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– Te vas a meter en líos, ¿lo sabes?

– Sí. ¿Lo hemos dejado claro ya?

– Liz

Ella meneó la cabeza. El deseo seguía sofocándola. Era evidente que él la deseaba, pero no quería admitido. Le acarició la mejilla y caminó hacia la puerta.

Capítulo Cuatro

Dos noches después, a las dos de la madrugada, Liz estaba contando ovejas… y camellos, llamas y vacas. Ninguno de ellos estaba haciendo mella en su insomnio, por lo que reconoció inmediatamente la diferencia entre el frío golpeteo de la lluvia y el de los guijarros en su ventana. El hombre que estaba de pie en el césped parecía mojado, helado e impaciente. El muy chiflado sólo llevaba una chaqueta de cuero y su pelo rubio rojizo brillaba de humedad. Liz meneó la cabeza y se puso unos vaqueros, calcetines y un jersey de cuello alto. Luego bajó las escaleras hasta el oscuro vestíbulo. Clay entró en cuanto ella abrió la puerta. Liz volvió a menear la cabeza, medio dormida.

– No tengo camisa de fuerza. Lo siento.

– Estás totalmente despierta, así que nada de excusas. Necesitas botas, una bufanda, un chaquetón y guantes.

– Está lloviendo; ¿no te lo han dicho? Lluvia de invierno, no lluvia de verano.

– Lo sé.

Él rebuscó en el armario del vestíbulo y le pasó un chaquetón y una bufanda.

– ¿Dónde están tus botas?

– ¿Dónde está tu cabeza? ¿Sabes qué hora es?

– Entre las dos y las tres.

Él le tendió los guantes, uno blanco y otro rojo.

– Ya veo que sabes qué hora es -dijo Liz admirativamente. Un gorro de lana sofocó su siguiente comentario. Él le metió los brazos en el chaquetón. Ella misma se puso las botas y los guantes sin dejar de observar a Clay. Tenía la cara mojada y se movía con su habitual actitud indolente, pero sus ojos tenían la mirada desolada y sombría de un hombre que parte para la guerra.

– ¿Es que quieres compartir la neumonía con alguien? -intentó averiguar.

– Nadie se acatarra por andar bajo la lluvia -le aseguró él.

Una vez fuera, sintió que se le helaban todos los músculos en cuanto bajó los escalones de la entrada. Las gruesas gotas parecían de hielo. No había ni una luz encendida en el vecindario. La calle parecía una pista de patinaje negra y brillante.

– ¿Dónde vamos a ir a estas horas de la noche?

– A dar un paseo.

– ¡Aaah! ¿Quién hubiera dicho que unos cuantos besos en un balancín trastornarían a un hombre grande y fuerte como tú?

Él la cogió del brazo y la forzó a caminar al paso de un entrenamiento olímpico.

– Este paseo no es por mí, sino por ti.

– ¿Sí?

– ¿Nunca has paseado bajo la lluvia?

Ella reflexionó y luego confesó:

– No.

– Bien. Me dijiste que querías hacer cosas que no hubieras hecho nunca. Además, necesitas hacer ejercicio.

¿Porque las mujeres agotadas causan menos problemas a los hombres? Dirigió una mirada divertida a Clay. Permaneció en silencio mientras caminaban una manzana tras otra. Él tenía razón. La lluvia era una molestia, algo que estropeaba el aspecto de una mujer cuando iba o volvía del trabajo. Nunca había pensado que podía disfrutar de la lluvia, aspirarla, olerla, saborearla.

Sacó la lengua para probar unas gotas y Clay soltó una risita. Liz no tenía la menor duda de que, si él tuviera otra mujer esperándole sola a las dos de la mañana, no estaría helándose bajo la lluvia. Clay se estaba relajando. Aflojó el paso y echó la cabeza hacia atrás. En sus ojos apareció un brillo malicioso al verla sonreír. No hablaron. Pasearon hasta que a Liz le dolieron las piernas, hasta que el sueño y la oscura lluvia y el silencio la envolvieron en un sensual manto. La vida era maravillosa. Con Clay sentía algo nuevo, una nueva fuerza creciendo en su interior. Lo que le parecía natural con Clay, nunca lo había sido con otro hombre. Estaba a punto de amanecer cuando regresaron a su casa.

