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Cuando él aparcó en su sendero, le sonrió.

– Las luces están apagadas. No sé cómo iba a explicarle a Andy lo que ha pasado. Te devolveré la manta, Clay

– Me encargaré de sacar tu bolso y tu ropa de la piscina por la mañana.

– Te amo.

Lo dijo simple y llanamente, desde el fondo de su corazón. Luego le besó en la mejilla y salió del coche. Gracias a Dios que Andy no había cerrado con llave. Entró tiritando sin parar y se apoyó en la puerta con los ojos cerrados. Había visto la expresión de Clay.

Dos simples palabras y él había mostrado instantáneamente síntomas de padecer la gripe.

Ocho días después, Liz salió de la oficina de la Cámara de Comercio sintiéndose como si le hubieran dado una patada en los dientes. El viento de noviembre se coló por el abrigo y le mordió las mejillas y las orejas. Bajó por Main Street con los hombros encorvados para protegerse del frío. Pasó ante la ferretería, la tienda de ropa de Keeter, el banco y la Owl Book Shop, Nealy's…

Retrocedió dos pasos y empujó la puerta. Se acomodó en el taburete de plástico rojo del mostrador del drugstore, dejó el bolso a sus pies y esperó. El señor Nealy tenía otros clientes. Nada había cambiado desde que había trabajado allí de jovencita, después de las clases. La decoración del depósito de soda seguía siendo roja y blanca. Todavía vendían caramelos de un centavo en el mostrador de cristal. En un expositor estaban los tebeos. Por las ventanas se veía el río Ravensport. El viento rizaba la superficie del agua. La vista se acomodaba perfectamente a su estado de ánimo y le recordaba con demasiada nitidez el trabajo potencial que acababa de perder.

El hombre calvo y de barbilla floja se acercó a ella lentamente.

– No te molestes en decirme lo que quieres, Elizabeth Brady -dijo el anciano con voz áspera-. Dos bolas de vainilla con soda, y sin escatimar la soda. ¿Qué estás esperando?

– ¿Perdón?

– Levántate y ven detrás del mostrador. Conoces esto tan bien como yo, o al menos lo conocías. ¿Crees que voy a perder el tiempo contigo cuando tengo que ocuparme de clientes de verdad?

Liz cogió su bolso con una risita sofocada y le siguió detrás del mostrador. Él señaló el delantal blanco extra colgado de una percha. Ella se lo ató obedientemente y se pasó la larga cinta blanca por la cabeza.

– Y no uses toda la soda -le advirtió él.

– Sí, señor.

– Y no seas tacaña con el helado.

– Sí, señor.

– ¿Qué significa esa sonrisa?

– Estaba recordando que usted solía aterrarme, señor Nealy.

– No lo suficiente -dijo el señor Nealy muy emocionado y la esquivó mientras preparaba tres helados triples para los chiquillos del rincón.

Era como montar en bicicleta. Liz no había olvidado dónde estaban las altas jarras de acero inoxidable, ni como había que golpear la batidora con el canto de la mano para que funcionara. El olor a burbujas y vainilla la animó misteriosamente. No hizo caso de la mirada de desaprobación del señor Nealy y se acomodó en el mostrador con una cuchara; la soda era demasiado espesa para sorberla con una paja. Para entonces, él había terminado de preparar los helados para dos adolescentes y estaba limpiando los mostradores..

– ¿Qué sabes de tus padres?

El helado le había dejado la lengua demasiado fría para hablar.

– Los dos están bien. Se volvieron a casar.

– Eso he oído. Todavía recuerdo lo mal que te sentó que se divorciaran. ¿Andy va en serio con esa profesora de arte pelirroja o piensa seguir saliendo con ella otros cinco años?

– Al parecer ella no quiere casarse.

– Se casaría si él tuviera valor para pedírselo. Todo el pueblo sabe mejor que ellos lo que sienten los dos. ¡Los jóvenes! El señor Nealy meneó la cabeza muy disgustado.

