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En su mente se mezclaban imágenes de la noche anterior y de Clay Stewart. Sentía vergüenza, culpabilidad, horror. Pero no eran los únicos sentimientos. Clay se había equivocado gravemente la noche anterior. No al echar alcohol en sus limonadas, sino al cruzarse en el camino de una mujer en busca de su verdad. Clay formaba parte de una época de su vida en que había considerado como cosas naturales los sentimientos, el amor y la confianza. La antigua Liz, después de lanzarse contra él como un mercancías, habría sentido la tentación de esconder la cabeza en la arena y rehuirle cuidadosamente durante el resto de su vida. El orgullo siempre había sido muy importante para ella, mucho más importante que la sinceridad. La nueva Liz no había regresado a casa para esconderse, sino para afrontar la realidad. Tenía que enfrentarse a Clay otra vez.

Capítulo Dos

La lluvia golpeaba en las ventanas cuando Clay se levantó y dejó las gafas de leer sobre el atestado escritorio. El brillo de los faros de los coches iluminaba la sombría noche. La lluvia siempre suponía negocio para su motel y, a juzgar por el aparcamiento lleno, los ingresos de la noche iban a ser excelentes.

El escritorio de teca era demasiado elegante para un hombre que vestía vaqueros viejos y una rozada camisa blanca. Tanto el escritorio como el papeleo hacían que se sintiera como un fraude, como un falso triunfador. Se veía a sí mismo como un jugador de póquer que va perdiendo y sigue jugando con la esperanza de ganar a sus oponentes gracias a un farol.

Se pasó una mano por el pelo en un gesto de impaciencia e identificó su estado de ánimo como avinagrado, el mismo desde hacía cinco días. Una buena pelea a puñetazos habría eliminado parte del exceso de energía, o conducir un Maserati a ciento cincuenta por hora, o una buena borrachera.

También habría sido de ayuda si Liz Brady no hubiera vuelto al pueblo. Y, sobre todo, si él no la hubiera tocado.

Lo que necesitaba realmente era pelearse con un tigre. Pero no había muchos en Ravensport, Wisconsin. Atravesó la moqueta de color gris oscuro hasta la habitación de su hijo y abrió la puerta silenciosamente. Su malhumor se transformó inmediatamente en una mezcla de diversión e impotencia.

Las dos habitaciones particulares de Clay estaban dominadas por los tonos grises y cremas y el aire austero. La falta de chucherías hablaba de la negativa de un hombre a depender de las cosas. Podía haber liado el petate en cuestión de horas.

Para mover todo lo que abarrotaba el cuarto de Spencer se requeriría un camión. Acuarios de doce litros se disputaban el espacio con los libros de texto. Los peluches se habían reproducido milagrosamente en un rincón a lo largo de los años. Las naves Lego llenaban el armario, y la estantería que ocupaba toda la pared estaba llena de colecciones de libros, monedas, trocitos de vidrio. Spencer jamás tiraba nada.

A las ocho y medioa debía estar durmiendo. La habitación estaba a oscuras, pero no lo suficiente para que Clay no pudiera ver el bulto bajo las ropas de cama. El acusador resplandor que se filtraba por las mantas hablaba por sí solo.

Clay sintió una oleada de amor más potente que cualquier sentimiento que hubiera conocido nunca. Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar severamente.

– Te dije que apagaras la luz hace media hora.

Dos capas de mantas se retiraron para dejar ver una carita pecosa con un mechón de pelo castaño y los ojos castaños iluminados por la linterna.

– Papá, te lo he dicho un millón de veces. Nadie puede dejar de leer la Enciclopedia Brown en mitad de un capítulo. Ya sabes lo que pasa.

– ¿Quieres saber lo que va a pasar si vuelvo a pillarte leyendo con una linterna? ¿Cuántas veces tengo que decirte que te vas a destrozar la vista?

Clay se acercó y empezó a recolocar las mantas y sábanas.

