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– ¿Un libro sobre qué?

– Sobre cómo hacer que las hermanas se queden quietas un rato. ¿Para qué te has levantado ahora?

– Servilletas.

– Ya que estás de pie, podrías quitarte el abrigo.

– Voy a casa de Clay después de la cena.

– ¿Piensas flotar hasta allí o vas a ir en coche como los mortales normales?

Andy aceptó con paciencia el tenedor que ella le tendía y el beso en la frente. Luego se levantó para coger las servilletas él mismo.

– No sé a qué vienen esos nervios. Me has dicho que no empezabas a trabajar hasta dentro de un mes.

Ella asintió.

– Necesito un par de semanas para volver a Milwaukee, recoger mis cosas, cerrar el apartamento y encontrar a alguien que lo alquile.

– Es la primera cosa sensata que has dicho desde que has entrado -comentó Andy-. ¿No piensas dormir? Esta mañana has vuelto cuando me estaba levantando.

– Volví bastante tarde -murmuró Liz.

– Al amanecer, más o menos. Conozco a Clay desde hace un montón de tiempo. Os he visto juntos desde que llevabas trenzas. Nunca lo entendí y no voy a intentar entenderlo ahora -se alarmó cuando Liz abrió la boca-. No quiero saberlo. Un hombre suele ponerse nervioso cuando ve a su hermana ahogándose en arenas movedizas.

– ¡Andy!

Liz estaba atónita. Su hermano se estaba internando en el territorio de las emociones. Algo totalmente inusual en él.

– Quiero a ese hombre como a un hermano -dijo Andy en voz baja-, pero Clay ha sido una especie de arenas movedizas para las mujeres desde el día en que nació. Y es todo lo que voy a decir. Excepto que espero que sepas lo que estás haciendo.

– Lo sé -dijo ella sencillamente.

No tenía la menor duda. Había sido un día durante el cual las dudas se habían alejado kilómetros de ella y nada podía hacer mella en su entusiasmo. El trabajo era importante. Era importante porque deseaba desesperadamente trabajar con otras personas, comprometerse, y era algo a lo que le podía hincar el diente. En menor grado, el trabajo era importante debido a Clay. Clay siempre había tenido el impulso de proteger a los desvalidos, a los indefensos, a los imprudentes. Llevaría tiempo curar a Clay de sus tendencias protectoras. Ahora podía demostrarle que no era una mujer que necesitara protección, sino su igual. Una mujer capaz de cometer errores, pero también capaz de librar sus propias batallas, que se conocía a fondo y valoraba sus sentimientos e instintos y a sí misma. Dejó que su hermano fregara los platos y fue en coche hasta el motel a velocidad de celebración. Clay estaría ocupado, por supuesto. Sólo quería compartir su triunfo con él y besarle, pero su estado de ánimo se nubló al llegar al aparcamiento. Dos coches de la policía estaban aparcados junto a las puertas traseras del motel. Un pequeño grupo de personas se había reunido en la entrada. Las cabezas y los abrigos le impedían la visión. Caminó directamente hacia la entrada principal hasta que vio a un chiquillo con un gorro rojo escondido entre los arbustos. Se había acordado de ponerse un gorro y un chaquetón, pero no llevaba zapatos y sus pies cubiertos por los calcetines rateaban el suelo mojado. Cuando la vio, Spencer se acercó volando.

– ¡No te lo vas a creer! ¡Es estupendo, Liz! ¡Tenemos un ladrón!

– Maravilloso -murmuró Liz irónicamente. Se agachó a abrazarle. ¿Por qué tengo la impresión de que tu padre está seguro de que estás encerrado en una habitación con Cameron?

– Jugando a las cartas. Pero Cam se durmió delante de la tele y luego vi las luces por la ventana y…

– Cuéntamelo después de que entremos y te pongas calcetines secos, chaval..

– No puedo irme ahora. Le acaban de coger. Y mi papá le ha pegado. ¡Deberías haberle visto, Liz!

Spencer bailó sobre los pies imitando el juego de piernas de un boxeador hasta llegar a su habitación por el largo pasillo.

– Esa señora estaba chillando. Verás, era su collar. Y supongo que el tipo con el que se había registrado era su hermano, pero su hermano tenía ese gran problema. Como cuando en la tele dicen «el programa siguiente no es recomendable para niños». ¡Demonios! Ya sabes lo que significa.

– ¿Y los calcetines?

