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Esa noche Clay habría agradecido un poco de acción.

– ¿Spencer te ha puesto nervioso? -le preguntó George.

– Spencer siempre me pone nervioso. Ese chico me da miedo. ¿Cómo es posible que un hombre que apenas terminó la secundaria tenga un hijo obsesionado por los libros?

– Ya -George soltó el trapo-. ¿Eso es lo que te ha estado fastidiando toda la semana?

– No me fastidia nada que no se pueda curar con un buen puñetazo en la barbilla -dijo Clay irónicamente.

– ¿Estás buscando voluntarios?

– Supongo que serías el primero de la cola. No hace falta que me digas que he estado más intratable que un oso.

– Te he visto peor. ¿Has probado con aceite de ricino?

Clay respondió con el gesto adecuado y George rió entre dientes. Clay estaba a punto de marcharse cuando vio a la mujer de la entrada.

El bonito pelo plateado flotaba sobre sus hombros. La lluvia brillaba en él. Llevaba pantalones azules y un suéter amplio a juego que resaltaba su esbelta figura. El toque rosa de sus labios era todo su maquillaje. Los discretos tonos pastel acentuaban la implícita etiqueta de «dama». Sólo con verla el estómago de Clay se puso tenso. Un deseo tan intenso y rápido como las malas noticias le poseyó. En sólo tres segundos pudo ponerle nombre a la desazón que había provocado su pésimo estado de ánimo durante los últimos cinco días. Liz se había detenido en la entrada. Su mirada se deslizó por la barra y pasó de largo sobre Clay. Clay contuvo una sonrisa cuando ella se acercó a la barra y ocupó un taburete justamente ante él. Pero no le miró. Fue como si no le viera. Miró directamente a George hasta que éste se acercó con un paño en el antebrazo.

– ¿Qué va a ser, señorita?

– Una limonada cargada, por favor -pidió recatadamente.

Clay contuvo una carcajada. George le miró de reojo.

– ¿Perdón?

– Si usted no está familiarizado con esa bebida, seguramente ese demonio que tiene al lado, sí -extendió la delgada mano sobre la barra-. Soy Liz Brady. No nos conocemos, pero nací y crecí en este pueblo. Este local era un antro. ¡Ha hecho usted un trabajo fantástico!

– Así es -admitió George imperturbable. Su apretón de manos le identificó inmediatamente como un conspirador. Luego, apoyó los codos en el mostrador-. Gracias por el cumplido. Invita la casa, pero tendrá que decirme qué lleva una limonada cargada.

– Yo me ocuparé de la dama, George.

Liz sintió que resbalaba del taburete arrastrada por la mano de Clay en su nuca.

Levantó la vista con ojos brillantes y el corazón brincando. Después de cinco días, era evidente que la montaña no iba a ir a Mahoma. Saber que debía enfrentarse con él era una cosa, pero una mujer adulta que se había comportado como una ninfómana había necesitado cinco días para reunir el valor necesario. Creía haberlo logrado, pero todo su valor se había quedado en la entrada del bar. Aquella primera noche había pensado que su reacción al ver a Clay estaba mediatizada por el alcohol. No obstante, un simple vistazo y el pulso se le había acelerado igual que diez años atrás.

Clay seguía teniendo la estructura ósea de un vikingo, los ojos oscuros de un halcón y el pelo rubio, fuerte e indomable a cualquier peine. Los salientes pómulos y la barbilla desafiante destacaban en la cara cuadrada de nariz de perfil romano. Las arrugas de la frente y los ojos delataban la experiencia de un hombre con una vida difícil e intensa. Cuando se enfadaba, su boca parecía una cruel cuchillada. Adjetivos como «atractivo» y «guapo» estaban fuera de lugar. Las facciones marcadas y rudas eran exactamente lo que atraía la atención de las mujeres y a la población femenina de Ravensport nunca le había importado que Clay no fuera guapo. Su manera de vestirse había sido siempre una evidente afirmación de sexualidad. Su mirada desafiaba a las mujeres a domarle. No usaba lociones extravagantes ni colonias masculinas para atraer a las mujeres. No era necesario. Por lo menos, nunca lo había sido para Liz. Su pulso galopante era una sensación familiar, así como el modo en que él la miraba. Aquellos ojos oscuros brillaban con una mezcla de diversión y exasperación, como si tuviera en las manos un cachorrito adorable que acabara de cometer un desaguisado.

