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Ella lo sabía. Cuando se puso de puntillas y le pasó los brazos por el cuello, la temperatura del cuerpo de Clay cambió. Ella le rozó los labios con los suyos muy suavemente, como haría un hombre experto con una virgen. La imagen de Clay como virgen la complació, le dio valor. En cierto modo lo era. Ella dudaba de que alguna mujer hubiera entrado en ciertos territorios íntimos de Clay. El sexo era otra cosa. Estaba convencida de que él era maravilloso. Un héroe, un hombre especial, un hombre testarudo, cabezota, excesivamente protector que se merecía mucho amor. Ella olvidó sus temores y su paciencia. La punta de su lengua trazó el contorno de la boca masculina. Él no se movió. La lengua siguió la rígida línea de los labios cerrados y sus dedos subieron hasta el cabello de Clay. El satén negro se arrugó contra el muslo de él. El ritmo de su corazón se desbocó.

– Abre la boca, Clay -susurró ella-. Te juro que no te va a doler.

– ¿Doler? Qué palabra tan rara, Liz, para utilizarla en este momento. Pero he notado que uno de nosotros no se comporta de un modo racional, inteligente y sensato. Ahora…

– Ahora, abre la boca.

Él tenía problemas para respirar.

– Jugaremos a esto hasta que te canses. Hasta que comprendas… que no puedes hacer nada, Liz. No voy a hacerte el amor.

– Ya lo sé.

No se lo habría permitido aunque él lo hubiera intentado.

Ella iba a hacerle el amor a él, no al contrario. Con toda aquella charla, él había separado los labios. Deslizó la lengua dentro. La pasó a lo largo de los lisos y blancos dientes. Y la lengua de él… En ocasiones la lengua de Clay era capaz de decir palabras ásperas y bruscas que sin duda lamentaba después de dichas.

Sus hombros tenían la costumbre de ponerse rígidos cuando estaba a punto de estallar de ira. Los dedos de Liz acariciaron aquellos hombros. Sus oídos tenían la mala costumbre de oír únicamente lo que querían oír. Cuando Liz se ponía de puntillas, sus labios alcanzaban las orejas de Clay. Lamió una de ellas. Con frecuencia Clay ocultaba sus emociones con aquellos ojos, dejando ver a la gente sólo lo que quería que vieran, no lo que sentía realmente. Sus labios rozaron suavemente los párpados cerrados. A las vírgenes indefensas había que tratarlas con mucha suavidad. Las vírgenes temen inevitablemente el dolor que sentirán cuando les arrebaten sus defensas una por una. Ella amaba a aquel hombre por cada error que había cometido, por cada error que iba a cometer. Clay estaba temblando. Lasciva, descarada, inmoral. Las palabras cruzaron su mente y comprendió lo que estaba haciendo, pero no se sentía así. Siempre había amado a aquel hombre. Pero no era aquello lo que importaba. Porque en aquella ocasión, por primera vez, quizás estaba ofreciendo todo lo que ella era, sincera y dolorosamente, y al infierno con los riesgos. Nunca antes se había sentido tan mujer, tan fuerte, tan segura.

– ¡Maldita sea, encanto…!

Una cosa era sentirse fuerte y segura y otra estar de puntillas eternamente. Posó las plantas en el suelo al tiempo que se cogía de la bata de Clay. Apoyó la mejilla en su pecho y la frotó contra la piel. Su cuerpo estaba más caliente que un horno. Los labios de Liz buscaron el calor, revolotearon sobre los planos pezones y el musculoso pecho. Comprobó que parte del cuerpo de él seguía siendo como una roca, pero sólo una parte. La parte que debía serlo. Los dedos de Liz descendieron por el estómago y descubrieron mechones de pelo rizado. Hasta los gigantes tienen su punto límite. El de Clay llegó con un ronco suspiro. Se apoderó de la boca de Liz como si fuera la primera vez que probaba una boca femenina. Entonces el colchón hizo algo mágico. Subió al encuentro de la espalda de Liz y de pronto Clay estaba encima de ella.

Sus manos le acariciaron la cara.

– Me temo que vayas a lamentar esto.

– No hay la menor posibilidad de que yo llegue a lamentar esto.

