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– Escucha, hermano, como te dije por teléfono, estoy considerando la posibilidad de mudarme aquí. Pero no significa que tenga que ser exactamente a esta casa. Quiero que seas sincero conmigo porque si me interpongo en tus planes…

– No seas más idiota de lo que ya eres, ¿quieres? Que yo sepa, esta casa es tan tuya como mía.

– Tienes treinta y un años y llevas mucho tiempo viviendo solo. Quizás haya alguien en tu vida.

– Miles de mujeres aporrean mi puerta todas las noches -admitió Andy irónicamente-Pero aun así, creo que podemos llegar a un acuerdo. A ver si te metes en la cabeza que eres bienvenida, ¿quieres, hermanita? Aunque si eso te preocupa, podrías encargarte de la cocina y de la lavandería y de…

– ¿Has dicho que querías tu filete carbonizado?

– ¡Eh! Estaba bromeando. ¿Estás mal de dinero?

– No. ¿Y tú?

– Siempre -empujó los papeles a un lado de la mesa-. Ese asunto del divorcio, ¿está acabando ya?

– Firmado y sellado. Hace dos días.

El tono alegre de Liz habría ganado un premio de interpretación.

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué pasa?

– Me había olvidado que Michigan juega con Notre Dame esta tarde. Me he perdido los dos primeros cuartos.

– ¡Oh, no! -Liz se dio una palmada en la frente-. El mundo ha llegado a su fin. La vida ha terminado. El día está echado a perder. ¿Cómo sobreviviremos?

– Por motivos que no puedo imaginar -dijo Andy desde la puerta-, te he echado de menos.

Liz también le había echado de menos. Con nadie más estaba tan cómoda como con su hermano. Fue como si no hubieran pasado diez años: pasaron la cena hablando, luego pelearon por ver quién fregaba y después se instalaron en sofás opuestos para ver la película del sábado por la noche.

Cuando Andy se fue a la cama, ella se encontró dando vueltas por las habitaciones, dejando que el silencio, la soledad y la sensación de estar de nuevo en casa la invadieran. No había cambiado casi nada. El carillón del vestíbulo seguía atrasando cuatro minutos. El cuarto escalón de la escalera seguía crujiendo. La leonera seguía atestada de periódicos, libros a medio leer y mantas de estambre.

Cuarenta y ocho horas antes, el instinto de volver a casa había sido fuerte, rápido e imparable. La llegada del decreto de divorcio había sido el catalizador. Un extraño podría pensar que era irracional, puesto que el matrimonio había terminado un año antes de que el sistema legal así lo reconociera. Un extraño habría considerado irracional también que hiciera el equipaje, cerrara con llave su apartamento de Milwaukee y se fuera de vacaciones sin avisar en el trabajo seguro y agradable que había tenido durante más de cinco años.

Había sentido la desesperada necesidad de volver a casa inmediatamente. No podía esperar. Le daba igual que el mundo entero considerara irracionales sus acciones. Liz sabía que volver a casa era la mejor decisión que había tomado en diez años.

Se detuvo delante de la ventana panorámica del cuarto de estar. Podía ver el vecindario en el que había crecido, los patios con árboles.; los columpios de los niños y los porches en donde la gente se sentaba durante las noches de verano.

Era curioso, pero Ravensport tenía un olor característico. Olía a familia, a algo perdurable, a personas a las que encantaba cotillear y escandalizarse de la subida de la gasolina, pero para quienes los problemas de Oriente Medio quedaban muy lejanos. Allí lo importante era tener para comer, permitirse un coche nuevo, y el corrector dental de los niños. Ravensport olía a la vida real.

Cuando el reloj del pasillo dio las doce, Liz seguía dando vueltas, tocando cosas. Los recuerdos de sus años de crecimiento llenaban todas las habitaciones. Era tranquilizador. Pero no había vuelto a casa porque creyera que iba a resultar fácil.

La última vez que había vivido allí tenía diecisiete años. Era. ingenua, testaruda, segura de sí misma y estaba terriblemente enfurecida por dentro. Andy había sido su guardián durante su último curso en el instituto. Después de su divorcio, sus padres habían dado por sentado que ella viviría con uno de ellos. Los dos se habían equivocado por completo y nadie se había molestado en aligerar el polvorín emocional de la adolescente en la que se había transformado repentinamente.

