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La sonrisa de Liz fue irónica hasta que recordó bruscamente que no tenía tiempo para sonrisas. Volvió corriendo a la inundación seguida por Clay, que echó un vistazo, se puso en cuclillas y cogió la llave. Su sonrisa hablaba por sí sola.

– No te atrevas a decir nada -añadió.

– ¿Has pensado en pedirle a Andy que se encargue de esto?

– ¿A mi hermano? ¿Le has visto cambiar el aceite del coche alguna vez? Siete horas de palabrotas y grasa desde aquí a Milwaukee. Además, no soporta a las mujeres que sienten palpitaciones cuando ven un martillo. Soy perfectamente capaz de…

Suspiró. Él sólo había tenido que mover la llave y el agua había dejado de manar.

El tono de Clay fue de disculpa.

– Oye, si quieres, lo aflojo otra vez para que puedas arreglarlo. Yo me limitaré a observar con aire desvalido y sumiso.

Fue la imagen de un Clay sumiso lo que transformó la exasperación en risas. Liz le arrojó una toalla a la cabeza y tiró otras dos al suelo para limpiar el desastre.

– En mi próxima vida voy a tener los hombros de un defensa de línea y la fuerza de un luchador.

– Estarás muy rara si conservas esas piernas con tu nuevo cuerpo.

Él guardó las herramientas en la caja. Unos segundos después, los dos estaban inclinados sobre el lavabo lavándose las manos.

– Machista -musitó Liz, sin dejar de reírse.

Le miró de reojo. Tenía unas bonitas piernas, pero nunca había creído que Clay se hubiera fijado.

– ¿Dónde está Spencer? -preguntó bruscamente, con la cabeza inclinada sobre el jabón y el agua.

Sus dedos mojados se tocaron. Las manos de Clay eran enormes aliado de las suyas. Sus uñas cuadradas contrastaban con las curvas de ella. El vello dorado de sus nudillos era muy distinto de los suyos lisos y blancos. Manos de hombre, manos de mujer. Hombre. Mujer. Sexo.

– Va a pasar la noche en casa de un amigo.

– ¿Para que dispongas de un poco de tiempo libre? Aunque lo más probable es lo contrario. La noche de los viernes debe ser la mejor para tu negocio.

– Siempre -admitió Clay-. He dejado un restaurante abarrotado, un motel lleno y un bar desbordante. Me pareció un momento excelente para hacer novillos. ¿Tienes un par de zapatos de tacón?

Le tendió una toalla a ella.

– ¿Perdón?

– Vamos a ir a bailar.

Sólo veintisiete años y ya le empezaba a fallar el oído. Ella le sonrió.

– Por un momento me ha parecido que decías…

– ¿Dónde esta tu abrigo?

Ella localizó su abrigo y una hora y media después se encontraba sentada en el club en una silla tapizada con terciopelo intentando descifrar la carta de entremeses que tenía en la mano. O estaba impresa en jeroglíficos, o se había olvidado por completo de leer. Thistles estaba a mitad de camino de Milwaukee y complacía los gustos más exigentes: camareros de etiqueta, manteles de lino irlandés, cubertería de plata, centros de mesa con capullos de rosa y una orquestina de tres músicos que tocaba canciones de amor de las cinco décadas anteriores. Liz volvió a atisbar por encima de la carta. Clay seguía sentado frente a ella. Se había quitado la chaqueta vaquera y la camisa blanca se tensaba sobre los anchos hombros. Tenía muy buen aspecto. Parecía el Clay de siempre. Pero Clay siempre había detestado los clubes de campo por su ostentación y formalidad. Si tenía hambre, disponía de un estupendo restaurante de su propiedad y durante las semanas que ella llevaba en casa, él había dejado claro que era la última mujer que asociaría con cenas y bailes. Debía estar enfermo.

Sus miradas se encontraron. Él sonrió. Ella le devolvió la sonrisa. Debía estar enfermo. ¿Un tumor cerebral?

Apareció un camarero de mirada apacible.

– ¿Te importa si elijo yo? -le preguntó Clay.

Ella negó con la cabeza

– Una botella de Chateau Lafitte para la señora.

Ella se quedó boquiabierta.

– ¿Y para usted, señor?

– Cerveza, la que tengan de barril. Liz, ¿quieres algunos entremeses?

Lo que ella quería era nitroglicerina para su inminente ataque cardíaco. Su lengua se negó a funcionar durante varios segundos.

– Quisiera una ración de ostras, por favor -le dijo finalmente al camarero.