– Voy a ir al local un rato. Cameron estará en la habitación contigua y tienes el timbre si me necesitas.

– Ya no necesito el timbre. ¡Demonios! ¡Tengo ocho años!

– No vas a cumplir nueve si no dejas de maldecir.

La amenaza, como todas las de Clay, nunca provocaba en su hijo más que una sonrisa.

– Claro, papá.

Clay consideró la posibilidad de darle el azote que se merecía sin la menor duda; en cambio, se inclinó a acariciar la mejilla de su hijo. Los deditos de Spence le rodearon el cuello en un abrazo y toda idea de disciplina se esfumó. Su hijo olía a leche caliente, pasta de dientes y lápices. Le encantaban aquellos olores.

– Ahora, a dormir -gruñó.

Segundos después, cerraba la puerta del dormitorio y contaba mentalmente hasta diez.

– ¡Apaga la luz! -gritó a través de la puerta.

– ¡Caracoles, papá! ¡Sólo me faltan dos párrafos!

– Ahora mismo, Spencer.

Muy pronto iba a tener que imponer su autoridad paterna.

– Está bien, está bien.

Al entrar en el pasillo del motel, el estado de ánimo sombrío volvió a rondarle como una mosca a un sabueso. No era un buen padre para Spencer.

Durante toda su vida se había especializado en cometer errores. La madre de Spencer había sido uno de los peores errores de Clay. Mary había sido una tentadora morena que había aparecido por allí varias veces en busca de un amorío fugaz. No era muy diferente de las demás mujeres que entraban y salían de su vida, pero Mary había mentido al decirle que no se preocupara, que estaba prevenida. También le había dicho que se fuera al infierno cuando él le propuso matrimonio.

Se puso furioso cuando ella se mató en un accidente de tráfico, no por Mary, sino porque las autoridades locales internaron a su hijo en un hospicio. Había descubierto con rapidez que un padre soltero no tenía derechos legales. Su hijo había estado en aquel lugar durante dos años. En aquellos dos años, Clay había reunido a duras penas el pago inicial del motel. En aquella época, el local tenía una pésima reputación: mala instalación eléctrica, mala comida y nada de preguntas al inscribirse. La decoración del vestíbulo se limitaba a unos sofás de plástico roto y un empleado impresentable.

Ahora, el aspecto del iluminado vestíbulo hablaba de éxito. En la chimenea del rincón ardía un buen fuego, las plantas destacaban las paredes forradas de roble y los cansados y mojados viajeros estaban reponiendo fuerzas en los cómodos tresillos. Clay habló con Cameron y luego con Susie en el mostrador de recepción antes de atravesar la cocina y el restaurante para trasladar su malhumor al bar.

La iluminación tenue y las mesas discretas solían ser un calmante eficaz para su malhumor. Si aquello fallaba, podía contar con Char para que le subiera la tensión, si no el ánimo. Aunque ella estaba tras el piano, Clay pudo ver que llevaba su atuendo habitual, lo bastante exótico y escotado para cruzar los límites legales de la decencia. Su guiño sensual no hizo efecto esa noche.

Se colocó tras el mostrador y sirvió una cerveza a un cliente. En el otro extremo, George estaba sacando brillo a los vasos. A pesar de su metro ochenta y su enorme corpulencia, George debía escuchar más confidencias todas las noches que un psiquiatra en ejercicio. George dirigió a su jefe una mirada sagaz y luego señaló las mesas llenas.

– Tranquilo como una tumba.

– Ya lo veo.

Clay echó un vistazo al local en busca de un borracho potencial o un posible pendenciero. Debido a que el bar llevaba su nombre, la gente del pueblo daba por supuesto que era un local especializado en líos. Incluso después de todos aquellos años, Ravensport seguía esperando lo peor de él. Normalmente, a Clay le hacía gracia ganar dinero debido a su mala fama, sobre todo porque la mayor atracción del local era el escote de Char.