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Liz miró a Spencer con mirada crítica.

– Creo que estás muy bien. Por otro lado, en Halloween nunca se lleva demasiada sangre. Como quieras.

– ¿Qué opinas, papá?

– Creo que ya es hora de que lleve a los dos… niños en el coche si queréis llenar esas bolsas de dulces.

La manzana en la que Clay detuvo el coche estaba iluminada por las luces de los porches, las farolas y las calabazas con velas dentro. Los residentes podrían presentarse a las pruebas para una película de miedo. Los payasos se mezclaban con los Dráculas. Las brujas se cruzaban con golfillos con caretas de plástico. Un San Bernardo con un barrilete al cuello acompañaba a sus amos de puerta en puerta.

La niña extraviada y el vampiro llamaron a cinco casas antes de volver al coche corriendo y riendo. Liz subió junto a Clay y cerró la puerta con todas sus fuerzas.

– ¡Mira qué botín! -chilló.

– Sí. ¿Quieres cambiar?

Spencer estaba inspeccionando su bolsa.

– Claro que quiero cambiar. Detesto los caramelos duros. ¿Te han dado nueces?

– No sabía que planearas ir con él -murmuró Clay en voz baja.

– Se lo había prometido a tu hijo -respondió Liz simplemente.

Clay estaba confuso. Se sentía asombrado, aunque encantado, de que Liz y Spencer hubieran congeniado. Los tres lo estaban pasando muy bien y comprendió que un hombre podía enviciarse fácilmente con las risas de un niño y una mujer. Pasaron dos horas antes de que los dos estuvieran exhaustos. De regreso al aparcamiento del motel, Clay llevó a Spencer hasta la puerta antes de acompañar a Liz hasta su coche.

– Ve a enseñarle todo a Cameron. Vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.

– Nunca había conseguido tantos dulces. Tenemos que llevarla otra vez -dijo Spencer con mucha emoción-. Es maravillosa, papá.

Clay había notado que cada vez que Liz hacía «un cambio», su bolsa permanecía milagrosamente vacía mientras la de su hijo estaba a punto de reventar. Volvió junto a la rubia pecosa y delgaducha capaz de seducir sin ningún esfuerzo a los varones Stewart. Ella estaba apoyada en la puerta de su coche con las llaves bailando en la mano. Su alegre mirada le puso nervioso.

– ¡Es un chico estupendo, Clay! y creo que me ha dedicado el mejor de sus cumplidos. Me ha dicho que no parecía una chica. Me ha dicho que yo era casi una persona normal.

– ¿Qué edad crees que debe tener un niño para aprender a tener tacto? -preguntó Clay débilmente.

Ella rió y se impulsó hacia él. Él se habría apartado de haber tenido tiempo, pero los dedos de ella le rodearon el cuello rápidamente.

– Gracias por pedirme que viniera. Lo he pasado maravillosamente.

Liz se puso de puntillas y le besó. Sus labios sabían a caramelo y chocolate. Sabían a inocencia, felicidad y risas. Clay intentó pensar en la cara pecosa de una niña. Intentó pensar en las facturas del dentista que ella le iba a echar encima por darle a su hijo todos aquellos dulces. Pero las facturas del dentista no podían competir con el olor a rosas amarillas. Como movidas por voluntad propia, sus manos subieron hasta las trenzas, deshaciéndolas. Ella era tan pequeña, su cuerpo tan frágil… Liz siempre había sabido a algo que él nunca había tenido, nunca tendría y no quería tener. Ella podía hacer que un hombre olvidara… la fealdad. La fealdad de crecer con el estigma de bastardo. Los feos recuerdos de una cocina llena de botellas vacías en vez de comida. Los recuerdos de haber sido rechazado de adolescente para trabajar a tiempo parcial por ser quien era, de utilizar los puños para vengarse del mundo, de intentar hacer lo correcto muchas veces y acabar haciendo lo incorrecto siempre.

