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– Espera un momento.

La cara de Spencer estaba manchada de chocolate. Clay cogió una servilleta.

– ¿Cuándo viste ese programa?

– Aquel día que volví de la escuela con dolor de estómago. ¿No lo recuerdas? Bueno… -Spencer se lamió los dedos sin hacer caso de la servilleta que sostenía su padre-. Tal como yo lo veo, uno de nosotros tiene que casarse con ella. Y si no vas a ser tú, tengo que ser yo.

– ¡Eh!

Clay impidió que cinco dedos ávidos se hicieran con un pastel.

– Volvamos a la habitación.

– ¿Por qué?

Porque su hijo se había contagiado de aquella obsesión que residía en los genes de los Stewart de proteger a Liz, el pánico ante la idea de su relación con otros hombres, de que tuviera hijos con otros hombres, de que le gustara a otros hombres.

Clay tenía que dejar de pensar en ella. Y su hijo no le estaba ayudando.

Capítulo Ocho

Clay apenas tuvo tiempo de quitarse la chaqueta antes de que una morena con un corpiño de lentejuelas rojas le pasara los brazos por el cuello y le besara ruidosamente en la boca. Otra criatura exuberante le dio una cerveza. Un disco sonaba a todo volumen en alguna parte y el humo le atacó en oleadas antes de que pudiera abrirse camino por el cuarto de estar. Había olvidado que las fiestas en casa de Speed Matthews solían salirse de madre. Hacía años que no pasaba un rato con su vieja pandilla: Tom, Frank, Speed…, y le iría bien un poco de descontrol. Aunque los tres estaban casados y pagando hipotecas, sabían cómo divertirse. Sus hijos estaban a buen recaudo en alguna parte. El alcohol fluía libremente.

– ¿Qué pasa contigo? ¿Estás por encima del resto de los mortales? -le había preguntado Matthews al verle a punto de rechazar otra invitación.

Una morena que llevaba una blusa plateada se detuvo a su lado y le pasó un brazo por la cintura.

– Te dejas ver muy raramente, Clay.

La conocía de alguna parte. Su primer impulso fue rechazar el contacto y el empalagoso perfume, pero no lo hizo. Conocía el juego de la morena. Una noche con alguien era mejor que una noche más de silencio. Ni compromisos, ni ilusiones, ni decisiones. Clay conocía las reglas. La morena era el tipo de mujer que comprendía a un hombre como él. Mental, emocional y físicamente Clay era muy consciente de que había sido célibe desde que una rubia menuda había vuelto a casa. Un asunto peligroso el celibato. Clay pensó que una noche con otra mujer podría ser la única cura posible para su obsesión con Elizabeth Brady. Charló unos minutos con la morena y luego murmuró: -Volveré. Voy a por otra cerveza.

Se abrió paso lentamente hasta la cocina. Su cerveza estaba llena y sentía alivio al haber perdido de vista a la mujer. En la cocina había un grupo de hombres. Tom había echado barriga. Speed ya tenía dos copas de más y estaba preparando una jarra de cócteles de ron. Los dos hombres le palmotearon la espalda y empezaron a hablar de los viejos tiempos hasta que las carcajadas fueron estridentes. Compartieron recuerdos de sus vagabundeos por Ravensport Main Street en busca de acción, de cuando subieron a la vieja atalaya de detección de incendios y la policía los pilló. Clay contribuyó en los momentos adecuados con las carcajadas adecuadas. La claustrofobia empezó a irritarle. «Cállate, Stewart», le reprendió una voz interior. «¿Crees que no puedes divertirte porque una princesa de ojos castaños no esté cerca de ti?»

Apareció la esposa de Tom, una pelirroja escultural con muy poco cerebro. Se lanzó sobre Clay para abrazarle.

– ¡Clay, qué alegría verte!

Él le devolvió la sonrisa sintiendo sus grandes pechos contra el tórax. Carrie se le había insinuado anteriormente. Tal vez ya no perteneciera a la banda, pero seguía siendo la esposa de Tom. Ella le deslizó los dedos por las caderas. Él se sintió asqueado:

– Bien… -se movió para romper el contacto con ella-. No puedo quedarme aquí eternamente. Me espera una dama en la otra habitación.