– No pensé que tardarías tanto en volver a casa, Elizabeth.

– ¿No?

Liz miró por la ventana el río gris y las nubes que se movían rápidamente. No había nada bonito en el río Ravensport en noviembre. Mientras ella estaba ocupada en Milwaukee destrozando su vida, su pueblo natal había sufrido cambios económicos. Numerosos negocios se habían instalado en el pueblo y la Cámara de la Propiedad había publicado un anuncio solicitando un relaciones públicas. Trabajo para el que Liz había pasado una entrevista esa mañana. Ravensport nunca sería un puerto importante, pero en verano atraía botes del Lago Michigan. La autopista que iba de Sheboygan a Milwaukee en donde había triunfado el negocio de Clay todavía admitía más empresas de servicios. Alguien tendría que atraerlas. Alguien que supiera que los lugareños detestaban las luces de neón y el oropel y no querían industrias nuevas que pusieran en peligro la esencia y la naturaleza de un pequeño pueblo.

Alguien que no iba a ser Liz. Aquella mañana había sabido que ella no tenía ni la titulación ni la experiencia en el trato con la gente que se requerían. Ella sabía que podía hacerlo, y deseaba hacerlo. Algunas personas no considerarían muy excitante aquel trabajo, pero la taza de té de un hombre puede ser una copa de champán para otro. Necesitaba desafíos y trabajar con gente, un compromiso al que poder hincar el diente, trabajar en algo que la hiciera sentirse útil…

– He oído que has vuelto a salir con Clay.

El señor Nealy no dejaba de refregar los mostradores.

– Sí.

La sonrisa de Liz fue irónica. Negar su relación con Clay sería absurdo. Cuando alguien de Ravensport quería alguna información, recurría a la biblioteca, al periódico o al señor Nealy. Los habitantes del pueblo seguían cotilleando sobre el comportamiento de Clay. Se decía que se había visto comprometido con una mujer casada dos años atrás, que había financiado las mejoras de su local con dinero dudoso, que el padre de cierto chico había intentado hacer pedazos el restaurante porque Clay había animado a su hijo a probar drogas. El señor Nealy la miró largamente, como si esperara algún comentario. Liz le conocía desde hacía mucho tiempo.

– Yo no sé si es cierto o no. Sólo repito lo que he oído, pero también he oído que tiene una habitación en ese motel para chicos con problemas. Drogas, fugas, lo que sea… Los chicos tienen un sitio al que ir. Y puede que Lancer, el del banco, lamente no haberle hecho un préstamo en su momento. Y en cuanto a la mujer casada… Tonterías. Ese escándalo procede de Hester McKee. Creeré lo que diga Hester McKee cuando la luna se vuelva verde. Ahora, en mi opinión…

El señor Nealy le dio a Liz tiempo suficiente para que le interrumpiera, pero Liz no se sentía inclinada a hacerlo.

– En mi opinión -repitió el señor Nealy-, Clay Stewart no le ha replicado a nadie desde que tenía cuatro años y sigue sin hacerlo. El infierno se helará antes de que se defienda a sí mismo y nadie le va a decir a ese hombre lo que tiene que hacer ni cómo.

– Lo sé -murmuró Liz.

– Tiene un talón de Aquiles: ese chico suyo. Si alguien le hace pasar un mal rato a ese chico, no quisiera estar cerca para recoger los pedazos cuando Clay acabe con él.

– También lo sé.

– Le he visto tomar una cerveza de vez en cuando. Una cerveza, nunca dos. Su madre murió hace unos años, ¿lo sabías?

– Me lo dijeron.

– Cuando los ricos tienen un problema con la bebida, los llaman alcohólicos. A los pobres los llaman borrachos. La madre de Clay podría haber sido millonaria y nunca habría sido más que una borracha. Se aseguró de que ese chico creyera que nadie le quería. ¿Te vas a quedar con ese muchacho esta vez, Elizabeth, o vas a echarle el lazo como hiciste la última vez para luego abandonar el barco?