Excepto Clay Stewart, claro.

Liz casi sonrió al surgir en su cabeza antiguos recuerdos.

Todavía podía ver el largo brazo de Clay impidiéndole salir del cuarto de baño que había junto a la cocina. «Si crees que vas a salir con ese tío cursi de vaqueros ceñidos, estás equivocada».

Recordó otra escena en el comedor. Ella llevaba sus mejores galas para el baile de graduación; contrastaban con los vaqueros raídos y la camisa deshilachada de él.

– Clay, toda la clase va a estar allí.

– Entonces, toda la clase puede acompañarte de vuelta a casa -le había dicho él.

Y, después del divorcio de sus padres, se recordaba sentada en el porche con él. En realidad, no había estado sentada. Estaba tumbada de espaldas, en pantalones cortos, los pies descalzos apoyados en la barandilla del porche. Las luciérnagas revoloteaban en la noche de verano. Él no había interrumpido su muy maduro monólogo sobre lo estúpido que era el matrimonio, lo estúpido que era el amor y que, por lo que decían las demás chicas, deducía que el sexo tampoco valía la pena. Él no había dicho nada hasta que ella hubo acabado y luego la había estrechado entre sus brazos y había murmurado:

– Lo creas o no, algún día perdonarás a tus padres. También dejarás de sentir que es culpa tuya. No puedes hacer nada, Liz. Si quieres estar furiosa, adelante. Yo estoy aquí contigo.

A los diecisiete años, Liz había estado tan enamorada de Clay que no podía pensar con claridad. Él siempre estaba allí cuando necesitaba a alguien. Siempre comprendía. Superficialmente, Clay Stewart era el último hombre de la tierra digno de confianza, a pesar de ser amigo de su hermano desde hacía mucho tiempo. Nadie en Ravensport se había metido en más problemas que él. Su madre bebía y nadie sabía quién era su padre. Le habían detenido dos veces por conducción temeraria. Cuando la hija del alcalde se quedó embarazada, acusó a Clay y se armó un buen escándalo cuando él se negó a casarse con ella. Siempre estaba metido en líos.

Liz sabía todo aquello, pero no le importaba. Desde niño, Clay había usado una chaqueta de cuero, había andado con gesto fanfarrón y un brillo peligrosamente sexy en los ojos. Todo el pueblo pensaba que era arrogante, agresivo y pendenciero. Ella le veía como un hombre solitario que necesitaba desesperadamente alguien que le entendiera y creyera en él.

El reloj del vestíbulo dio las dos. Liz subió las escaleras para acostarse cuando de pronto recordó que la noche anterior había intentado seducir a Clay Stewart por segunda vez en su vida. Y había fracasado por segunda vez.

Se desnudó a oscuras y se metió entre las frías sábanas blancas. Clay la había rechazado con la delicadeza de un ladrillo la primera vez. Le había dicho que le pegaría un tiro si alguna vez la veía unida a un perdedor como él.

No se había unido a un perdedor. Había ido a la universidad y se había unido a David. La rabia y la rebeldía que la habían poseído durante el último curso de secundaria habían desaparecido. No era rebelde por naturaleza. Había reanudado las relaciones con sus padres, había madurado y se había licenciado. Al casarse con David, no había considerado la posibilidad de que su matrimonio acabara en divorcio.

Pero se había divorciado. Su matrimonio había sido un fracaso. A través de la ventana podía ver las nubes grises que cubrían la luna. Las hojas rozaban el cristal movidas por el viento. El sueño se negaba a aparecer. No había vuelto a casa por Clay No había vuelto por ningún hombre. Ya no sentía nada por David, pero la desesperación la había abrumado durante más de un año. Le parecía que jamás volvería a confiar en sí misma como mujer. De adolescente había sido alocada, impulsiva, cabezota y estaba furiosa por lo ocurrido con sus padres. Se había construido cuidadosamente una existencia para asegurarse de que no volviera a pasarle. En la vida real, si se quiere estar seguro, hay que arrinconar las emociones y Liz había buscado una profesión segura Y un hombre seguro. Había tardado diez años en descubrir que en su interior se escondía una Liz Brady distinta. Había vuelto a casa para encontrarse con ella.