando durante varios días. Luego se enjugan las lágrimas, se empolvan la nariz y echan una mirada de curiosidad en torno suyo. No, no se lo reprocho. Son cosas de la vida. Estoy de parte de las mujeres.

El estupendo poeta francés Alfred de Vigny, cuyo matrimonio se estaba tambaleando, dijo que las mujeres son las destructoras del ardor. ¡No todas! A nuestro Petr Bezruc le gustaba citar este aforismo sobre las mujeres: la madre es la única mujer que ama al hombre desinteresadamente; y precisaba que lo decían los franceses, ¿y quién mejor que ellos para entender de mujeres? No obstante, esto no siempre es cierto.

No dejaré que nadie destruya el mito de la mujer con que los hombres venimos coronando su belleza desde siempre. Ni la vejez, ni la enfermedad, ni siquiera la desilusión, que es lo peor, privarán a mis ancianos ojos de esta hermosa visión de la mujer. Soy un feminista empedernido. Y defiendo a las mujeres, aunque hoy ya es innecesario. Se defienden perfectamente ellas solas.

Estas breves líneas sobre mujeres son una obertura. El telón se levanta y en el escenario aparecen el marido y la mujer. Alguien llama y entra otra mujer. No, por amor de Dios, no es el comienzo de una comedia sobre el matrimonio de las que hemos visto docenas en todos los teatros. Todo lo contrario: es el comienzo de un espectáculo único. La tragedia de un hombre y de dos corazones femeninos.

«Como sabe -me escribía el joven amigo de Teige, Vratislav Effenberger-, el romanticismo de Karel Teige le condujo al entusiasmo por el amor libre. Amaba a su mujer sinceramente. Pero en los comienzos de la guerra, cuando conoció a la señorita E., consiguió demostrarse a sí mismo y a las dos mujeres que su relación podía ser feliz y armoniosa.»

Yo conocía la nueva unión de Teige. Y conocía a su mujer desde su juventud. Era una mujer seria, atractiva, excepcional. A su amiga no la había conocido hasta aquel verano, en casa de Girgal. Tampoco era una mujer corriente, sino igualmente atractiva e interesante de verdad. Una vez, al encontrarnos, me invitó, cordial, a su Salamounka de Smíchov. No fue mucho antes de su muerte. Cuánto lamento no haber aceptado entonces su invitación. Después ya fue demasiado tarde.

Nunca tuve dudas respecto a la seriedad de su relación con las dos mujeres. Él no quería, ni podía, ser protagonista de un vulgar triángulo matrimonial. Pero me extraña que aquel hombre, extraordinariamente brillante e inteligente, fuese capaz de suponer que iba a establecer entre las dos mujeres una relación apacible y armoniosa. Cómo podía ignorar que, cuando se trataba de un amor verdadero, algo semejante era imposible entre las dos mujeres. El mismo tal vez podía amar a las dos sinceramente; pero una mujer, si quiere a alguien, no sabe compartir el amor. Aquello pesaba sobre él como una enorme losa y le producía una tensión permanente. Y no añadía fuerzas a su corazón ajado y débil. A lo que parece, estaban sufriendo los tres.

Teige trabajaba cada noche en su casa. No se acostaba hasta el amanecer y dormía hasta el mediodía. Por la tarde, iba a ver a su amiga. Esta vivía cerca de la plaza de Arbes de Smíchov. Allí comía y por la tarde la señorita E. le ayudaba a hacer las fichas para su libro. Así pasaba los días y transcurrieron tres años: desde 1949 a octubre de 1951.

Aquel fatídico día de octubre, como Teige tardaba en llegar, la señorita E. decidió salir a su encuentro. Le estuvo esperando en vano. Se habían cruzado por el camino. Cuando regresaba, vio a Teige en la plaza de Arbes. Se apoyaba en un pilar de hierro fundido y la estaba llamando. Un espasmo de dolor retorcía su rostro. Era ya un rostro marcado por la muerte. A duras penas pudo acompañarlo hasta su piso. El caminar agravó más aún su sufrimiento. Una vez dentro del piso, se sentó; estaba cansado y se sentía mal. Ella se apresuró a llamar al médico. Tardó algún tiempo en dar con él. Cuando volvió, Teige estaba muerto.

Sin reflexionar, decidió que también ella debía morir. Pero antes tenía que comunicar su muerte a la mujer de Teige. Escribió una nota: «Karel ha dejado de existir. Ha muerto esta tarde.» Envió la nota a Salamounka con un taxista.

Su mujer, en cuanto leyó la nota, quemó toda la correspondencia de Teige. Que no era poca. Aunque veía a las dos mujeres cada día, les escribía cartas a las dos casi a diario. Después de cumplir con aquel rito sombrío, se asfixió con el gas.

La señorita E. vivió sólo unos días más. Empleó aquel tiempo para poner en orden los manuscritos que Teige guardaba en su casa y para entregárselos a sus amigos. Después de lo cual, hizo lo mismo que la mujer de Teige: abrió la espita del gas.

Su muerte dio fin a aquel horripilante baile de la muerte del que el público no llegó a enterarse «gracias» a las medidas que fueron tomadas a la muerte de Teige.

¡Al lado de qué hermoso y excepcional hombre y artista habíamos vivido! ¡Cuánta fuerza irradiaba su rica personalidad!

Durante el funeral de Teige, la sala de actos estaba casi vacía. Sólo había allí unos jóvenes, amigos suyos, que yo entonces no conocía aún.