La sorpresa relampagueó en los ojos de Clay y ella inclinó la barbilla en un gesto obstinado. Nunca había tomado ostras, pero ya era hora de dejarse de vacilaciones y hacer lo que todo el mundo. Seguía sin comprender por qué él la había llevado a aquel carísimo y pretencioso restaurante. En cuanto el camarero se perdió de vista, Liz se inclinó sobre la mesa.

– ¡Deprisa! ¡Llámale!

– ¿A quién?

– Al camarero -siseó ella frenéticamente.

Una sonrisa maliciosa curvó las mejillas de Clay

– Has cambiado de opinión sobre esas ostras…

– No es eso, tonto. Es por el champán. ¿ No has visto el precio de esa botella? ¡Ciento catorce dólares!

– Si no te gusta, puedes echarla en el jarrón -la consoló él.

– ¡Esa no es la cuestión! Clay, es una locura desperdiciar un buen champán con alguien que apenas bebe.

– Creo que tenemos tiempo para un baile antes de que nos sirvan.

Él se levantó y le tendió una mano. Cuando volvieron a la mesa, la cerveza de Clay estaba sobre la mesa con una fina capa de espuma y el camarero esperaba para servir el champán. Liz se llevó los dedos a las sienes mientras se sentaba. La orquesta había tocado un vals por última vez, y mucho menos con un acompañante que la abrazaba como si estuvieran bailando en un salón de baile vienés.

– Háblame de tu búsqueda de trabajo. ¿Esta siendo difícil?

– Un poco- admitió ella.

– ¿Has ido a la biblioteca y a la escuela a ver si tienen vacantes de bibliotecaria?

Ella se quedó sin habla un momento. Clay la miraba intensamente desde el otro lado de la mesa. Sus ojos oscuros seguían el movimiento de sus labios, se posaban en el blanco del cuello y se demoraban en sus pechos.

– No, no estoy buscando trabajo de bibliotecaria.

– ¿Por qué, encanto?

Ella hizo una pausa antes de responder para tomar un sorbo de champán. La burbujeante bebida merecía un momento de silencio reverente.

– ¿Liz?

– Te iba a contestar. Pero es difícil de explicar -admitió con sinceridad-. Trabaje mucho para obtener el titulo de bibliotecaria y supongo que debe parecer una estupidez que lo abandone para buscar otra cosa. Además, el trabajo que yo tenía era seguro, estable.

Calló cuando el camarero puso el plato de ostras ante ella. Los bulbitos de un gris plateado estaban servidos con sus conchas y con una atractiva guarnición de hortalizas verdes. Tenían un aspecto…resbaladizo. Noto la mirada de Clay en su rostro y cogió el pequeño tenedor para ostras.

– Te obsesionan la seguridad y la estabilidad, ¿verdad?

– Me obsesiona tener miedo a arriesgarme -afirmó ella, y tomo otro sorbo de champán con el tenedor para ostras en la mano-. No quiero seguir trabajando día tras día con papeles en vez de con personas. Sin aire fresco, sin sol, sin desafío, sin… riesgo. La vida vista a través de una ventana.

La ostra se deslizó por su lengua y se quedó allí.

Él habló en el mismo tono.

– Escúpela en la servilleta, preciosa. Nadie mira. Y me daría igual si lo hicieran.

Ella alzó la impoluta servilleta blanca hasta sus labios y fingió una delicada tos. Muy consciente de la mirada de Clay, tomó un largo sorbo de champán y jugueteó con el tenedor. Por último, apoyó la barbilla en las manos y le miró.

– Maldición -susurró pesarosa.

La risa de él fue muy baja y muy sexy.

– Deseaba que me gustaran. Sólo quería probar algo nuevo, Clay

– Sí, y por eso exactamente te he traído aquí, Elizabeth Brady. Para que pudieras probar las ostras y para que te pusieras tonta con el champán si querías -dijo él en voz baja. Algo cambió en sus ojos. La mirada de amante empezó a transformarse. La expresión de su rostro se tornó sombría-. Necesitas divertirte, Liz. Todos lo necesitamos, sobre todo después de que la vida nos dé un golpe. Puede que todavía no estés preparada para otro matrimonio, ni siquiera para buscar una relación seria con el hombre adecuado. Pero salir a cenar, coquetear un poco; algo de champán, un bailecito… No sólo es divertido; es la mejor cura que conozco para librarte de la depresión… Cuando no arriesgas nada -añadió deliberadamente.