Había madurado por Spencer y luchaba por salir de aquel pozo emocional. Pero cada vez que tocaba a Liz la vieja imagen de perdedor le obsesionaba. Él no era un buen tipo; él no era un caballero andante. Más de una mujer le había llamado «insensible›› en la cara. Liz estaba condenadamente loca. Le besaba como si besara a alguien maravilloso, vulnerable, abierto, generoso. Retrocedió bruscamente y se quedó atónito al mirarla. Sus labios estaban rojos por la presión que habían ejercido los suyos. Sus ojos brillaban sensualmente. Él le había revuelto completamente el pelo.

– No -dijo roncamente.

– Está bien, Clay.

– No lo está.

Por una vez, sólo por una vez en su vida, iba a hacer lo correcto. No podía echar a perder algo tan preciado para éclass="underline" a una mujer tan vulnerable como Liz.

El grifo del cuarto de baño del piso de abajo goteaba desde que Liz tenía memoria. Muy consciente de que su falda de lana crema y la blusa de color albaricoque no eran adecuadas para hacer de fontanero, Liz sacó la vieja caja de herramientas del sótano, se subió las mangas y se inclinó sobre el lavabo con decisión.

Andy había salido. Era viernes y tenía una cita. El reloj del vestíbulo dio las seis. Un momento ideal para arreglar un viejo problema. Trasteó con el grifo, pero el tornillo de presión no quiso ceder, lo que no la sorprendió en absoluto. Su hada madrina le había fallado durante toda la semana. Cada uno de los antiguos problemas que había decidido resolver seguía testarudamente en pie, empezando por la busca de trabajo y acabando por Clay. Cogió el viejo envase de lubricante deseando poder echar un poco en el cerebro de Clay Stewart. La semana transcurrida había sido como en el pasado, con Clay apareciendo regularmente. El lunes después de las clases se habían presentado Spencer y él, Spencer con una sucia bicicleta y Clay con un tándem alquilado e insistieron en que los acompañara a dar un paseo junto al río. El martes se había presentado con dos cajas de chocolates, el vicio de Liz. El miércoles había llevado a Spencer y los tres se habían dedicado a rastrillar hojas. Le revolvía el pelo con tanta frecuencia como a Spencer. Se burlaba diciéndole que no estaba en forma. Liz no estaba ciega y no era necesario que Clay gritara que seguía viéndola como una hermana adoptiva. ¿Nunca iba a pensar en ella como una amante? Muy bien. Las dudas sobre sí misma como mujer, la culpabilidad por su fracasado matrimonio aumentaron rápidamente. No tenía motivo alguno para creer que estaba interesado en ella de otra manera. Salvo porque se estremecía siempre que ella le tocaba. Cuando le veía con Spencer, veía un padre exageradamente protector y muy sensible respecto a su pasado. Una semana antes, había creído que ser sincera consigo misma, confiar en su intuición como mujer y guiarse por sus sentimientos era terriblemente importante. Huir era muchísimo más fácil. Siempre se le había dado bien huir. Enamorarse del hombre equivocado en el momento equivocado era similar a saltar de un acantilado. Y saltar de un acantilado no era divertido. Especialmente cuando la palabra favorita de dicho hombre era «no» y tenía la irritante costumbre de revolverle el pelo.

El maldito grifo se negaba a arreglarse. El lubricante sirvió para aflojar la tuerca. Pero, en cuanto Liz giró la llave, el agua brotó. Se apresuró a seguir apretando cuando oyó llamar en la puerta trasera.

– ¡Un momento! -chilló, y luego se levantó y fue a coger un trapo… Naturalmente no había trapo. ¿Nada iba a salirle bien aquella semana? El agua seguía brotando y el aporreo en la puerta continuaba. Exasperada, corrió a abrir.

A través de los cristales vio a Clay iluminado por la luz amarilla del patio. Su pelo rubio estaba revuelto por el viento y llevaba una vieja chaqueta vaquera. «Otra visita improvisada entre viejos amigos», pensó ella con impotencia. Él empujó la puerta y entró con una ráfaga de aire frío y una avasalladora sonrisa masculina. A Liz se le aceleró el pulso, sentía calor en las zonas más íntimas de su cuerpo y sus hormonas cobraron vida. Y lo único que Clay hacía era reírse de sus manos sucias de aceite..

– No me digas lo que estás haciendo. No quiero saberlo.

– Fontanería -confesó ella pesarosa.

– ¿Problemas?

– No te imaginas ni la mitad.