Él meneó la cabeza y volvió a besarla mientras las palmas de sus manos se deslizaban por la piel de Liz, por su cuello, pechos y vientre. Las braguitas estuvieron en el suelo inmediatamente. El corazón de Liz nunca había latido tan deprisa. Sabía con anterioridad que él era un hombre generoso, pero nunca lo había comprendido tan bien. La luz amarillenta mitigaba la absorta concentración de los ojos de él, la ternura de sus manos, que deseaban conocer, complacer, disfrutar.

Clay encontró lo que esperaba: vulnerabilidad, fragilidad. ¡Y su piel! ¡Y su olor! ¡Y sus piernas rodeándole! ¡Y los ruiditos que hacía! La lengua de Liz podía dejar sin sentido a un hombre. Sus manos podían hacer que un hombre olvidara su pasado, el presente, todo. Su reacción podía hacer que un hombre se creyera capaz de cualquier cosa, de ser cualquier cosa, de tener cualquier cosa. Deseaba ahogarse en ella. Su lengua acarició los pezones femeninos. Su palma acarició el muslo femenino lentamente hasta que el vello del suave nido le rozó la mano. Cuando abrió la mano, ella se arqueó hacia él, flexible y complaciente.

– Clay, no voy a romperme.

Su voz no era más que un hilito.

Deslizó las manos por las caderas de Clay, presionándole contra ella, susurrándole su deseo. No era de porcelana china. No era algo inapreciable. Solamente era una mujer. Aunque hubiera tardado tanto en comprender que aquello era lo único que quería ser.

Él la cubrió y ella le atrajo a su interior. El ritmo se inició con una ferocidad primaria que carecería de sentido para quien no lo hubiera experimentado. Quizás aquella música sólo les perteneciera a ellos. Quizás la música fuera tan íntima que sólo ellos dos pudieran compartida. Sólo ellos dos; así de fácil, así de sencillo.

Capitulo Nueve

– ¿De dónde sacaste esa extravagante lencería?

– ¿Te gustó el satén negro?

– No.

Liz soltó una risita con la cabeza en el hombro de Clay.

– ¡Oh, sí! Te gustó.

– Eres una mujer peligrosa.

– Gracias

– No es un cumplido necesariamente -sus dedos no dejaban de acariciar el pelo femenino-. En la fiesta, todos los hombres te devoraban con la vista.

– En la fiesta, las mujeres no dejaban de tocarte.

– ¿Por eso apareciste en mi puerta a las dos de la madrugada desnuda?

– Por supuesto que no. Vine a darte las gracias personalmente. Eres la única persona de todo el pueblo que no empezó una conversación con un «¿Qué te has hecho en el pelo?» desde que me lo corté.

– ¿Siempre das las gracias de un modo tan particular?

– Siempre.

– Tu pelo me gusta mucho. Sobre todo ahora.

– ¿Ves lo amable que eres? -ella se incorporó y le besó-. Dentro de cuatro años habrá crecido.

– Boba.

Él seguía sintiendo su beso en la boca. La mirada de Clay vagó sin poderlo evitar por los labios rojos y los ojos soñolientos. La primera vez había tenido excusas por haber perdido el control. Liz era capaz de tentar a un santo. La segunda vez no había tenido excusas. Se había olvidado de tener cuidado y sólo había pensado en poseerla con un deseo feroz y una pasión sin inhibiciones que había hecho trizas su sensatez.,¿Qué iba a hacer con ella?

– Mentí -murmuró ella.

– ¿Sobre qué?

– No vine aquí porque te gustara mi pelo -le informó.

– ¿No?

Él colocó la colcha alrededor de la barbilla de ella. Ya había intentado levantarse dos veces y él sabía que quería irse antes de que Spencer se despertara. Nunca antes se le había presentado aquel problema. Nunca había llevado una mujer a dormir allí. Sí, ella tenía que irse. Pero todavía no. Bastante le fastidiaba que fuera necesario que se marchara. Liz no era el tipo de mujer a la que se le podía hacer el amor y echar luego. Pero la cuestión era que nunca debería haberle hecho el amor.

– Vine aquí -le dijo Liz-, porque quería dormir con un hombre malo. Un hombre con pasado, la clase de hombre que una dama debe evitar. ¿No era eso lo que estabas intentando decirme en el coche, Clay?