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Él la observó inquieto mientras ella se liberaba de las mantas y se le subía encima como si él fuera su colchón personal. Clay no estaba preparado para hablar en serio ni para pensar, no a las cinco de la mañana y después de la noche pasada. El peso de sus cálidos pechos y su vientre no favorecía su capacidad de concentración.

– Yo también tengo un pasado -comentó ella en tono superficial-. He intentado seducirte tres veces, Clay ¿Qué opinas ahora de mi moralidad?

– Nada. Excepto que a veces confundes las cosas.

– Más que eso. Yo también he cometido errores. Cortes de pelo. Matrimonios equivocados. Elecciones profesionales erróneas. He hecho daño a la gente, Clay, de un modo imperdonable. ¿De verdad crees que tú eres el único?

– Encanto, estás chiflada.

Su voz era tierna. La besó en la frente y la mejilla.

– Tú no eres capaz de hacer algo imperdonable, Liz.

– Te equivocas.

– Tengo razón.

– Te concedo que eres un cabeza dura. ¿Puedo decirte algo?

– No.

Ella sonrió.

– En contra de lo que pareces creer, yo no soy una monada confusa. Estaba muy confusa después de la separación, pero eso fue hace más de un año. Me siento culpable y pesarosa por esa relación, Clay, pero en ningún momento busqué a un hombre para que hiciera más soportables esos sentimientos. Y tampoco soy una divorciada hambrienta de sexo. Si tomamos como ejemplo mi vida sexual con mi ex marido podía haber estado sin hacerlo durante diez o veinte años más.

Él estaba intentando interrumpirla para hablar, pero ella se lo ponía difícil frotándole un dedo en los labios.

– Está muy claro. Vine aquí porque te amo. Por ninguna otra razón.

A las tres de aquella tarde, Liz estaba en el exterior del edificio de la Cámara de Comercio. El cielo azul blanquecino hacía juego con un día tremendamente frío. Los dedos de los pies se le habían helado en el corto trayecto desde el coche. Por dentro seguía caliente. El recuerdo de su unión amorosa con Clay seguía ardiente en ella. Durante todo el día había tenido la impresión de que por sus venas corría una nueva fuerza en vez de sangre. Había corrido el riesgo de entregarse a Clay, había actuado siguiendo sus emociones, su instinto femenino. En otra época había llegado a creer que nunca podría hacerlo. Amar a Clay no borraba los errores que había cometido. Pero amarle le había enseñado que entregarse no significaba sacrificarse. La sinceridad tenía mucho que ver con creer en sí misma, en que era una mujer que valía la pena.

Tendría que enseñarle muchas cosas a Clay, pero no en ese momento concreto. Reunió todo su coraje, empujó las puertas de cristal y entró. La oficina de la Cámara de Comercio no había cambiado desde su última visita, desde la fallida entrevista que recordaba demasiado bien. La moderna oficina estaba decorada en corales y grises. La mujer de pelo blanco recogido en moño seguía llevando gafas y una sonrisa más eficiente que acogedora.

– ¿Puedo ayudarla?

– Sí. Soy Liz Brady y quisiera saber si el señor Graham está libre.

– ¿Tiene usted una cita?

– Me temo que no.

Las mecanógrafas tecleaban a fondo. Sonaba un teléfono como la última vez. La última vez, el señor Graham no había tardado ni diez minutos en comprender que ella no tenía la titulación de relaciones públicas requerida. Ella había tardado menos de diez minutos en cruzar la puerta rápidamente, avergonzada por no disponer de las credenciales precisas y terriblemente consciente de que lo que ella tenía que ofrecer tampoco era bastante bueno.

– Bien, voy a ver -dijo la mujer canosa y pulsó un botón del teléfono-. Señor Graham… -un momento después dijo-: Puede entrar, señorita Brady. Debo decirle que está muy ocupado esta tarde, pero si no va a tardar más de quince minutos…

– No lo haré -prometió Liz.

Llamó suavemente a la cerrada puerta gris y entró. Cuando la puerta se cerró tras ella, los ruidos de la oficina se amortiguaron.

