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– ¿Hace mucho que le conoces? -preguntó él en tono indiferente.

– ¿A quién?

– A John Greely.

Ella se armó de paciencia.

– Clay, ¿quién es John Greely?

Él la miró de reojo.

– No me importa que te corras una juerga, encanto. No te estaba criticando. Pero no con él, ¡maldita sea!

– ¿De qué demonios estás hablando?

Llegaron delante de casa de Liz en un tiempo récord. Si la policía de Ravensport no estuviera durmiendo a aquella hora de la noche, sin la menor duda hubieran multado a Clay por exceso de velocidad. Ella dedujo que estaba disgustado porque había tenido que dejar la fiesta para llevada a casa. Pero no vio irritación cuando él se volvió hacia ella. Apagó el motor y acarició la mejilla de Liz con los nudillos de la mano.

– Eres la mejor mujer que conozco, Elizabeth Brady -dijo Clay en voz baja-. Y estaba hablando de encontrar un hombre lo bastante bueno para ti. Volviste a casa porque necesitabas entregarte a alguien, porque eres la clase de mujer que eres, una mujer hermosa y muy especial. Pero todo el mundo se descentra cuando está pasando una mala época. Cuando la superes, encontrarás al hombre adecuado. Un hombre que sea lo bastante bueno para una dama, un hombre que pueda darte lo que realmente necesitas y deseas.

Liz observó a Clay largamente, intentó decir algo; en cambio, tiró de la manilla de la puerta y salió del coche. La luz de Andy estaba apagada y en el fregadero había tantos platos que Liz supuso que estaba pasando la velada con su profesora de arte. Sin quitarse el abrigo, empezó a llenar el fregadero con agua y detergente. Metió dos vasos, dos platos, dos juegos de cubiertos. Segundos después se encontraba mirando el exterior por la ventana panorámica del cuarto de estar, las manos goteando y los platos sin tocar.

Había salido del coche de Clay sintiéndose confundida y vagamente consciente de que él debía estar refiriéndose al hombre con nariz de zorro de la fiesta. En su cerebro empezaron a girar unas ruedecitas y no tenían nada que ver con el desconocido con el que había pasado cinco minutos en una cocina. Siempre había creído que Clay estaba rechazando una relación adulta entre ambos porque no sentía lo mismo que ella, porque la veía como una hermanita honoraria. No porque la hubiera puesto en un estúpido pedestal con el cartel de «dama».

No porque no se considerara lo bastante bueno para ella.

A las dos de la mañana, Clay seguía tomando descafeinado y hojeando un catálogo de ordenadores que Spencer había dejado estratégicamente en su sillón. Mecanismo impulsor de discos, ROM, RAM, octetos… Si Spencer quería el maldito trasto, lo tendría, siempre y cuando fuera capaz de descifrar aquella jerga. Clay no lo era. Dejó a un lado el catálogo y se levantó del sillón.

¿Habría conseguido hacerse comprender por ella? Apagó la luz y fue a ver a Spencer. Su hijo estaba dormido como un tronco, medio sofocado bajo demasiadas mantas. Clay retiró alguna, cerró la puerta del cuarto de su hijo y se dijo que estaba cansado. No lo estaba en absoluto. Se duchó, se acostó y encendió el televisor. ¿Qué debía hacer? ¿Dejar que un perdedor como Greely hiciera progresos con Liz sin intervenir? Desde luego, ella tenía derecho a flirtear. El baile, el flirteo y la conversación con otros hombres eran signos saludables de que su obsesión por Clay Stewart iba perdiendo fuerza. Antes o después tendría que entender que aquel amor era únicamente una ilusión para un hombre como él. Ella se merecía mucho más.

Él se había sentido muy feliz al verla divertirse en la fiesta. Muy feliz. Como si alguien le hubiera pateado el vientre. Acababa de apagar la televisión cuando oyó los golpecitos en la puerta. Cogió la bata apresuradamente. Las interrupciones en mitad de la noche se debían a problemas en el motel. Esa noche lo habría agradecido, pero no estaba preparado para la naturaleza de la interrupción que encontró en la puerta. La cara de Liz estaba pálida, sus ojos tenían una mirada alterada y su pelo estaba salpicado de copos de nieve y revuelto por el viento…

– ¿Puedo entrar?

