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– ¿Es que nadie tiene nada que hacer? -ladró Clay. Todo el mundo se escabulló. Clay llevó a las dos únicas personas que le importaban hasta sus habitaciones. Su hijo también sonreía y en sus ojos había un brillo malicioso, que no duraría mucho. Cuando Spencer no había bajado del autobús, Clay había llamado a la escuela.

– Muy bien. ¿Dónde está la nota? -quiso saber en cuanto estuvieron en su apartamento.

– ¿Qué nota?

Spencer echó un vistazo a la cara de su padre y murmuró:

– ¡Oh! Esa nota. La que Liz va a explicarte.

– Liz va a estar ocupada quitándose los zapatos y sentándose en ese sofá. Ha tenido una tarde difícil. Tendrás que explicármelo tú mismo. Pero, primero, quiero saber exactamente cómo llegaste a casa de Liz.

– Cogí el autobús de la escuela. Me bajé en su esquina en vez de venir a casa.

Que su padre estuviera preocupado por el transporte no había pasado por la cabeza de Spencer en ningún momento.

– ¿Y el conductor te dejó hacerla?

Spencer estaba atónito.

– ¿Y por qué habría de importarle?

Liz miró a Clay de reojo y pensó que el conductor del autobús se preocuparía a partir de la mañana siguiente de dónde y cuándo dejaba a cada escolar. Spencer no se fijó en la mirada de los ojos de su padre. Estaba demasiado preocupado por la nota que Clay tenía en la mano. Mientras Clay leía, Spencer se sacó los zapatos y fue a situarse detrás del sofá en el que estaba sentado. Clay acabó de leer la nota y le hizo un gesto a su hijo con los dedos para que se acercara a él.

– Tengo que hacer los deberes.

El índice de Clay le indicó que se acercara más y Spencer empezó a soltar explicaciones a mil por hora. Cuando acabó con la historia, estaba hablando en el regazo de Clay

– Hiciste novillos -dijo Clay suavemente.

– ¡Demonios! Eso ya lo sé.

– ¿Por qué no me contaste que lo pasabas mal en clase de matemáticas?

– Porque tú querías que fuera a esa clase de matemáticas -dijo Spencer pesaroso.

– Lo hice porque creí que a ti te gustaría. Tu profesor decía que te aburrías, que ibas por delante de los demás chicos, que te gustaría un estímulo mayor. Si no te gustaba, sólo tenías que decírmelo.

– Pero a ti te gusta que sea listo -dijo Spencer.

– Chico, lo has entendido mal. Me gusta que seas feliz.

– Sería muchísimo más feliz si no tuviera que ir a sexto grado todos los días.

– La próxima vez que vayas a sexto grado será porque sea tu curso. Si esto ha quedado claro, tenemos que hablar de dos cosas más.

Su hijo se agitaba en su regazo como las hormigas sobre la mermelada.

– Primero, habíamos quedado en que dejarías de maldecir.

– ¡Lo intento!

– Segundo… ¡Maldita sea, Spencer! ¿De verdad te daba miedo hablar conmigo?

– No me daba miedo que me chillaras. Me daba miedo que te pusieras mal por mi culpa.

– Eso no es posible -le informó Clay

– Muy bien, papá. Ahora tengo que dar de comer a mis peces.

Clay le abrazó y le soltó. En cuanto Spencer estuvo fuera de su vista, Clay soltó un largo suspiro de cansancio y sólo entonces vio que Liz estaba recogiendo su abrigo.

– ¿Dónde vas?

– A casa.

Se colgó el bolso del hombro.

– Has estado maravilloso con tu hijo.

– No. Si supiera tratarle correctamente, habría sabido que podía hablar conmigo.

– Eso son tonterías. ¿Nunca has conocido a un niño que quisiera ahorrarse una regañina?

– A veces me temo que está un poco malcriado.

– Clay que sí. Tú tuviste una infancia difícil. Es lógico que trates de compensarlo. ¿No crees que forma parte de la naturaleza humana?

– Muchas personas de este pueblo creen que un motel no es el sitio adecuado para criar a un niño.