El señor Graham estaba sentado tras un escritorio de pulida madera de nogal.

Estaba en la cincuentena, arrugas de expresión marcaban su boca y su pelo era una pelusilla castaña con una calva clerical en la coronilla. A su corpulenta figura le sobraban unos diez kilos. La primera vez no había sido grosero, sino firme simplemente.

– Siento molestarle por segunda vez, señor Graham. Para ser sincera, no estaba segura de que quisiera verme otra vez -confesó Liz cuando él se levantó y extendió una mano sobre la mesa.

– Tonterías, señorita Brady: Espero que no sienta resentimientos por aquella entrevista. Dígame qué puedo hacer por usted.

– ¿Ha cubierto ya ese puesto?

– Todavía no, pero creo que ya le dije a usted que no teníamos prisa. No es que Ravensport no necesite un buen estímulo, pero podemos dedicar varios meses a encontrar a la persona adecuada. Siéntese, siéntese.

– Gracias.

Ella se quitó el abrigo, pero no pudo relajarse lo suficiente para sentarse en el borde del sillón. Sabía que su nerviosismo se notaba.

– Quería hablarle de ese trabajo, señor Graham.

– ¡Oh! Bueno…

Él parecía incómodo. Ella podía ver que estaba pensando en algún método de librarse de ella.

– Sí, ya sé que usted me rechazó y para mí es muy incómodo volver aquí, señor Graham… -tomó aliento-. Creo que lo hice muy mal el otro día y comprendo que no desee escucharme, pero se lo agradecería. Le prometo que no le entretendré ni siquiera diez minutos.

– La escucharé. Pero…

– No tengo la titulación requerida. También es cierto que he estado diez años fuera del pueblo y si está buscando a alguien rápido y atrevido… -ella sonrió-. Confieso que nunca serviré para algo así. La verdadera naturaleza de una buena bibliotecaria es todo lo que puedo ofrecerle, señor Graham. Estamos hablando de no conformarse nunca con la superficie de las cosas. Estamos hablando de comprometerse a investigar todos los rincones, todas las opciones, todos los hechos, y de personas perfeccionistas con las que puede ser terrible trabajar. Quizás estos datos no le parezcan los adecuados…

Quince minutos después, el señor Graham descolgaba el teléfono con una sonrisa para cancelar su cita de las tres. Para entonces Liz no estaba hablando del trabajo. Estaba hablando de su pueblo, Ravensport, del pleno sabor de la comunidad, de su situación privilegiada, de su personalidad y su capacidad de trabajo. La secretaria canosa les sirvió café a las cuatro menos cuarto. El señor Graham canceló la cita de las cuatro. Para entonces estaban discutiendo de la clase de negocios que Ravensport necesitaba realmente y de cuáles no. Estaban hablando del agua. El Lago Michigan tenía mucha y en verano se llenaba de preciosos barcos de los que Ravensport nunca había obtenido ningún beneficio real. Hablaron de algún lugar en donde atracar aquellos barcos durante el invierno, un pequeño puerto, con un astillero tal vez.

– Buenos barcos, buenas materias, trabajo artesanal de calidad -murmuró el señor Graham-. Eso es exactamente lo que necesitamos.

A las cuatro y media seguían hablando de carpinteros y capital. A las cinco, la secretaria de pelo blanco asomó la cabeza por la puerta y anunció que se iba a casa. Por su expresión quedaba claro que Liz había destruido su bien organizada jornada de citas del señor Graham.

Cuando se fue, el señor Graham se volvió hacia Liz con un suspiro.

– Es un dragón. Tendrá que encontrar la manera de hacer las paces con ella cuando empiece a trabajar aquí. A mí nunca se me ha dado muy bien.

– Me pregunto si habrá algún libro -musitó Andy una hora después.

Los espaguetis que tenía delante estaban fríos, la tostada con ajo quemada y había olvidado aliñar la ensalada. Casi había olvidado lo que era hacerse la cena, pero no era culpa suya que Liz le hubiera malcriado durante un mes.