Los mojados estaban junto a la puerta, pero Spencer estaba demasiado nervioso para preocuparse de los sustitutos secos.

– En mi habitación, naturalmente. En fin, todos sabemos lo que son las drogas. Ya sabes lo que voy a decir cuando alguien me pregunte que si quiero probar las drogas, ¿verdad?

– No, cariño. ¿Qué?

Ella encontró un calcetín largo y blanco y otro gris. Por lo menos estaban secos.

– Ni hablar, tío. Lárgate, tío. Las drogas no son divertidas, estúpido… Eso es lo que voy a decir. Y si siguen molestándome, voy a pegarles como mi papá a ese tipo. ¡Bam! Verás, esa señora estaba intentando recuperar su collar y el hermano se enfadó con ella. Mi papá dice que nadie debe pegar a una señora. Jamás, sin excepciones, sin excusas. Aunque sea Sarah Breeling y te robe tu mejor goma. ¡Y entonces llegó la policía! ¡Dos coches!

– Los he visto.

Una vez puestos los calcetines secos y los zapatos, Spencer tuvo que repetirle toda la historia a Cameron, que había despertado de su siesta a tiempo de asustarse al no ver al niño a su cuidado. Cam salió inmediatamente a ver por sí mismo lo ocurrido y lo que podía hacer cuando estuvo seguro de que Spencer estaba a salvo con Liz. Spencer estaba a salvo, pero después de una hora su estado de ánimo cambió y pasó de la exaltación al cansancio.

– Sabes lo que va a pasar cuando vuelva papá, ¿verdad?

– Va a preguntar qué haces levantado después de las nueve de la noche.

– No es eso. Nos va a soltar el sermón.

Compartían un sofá de cuatro cojines y después de las nueve Liz había descubierto que Spencer no se oponía a acurrucarse contra una chica.

– ¿El sermón?

– El sermón. Que tenemos que mudamos porque éste no es buen sitio para mí. Y tú no vas a hablarle de la siestecita de Cam, ¿verdad? Papá se pondrá furioso. No dejo de decirle que ya no soy un niño.

– Lo sé.

– Pero él se preocupa por cosas. Como el bar. ¿Por qué tanto jaleo? Él no quiere que me acerque por allí porque mi abuelita tenía un problema. No me acerco. ¿Para qué iba a acercarme? Pero si no tuviéramos el bar, no tendríamos a George. George necesita un hijo y, aunque soy hijo de papá, a veces me presto yo mismo a George. ¡Demonios! ¿Qué otra cosa puedo hacer? Está muy solo. ¿Te has decidido?

El monólogo de Spencer se veía interrumpido por constantes y ruidosos bostezos.

– ¿Sobre qué, colega?

Liz le acarició el pelo. Le quería aunque le estuviera clavando el codo en las costillas.

– Sobre nosotros. Si no vas a casarte conmigo, ¿vas a casarte con mi papá? Dijiste que me darías una respuesta la siguiente vez que nos viéramos.

– ¿De verdad?

– Sí.

– Bueno… -tenía los párpados prácticamente cerrados-.¿Te parece bien por hoy si te digo que os quiero a los dos?

– Eso no vale. Eso ya lo sabía. Y no voy a dormirme.

– ¿No?

El crío fue un peso muerto en sus brazos durante la media hora siguiente, pero Liz sentía demasiada ternura para moverse. Levantó la vista únicamente al oír abrirse la puerta. La tensión nublaba los ojos de Clay. Nadie necesitaba una crisis en su negocio después de un largo día y una noche sin dormir.

– ¿Se ha acabado la conmoción? -susurró ella comprensivamente.

Él miró el techo para expresar exasperación con la vida en general. Luego cruzó la habitación para recoger a su hijo. Por un momento su mirada se cruzó con la de Liz y los dos recordaron la noche anterior. Rápidamente, una máscara cubrió la expresión de Clay, Liz recordó que él estaba cansado. Cuando él se dirigió al cuarto de Spencer para meter al pequeño en la cama, ella se levantó. De repente se sentía inquieta. Se desperezó para relajar los músculos rígidos y pensó en el trabajo y en su impaciencia por contárselo a Clay. Pensó en todo lo que habían compartido la noche anterior, y en las noches futuras. Y decidió irónicamente que no era el momento adecuado. Clay volvió del cuarto de Spencer y se dejó caer en el sofá coma un hombre demasiado cansado hasta para respirar.