– Muchas personas son tontas. Es un sitio estupendo para que él crezca, Clay. Puedes dedicarle unos momentos, incluso cuando estás más ocupado, y además cuanta con Cam, George y Sussie. Todos lo adoran. Para Spencer es como tener tíos y tías en casa continuamente.

Él la vio abotonarse el botón superior del abrigo y se agitó en el sofá como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. No quería que se fuera. La cabeza daba vueltas desesperadamente para encontrar algún sistema que la hiciera quedarse.

– ¿Has ido a la entrevista para ese trabajo?

– Sí.

– ¿Quieres hablar de cómo te ha ido?

– No.

No era la primera vez que hablaban de aquello.

– Llevas tu búsqueda de trabajo con mucho misterio.

– Porque si te dijera que tengo problemas, me ayudarías. Espero que uno de estos días te des cuenta de que ya no soy una adolescente y de que soy perfectamente capaz de solucionar mis propios problemas.

Le sonrió y vio que él abría la boca para protestar. Se estiró para besarle. Los hombros de Clay se pusieron rígidos. El calor fluyó por su cuerpo. Sus dedos se clavaron en los hombros de Liz para mantener la distancia. Ella conocía el lenguaje corporal. Los guardianes no besan a sus protegidos. Algún día tendría que decirle que su boca le traicionaba. Se movía bajo la suya. Las lenguas se encontraron y él bebió aquella intimidad con ansia. Ella se fue retirando mientras la invadía el deseo de quedarse. No podía ser. No era inteligente presionar a Clay.

– Encanto…

– ¿Cómo podría no amarte?.

Y se fue.

Clay probó la nueva receta de lenguado de su chef mientras pensaba dónde estaría Liz, qué estaría haciendo y con quién estaría.

– Delicioso. Pero sigo pensando que es demasiado exquisito para nuestra clientela.

– Deberían aprender -insistió Ralph.

– Quizás.

Quizás había ido a nadar otra noche y quizás no estuviera sola. La idea le puso enfermo. Spencer le seguía con una gamba en una mano y una patata rellena en la otra.

Alguna vez tendría que decirle que las personas normales no comen de pie en una cocina del tamaño de un almacén y rodeado del personal de cocina empeñado en engatusarle para hacerle comer verduras.

– El jamón ahumado está perfecto esta noche, Ralph.

Ralph rebosaba satisfacción.

– ¿Te vas a casar con Liz? -preguntó Spencer.

– ¿Qué?

– Te he preguntado si te vas a casar con Liz.

La cucharada de sopa que Clay iba a probar volvió a la cacerola. Los pinches se quedaron inmóviles y Ralph parecía no tener nada que hacer.

– ¿Qué pregunta es esa? -susurró Clay.

Spencer se encogió de hombros con la boca llena de crema y mantequilla fundida.

– Ya sé que siempre dices que no nos vamos a casar con nadie. Pero tampoco solemos ir a jugar al fútbol con chicas. Ni salimos con ellas en Halloween.

Ralph sufrió un ataque de risa. Clay le miró furioso. Su hijo sabía escoger el momento.

– Esas cosas se hacen con amigos. Los amigos son personas que entran y salen de nuestra vida, pero siempre nos importan. Ya hemos hablado de eso.

– Entonces… ¿Liz es una amiga?

– Exactamente.

– ¿Y no vas a casarte con ella?

– No.

– Entonces yo me casaré con ella.

Spencer miró dentro de un cazo, reconoció el brócoli e hizo una mueca de desagrado.

– Creo que eres algo joven para casarte -dijo Clay muy serio-. Además, yo creía que no eras muy aficionado a las especies femeninas.

– ¿Te refieres a las chicas? Odio a las chicas. Pero Liz no es como las mujeres, papá. Liz es Liz.

Spencer lamió la cuchara y su rostro se iluminó al ver la bandeja de los pasteles.

– A ella le gustan los niños, ya sabes.

– Lo sé, colega.

– Así que si se casa con alguien aparte de tú y yo, podría tener niños. Niños que no son yo. No me parece una buena idea.

Clay frunció el ceño al ver la sonrisa del chef.

– ¿Qué significa eso dé que ‹‹podría tener niños»?

– Papá, por favor. He visto un programa en la tele. Ya lo sé todo.