– Encanto, ¿qué pasa?

Ella se ceñía el abrigo al cuerpo y sus dedos estaban tan fríos como el hielo. Entró lentamente, oyendo el tono preocupado de Clay y viendo las sombras de cansancio bajo sus ojos. Había conducido hasta allí a la velocidad límite, muy segura de lo que quería hacer, de lo que necesitaba hacer. Nada había cambiado, pero parecía haberse dejado todo el valor en el coche.

– Liz…

– Tengo que hablar contigo.

– ¿Ha pasado algo?

– Sí -ella miró la puerta de Spencer-. No quisiera despertarle.

– Ven.

Él le puso una mano en la espalda y la guió hasta la puerta de su dormitorio despacho. «Como la araña a la mosca», pensó ella con un chispazo de humor. El echó el pestillo y le señaló el gran sillón de despacho.

– ¿Quieres café?

– No.

El escritorio estaba cubierto de papeles y carpetas e iluminado por la lámpara del lado de la cama. La ropa de cama estaba subida apresuradamente sobre el colchón doble. Clay se sentó en una esquina de la cama sin dejar de mirarla a la cara. Su bata era vieja, de terciopelo granate, y estaba abierta hasta la cintura. Al parecer, su semidesnudez y las implicaciones de la cama no existían para él. Estaba dispuesto a hablar, a escuchar. Estaba dispuesto a ayudarla. Sintió deseos de pegarle.

– Siéntate. Pareces disgustada.

– Lo estoy -Liz aspiró profundamente-. Quiero hablar contigo de lo que dijiste en el coche, Clay. Pero todavía no. No quiero hablar durante unos minutos.

– Liz…

Cuando ella se quitó el abrigo y lo dejó caer, él calló bruscamente. Sin la menor duda, parte del frío que ella sentía se debía a su atuendo. Una vez que se quitó los zapatos, no llevaba nada más que unas braguitas y una camisola de satén negro. El satén negro siempre había distinguido a las chicas buenas de las malas. El satén negro parecía un método ideal para derribar de un pedestal a una mujer. La conmoción inmovilizó inicialmente las facciones de Clay. Su mirada resbaló por el satén negro, por la piel marmórea, hasta los ojos de Liz.

– Ponte el abrigo, Elizabeth Brady.

Ella negó con la cabeza. Sus pies se negaban a avanzar. Ella no iba a retroceder. Clay se levantó y empezó a tirar de la colcha de la cama.

– Pues no vas a quedarte ahí hasta que te mueras de frío.

Su voz era muy razonable. Razonable, paciente y firme, lo que consiguió liberar finalmente los pies de Liz y sus nervios. Cuando él se volvió con la gruesa colcha en las manos, ella se sacó la camisola por la cabeza.

– ¡Maldita sea, Liz!

Dejó caer la colcha cuando ella empezó a quitarse las braguitas, pero los dedos le temblaban tanto que tuvo que dejarlo. ¿Qué había esperado de él? ¿Que se derritiera de deseo al ver a una mujer desnuda? Era evidente que Clay había visto muchas mujeres desnudas. La carne no era más que carne y ella estaba más flaca que la mayoría. Tal vez hubiera sido de ayuda si ella sintiera fluir el deseo por sus venas, pero sólo sentía una rabia creciente.

¿Que no era lo suficientemente bueno para ella? «Encontrarás al hombre adecuado, Liz». ¿Y qué era él? ¿Un caballo? Para empezar, ella no sabía cómo había llegado a estar en aquel pedestal. Se le había dado muy bien cometer errores. Y la mayoría relacionados con Clay. Aunque los más recientes hubieran sido con David. Se había equivocado de profesión, nunca había tenido el valor de admitir lo que quería y necesitaba, y siempre había estado demasiado asustada para arriesgarse. Ahora iba a arriesgarse y en toda su vida había estado más asustada. Empezó a comprender que Clay también lo estaba. Decidió asustarle muchísimo más antes de que la noche hubiera terminado y se acercó lo bastante para acariciarle la mejilla. Él tenía en la mejilla un músculo que se puso tenso inmediatamente.

– No, encanto. Hablo en serio, Liz…