– ¿Sólo una? Te estás haciendo viejo, Stewart -bromeó Speed.

Estaba de pie en el pasillo preguntándose dónde podría encontrar menos ruido, menos humo, menos confusión y pensando: «Lo estás pasando bien, Stewart. Y lo comprenderás en cuanto dejes de pensar en Liz».

El nivel de ruido se duplicó cuando unas recién llegadas aparecieron en la puerta. Él se recostó en el marco de la puerta y se llevó la cerveza a los labios mientras observaba a las tres mujeres quitarse los abrigos. Las tres habían ido juntas a la misma clase. Sintió un nudo en la garganta al reconocer los ojos castaños y el sedoso movimiento del corto pelo rubio ceniza. Liz no estaba en su ambiente con aquella gente. Su elección del suéter caramelo y los pantalones de crespón blanco era elegante y las perlas de sus orejas eran una nota de distinción en una habitación llena de bisutería multicolor. Sus mejillas estaban sonrojadas por el viento y no por el maquillaje, y sus labios estaban pintados de un coral apagado. Clay tardó un segundo y medio en desearla con una intensidad que le enfurecía. Una pelirroja le reconoció. Le hizo un guiño para ser educado antes de escabullirse. Emergió de la multitud y, por accidente, se encontró detrás de Liz. Ella se volvió con los labios en el borde de un vaso de uno de los peligrosos cócteles de ron de Speed y levantó la vista.

– Ten cuidado con eso, preciosa. Son letales.

– ¡Clay! -Liz apenas podía hacerse oír por encima del ruido-. ¡Dios! ¡Menudo jaleo!

Liz parecía feliz. Recibió una mirada furiosa de unos ojos entre cerrados, pero no la vio. Una de sus antiguas condiscípulas con las que había ido la cogió del brazo y la arrastró hacia la música. Alguien había enrollado una alfombra.

Clay la vio quitarse los zapatos de sendos puntapiés. Bailó con Frank, con Speed y con un tipo larguirucho que él no conocía. La oyó reír y vio su cara sonrojada.

Liz se encontró sin saber cómo con el segundo cóctel de ron en las manos; tampoco sabía quién le había dado el primero. Intentó localizar a Clay en dos ocasiones. Pero la primera vez él estaba acorralado en un rincón por una hechicera morena. La segunda vez, su brazo rodeaba a una pelirroja bien dotada. Por fin se cruzaron en la entrada del cuarto de baño. Liz salía y Clay entraba.

– ¿Verdad que es una fiesta maravillosa? -dijo ella con entusiasmo.

– Maravillosa. Parece que lo estás pasando bien.

– Casi tanto como tú.

Se sonrieron como viejos amigos.

A medianoche, ella había conseguido escapar a la cocina y estaba hablando con un tipo de gafas con el cuerpo de un corredor y la nariz de un zorro. No sabía de qué le estaba hablando aquel tipo. Le dolía la cabeza debido al constante ruido y algo se estaba desmoronando en su interior trocito a trocito. Era la única mujer de la fiesta que no le había puesto las manos encima a Clay.

– ¿… venir a mi casa?

– ¿Mmmm?

Levantó la vista, sonrió distraídamente a Nariz de Zorro y siguió con sus reflexiones. Sólo podía pensar en las veces que ella y Clay habían estado a punto de hacer el amor. Y todas aquellas mujeres seguras de sí mismas no dejaban de tocarle. Él no había opuesto demasiada resistencia, desde luego.

– Creo que eres preciosa.

– Fascinante -murmuró Liz.

Clay entró a la cocina a tiempo de ver a John Greely estirar el brazo para rodear el cuello de Liz. La distancia era de metro y medio. La cubrió en tres cuartos de segundo.

– ¿Estás cansada de la fiesta?

– ¿Perdón?

– Nancy y Jane se han ido, Liz. Les he dicho que yo te llevaría a casa. ¿Estás lista?

Fuera hacía frío. Una nevada reciente había despejado la noche. Liz se acurrucó en su abrigo temblando mientras Clay giraba la llave de contacto. El descongelador soltó una bocanada de aire frío que hacía juego con el ambiente general del coche. A Liz no le importaba haber dejado la fiesta, pero Clay la había arrastrado hasta la puerta.