En cuanto entraron en el iluminado vestíbulo, él retiró la mano de la nuca de ella como si quemara.

– ¿Y bien? Creía que no nos hablábamos.

Ella levantó la vista para encontrarse con la mirada de Clay.

– Es lo que he venido a averiguar. ¿Últimamente se te han echado encima otras mujeres?

Él luchó por contener una sonrisa sin conseguido.

– Ninguna tan insolente como tú. Tienes mejor aspecto-añadió.

– He oído cumplidos mucho mejores.

– Si esperas una disculpa, no vas a conseguida.

– Muy bien. Y si esperas que vuelva a insinuarme, también puedes olvidarlo.Ya podemos dejar este tema y pasar a algo más interesante. ¿Me vas a enseñar tu local o tengo que curiosear por mi cuenta? -ella echó un vistazo a su alrededor-. Esto tiene mucha clase para un hombre que siempre andaba metido en líos. No voy a admitir que estoy impresionada, pero…

Clay no dudó ni un segundo. Durante los cinco días pasados, su sentido común le había estado aconsejando que se mantuviera lejos de ella. Tenía intención de seguir haciéndolo, en cuanto estuviera totalmente seguro de que ella estaba bien. Le pasó un brazo por los hombros, como había hecho miles de veces cuando era joven. Su olor le hizo pensar en rosas amarillas y en mariposas. Su cadera rozó la suya un momento y una oleada de deseo circuló por su sangre.

– Vamos, encanto. Voy a enseñártelo.

La llevó primero a la cocina del restaurante. Mientras ella probaba la mousse de chocolate y hablaba con los cocineros, la observó atentamente. Era evidente que había descansado. Las ojeras habían desaparecido, pero estaba demasiado delgada. Su vulnerabilidad, su feminidad, su elegancia eran algo natural en ella. Él siempre había evitado a las mujeres de aquel tipo. Los bribones no se mezclan con las damas y Clay no tenía intención de mezclarse con Liz. Sólo quería verla feliz y, ¡maldición!, ella no era feliz. Ella fisgoneó en los congeladores, en los armarios-escoberos y en las alacenas como un gatito suelto por primera vez. La perdió de vista un momento hasta que comprendió que había dejado la cocina. Estaba observando el local lleno de comensales, los carritos de postres y ensaladas bien surtidos y los cortinajes que ocultaban la tormenta nocturna. La decoración no era nada especial, pero la moqueta roja y las lamparitas estilo Tiffany de las mesas creaban un ambiente sereno y relajado. Cuando sus miradas se encontraron, los labios de Liz se curvaron en una sonrisa satisfecha.

– Lo has conseguido, ¿verdad?

– ¿El qué?

– Están todos aquí. Grissom y su familia en el rincón. En otra época, le habría hecho feliz echarte del pueblo. Y no sé si Curtis sigue siendo el comisario, pero hace diez años no erais muy buenos amigos -nombró a otros y señaló el local en toda su amplitud- Este sitio no era nada antes. Un antro para camioneros y granujas -Liz meneó la cabeza y dijo en voz baja-: Les has dado una lección, Clay. Debes sentirte bien.

Él sonrió cínicamente.

– Te impresionas con más facilidad que antes. Detesto decir que cambiarías de opinión si te enseñara la hipoteca de este local.

Ella no le hizo caso. Le miró de arriba abajo con ojos burlones. Los tejanos y la camisa blanca contrastaban con el atuendo formal de los dientes del restaurante.

– Todavía sigues pareciendo un pendenciero y un alborotador. Qué desilusión.

– ¿Habías esperado verme con traje y maletín?

Se sentía incómodo. La alejó del ruido y el ajetreo del restaurante y de las cocinas.