De los amigos y compañeros de nuestra generación -fue la generación de Teige y en absoluto la de Wolker, como se acostumbra a llamarla- no acudió nadie. Sólo el fiel pintor Muzika y yo estuvimos allí, detrás de las sillas vacías.

88. En el andén de Kralupy

Ocurrió ya al final mismo de la maldita guerra. En la segunda mitad de marzo del cuarenta y cinco, una de mis parientes llamó con premura a la puerta de nuestra casa. Era una mujer mayor. Antes había vivido en Kralupy, pero desde que se mudó, sólo viajaba a Kralupy de vez en cuando para ir al cementerio. Vivía en Praga, cerca de nosotros. En el cementerio de Kralupy presenció los instantes del rabioso bombardeo de la ciudad un aciago día de marzo.

Vino a vernos en seguida, al día siguiente, toda aterrada todavía. Las bombas que cayeron sobre la ciudad la sorprendieron en medio del cementerio. El cementerio situado sobre la ciudad, al lado de una vieja refinería de petróleo, Petrolejky, como la llamaban allí y que nunca fue conocida bajo otro nombre.

La anciana señora se echó entre dos tumbas y apretó su rostro contra una de ellas. Presa de un tremendo espanto, empezó a rezar a los muertos que estaban en la tierra, debajo de ella, y a los cuales había conocido tan bien.

El aire estaba ya primaveralmente húmedo y el barro, despertado, empezaba a oler. No sólo lo tenía en el cabello, sino también en la boca: le rechinaba entre los dientes. ¡Qué cerca del barro está el hombre!

Sin orden, pero no por eso con menos pintoresquismo, nos relató el transcurso del bombardeo. Le parecía que las bombas estaban cayendo al lado de ella, sobre el mismo cementerio. Las tumbas se estremecían como si estuvieran vivas. Y junto a ellas, los monumentos. ¡Qué espectáculo más sobrecogedor, un sepulcro vivo que se mueve! No se levantó ni siquiera cuando dieron la señal del final del ataque. Estuvo allí tumbada como muerta, un largo rato. Desde su refugio entre las tumbas no podía ver casi nada de lo que pasaba abajo, en la ciudad. Lo único que veía eran los torbellinos de aire y las nubes de polvo que se levantaban sobre las casas ennegrecidas como siniestras alas negras, mientras los muros se derrumbaban sobre sus cimientos. Después de cada detonación, el resoplido de una onda expansiva arremetía violentamente contra el cementerio, haciendo crepitar las flores de papel sobre las coronas del año pasado. Cuando el silencio se prolongaba ya bastante tiempo, se enderezó poco a poco y con paso inseguro salió del cementerio. Desde el camino que une el cementerio con la ciudad tampoco podía ver qué ocurría en las calles. El camino pasa junto al viejo matadero, al que se baja desde la carretera por unos escalones. Por allí se podía atajar el camino hasta la ciudad, ahorrando unos minutos. Cuando se pasaba junto al matadero en verano, zumbaban allí enjambres metálicos de moscas verdes y negras que aterrizaban sobre los charcos de sangre o sobre las palanganas con menudillos puestos a remojo.

A unos pasos del matadero había una casita rústica que le pertenecía y que se encontraba semioculta en un huerto. Desde mi primera infancia, aquel huerto me atraía desmesuradamente. Hasta su triste final. Pasábamos a su lado y siempre nos deteníamos delante de él, al menos por un minuto, en primavera y en verano. Mirábamos con curiosidad su frondosa vegetación y su desvencijada empalizada, que bajaba al camino envuelta en un verde silencio. Por las rendijas que había entre las tablas se escapaban los densos aromas de la melaza y de la hierbabuena, cuyo perfume ocultaba también el olor a sangre humana que percibíamos cuando aplastábamos entre los dedos una hoja fresca. Al parecer, el huerto se abonaba con desechos podridos del matadero. Todo allí crecía con una rara pujanza, sin orden ni concierto, tupidamente. El huerto, trazado por lo visto otrora en el esmerado estilo de nuestras abuelas, y tatarabuelas, tenía un aspecto más bien inusual. Yo conocía otros que eran mucho más bonitos. Pero en aquél crecían muchas flores que me gustaban Y que me siguen gustando todavía. Eran flores antiguas que han pasado de moda hace tiempo. Aún me gusta el frágil cornejo de primavera. Había varios arbustos de cornejo. Sus corazoncitos rosados, con una llamita blanca, que trepan por la rama pasando de los más diminutos a los más grandes, son tan delicados y tiernos que dan ganas de llorar. Cualquiera que se quede mirándolos con gusto, tiene que pensar en algo agradable. Esta flor de los jardines antiguos me gusta de verdad, y ya me gustaba aun antes de leer el cordial elogio que Capek le dirigió en un artículo suyo. Sería imperdonable por mi parte si olvidase la modesta reseda verde, que nunca falta en el perfume dominical de las chicas de provincia. También los claveles eran hermosos. Sus flores olían apenas, pero parecían ramilletes de lágrimas atadas con un hilo de algodón. A la llegada del verano, el huerto se llenaba con las flores de las maravillosas pastinacas y a su lado exhalaban su olor las oscuras violetas pardas. Su aterciopelado aroma era embriagador. Detrás de ellas, como acechando, estaban unos rosales bajos. Eran muchos y sus capullos resplandecían desde lejos. Más allá había un banquillo cubierto de pálido liquen verde. Pero nadie se sentaba nunca en él.