– Ahora dormirás -le dijo él, aunque posiblemente no sabía que le había costado dormir durante las noches pasadas.

– ¿Clay?

Él iba hacia su coche, pero se volvió.

– Gracias -susurró ella. Luego se acercó y le besó en los labios.

Le sintió temblar y le vio cerrar los ojos. Cuando retrocedió, Clay suspiró.

– No.

Ella siguió allí mientras él llegaba al coche. Apoyó ambos brazos en la cubierta del coche y durante un momento, como si estuviera decidiendo algo, y luego dijo:

– Dijiste que querías conocer a mi hijo y sólo faltan unos días para Halloween. ¿A 1as seis y media?

El día de Halloween a las siete en punto, Clay descubrió que tenía el hombro pegado a la puerta del cuarto de baño. Unas noches antes le había parecido una buena idea que Liz conociera a Spencer. El paseo bajo la lluvia había tenido la finalidad de distraer a Liz de su reciente divorcio. Clay no había dejado de preocuparse por ella desde la noche del balancín. Liz era una mujer peligrosamente vulnerable. Necesitaba consuelo, alguien que la abrazara y escuchara, y lo que le estaba volviendo loco era saber que cualquier otro hombre podría haber estado en el balancín con ella. Otro hombre que podría aprovecharse de su belleza, de su naturaleza generosa, del mágico embrujo de su sensualidad. Era evidente que Liz debía mantenerse alejada de los balancines. Un paseo bajo la lluvia le había parecido una estupenda opción. Nadie siente deseo cuando se está poniendo como una sopa. Con excepción de Clay. Un deseo obsesivo. Cuando ella había posado su boca mojada sobre la suya, sólo había podido pensar en su piel cálida, en su cuerpo tan próximo, en sus ojos rebosantes de deseo y promesas. No iba a abandonar a Liz en una época difícil para ella, pero tenía la intención de asegurarse de que no volviera a darse la posibilidad de una proximidad física. Halloween le había parecido perfecto. Ella quería conocer a su hijo y Clay tenía la conciencia tranquila.

No se trataba de que a Spencer no le gustaran las chicas, pero el hijo de Clay nunca hablaba con una mujer si había un perro en la misma habitación. Durante años, Spencer se había acostumbrado a aterrorizar a cualquier mujer que entrara en la vida de Clay Él no quería que Liz pasara por dicha prueba, pero cuando un hombre tiene en casa una carabina de semejante magnitud…

Una velada de Halloween con Spencer mantendría ocupada a Liz. Lo que él no había imaginado había sido la aparición de Liz en su puerta con una falda de percal zarrapastrosa, pecas pintadas en la nariz y trenzas medio deshechas detrás de las orejas.

Ni Spencer tampoco.

– Más horrible, por favor.

La exigencia de Spencer sacó a Clay de su ensueño.

– ¿No crees que ya estás bastante horrible?

– ¡Demonios, no! Quiero parecer aterrador, pavoroso, sanguinario.

– Puede hacerse, cariño.

Liz se inclinó sobre el hijo de Clay con un tubito blanco. Spencer estaba sentado en la taza con las piernas cruzadas y la cabeza echada hacia atrás. Su cara tenía una base blanca, un ojo con un cuadrado azul y ambas cejas pintadas de amarillo chillón. Lenta y firmemente, dibujó una raya roja en la comisura de la boca. Luego retrocedió para observarle.

– Mírate ahora -sugirió.

Spencer puso un pie calzado con una zapatilla deportiva en la tapa de la taza para poder verse en el espejo inclinando la cabeza.

– ¡Demonios! ¡Tengo un aspecto maravilloso!

– No reniegues.

Eran las primeras palabras que Clay conseguía decir en media hora.

El vampiro le ignoró, pero la niña extraviada le dirigió otra mirada interrogativa con sus tiernos ojos castaños: «Creía que me habías dicho que no le gustaban las mujeres».

¿Qué podía decir él? Spencer no había cerrado el pico desde que ella había entrado con el tubo de sangre falsa y el estuche de maquillaje.

– ¿Crees que necesito un poco más de sangre?