La noche anterior con Jace en la discoteca y luego en su apartamento, se había mostrado atrevida y aventurera, impulsada por un afán de exploración sensual como nunca antes había sentido con ningún otro hombre. Jace había liberado a la mujer lasciva y libidinosa que había en ella, y había sido una experiencia maravillosa sentirse tan impúdicamente sexual, disfrutando sin reservas de la atención y las lecciones de Jace… y de la certeza de saber que ella también tenía la habilidad para excitarlo.
Atravesó el vestíbulo vacío y entró en la zona de talleres, con una sonrisa en los labios al recordar cómo había tocado a Jace a través de los calzoncillos, haciéndole perder el control. Semejante proeza la había sobrecogido, y ver cómo Jace se abandonaba al deseo que sentía por ella la había llevado al climax… por segunda vez.
Esa noche quería sentir hasta el último centímetro de su erección dentro de ella, quería colmarse de la fuerza y esencia masculina, sin ninguna barrera entre ellos. Quería aquel acto de intimidad, aquel recuerdo inolvidable antes de dejarlo marchar.
Los sábados el negocio de Jace cerraba a la una en punto, dentro de media hora, por lo que apenas quedaban unos cuantos mecánicos en el taller, cambiando el aceite y los neumáticos de algunos vehículos.
– Hola, Gavin -saludó al jefe de taller, que estaba apretando las tuercas de una rueda-. ¿Sabes dónde puedo encontrar a Jace? No está en su oficina.
Gavin le echó un rápido vistazo por encima del hombro, y enseguida volvió a mirarla… obviamente asombrado por la diferencia en su vestuario. El uniforme de secretaria del día anterior había dejado paso a unos vaqueros ajustados y un top color melocotón que le cruzaba holgadamente los pechos y se ceñía a la cintura, revelando que tenía un buen busto cuando se llevaba el sujetador adecuado.
Gavin levantó bruscamente la mirada de sus pechos y la miró avergonzado a los ojos.
– Lo siento, ¿qué has dicho?
Leah reprimió una sonrisa. La reacción de Gavin corroboraba la teoría de Jace de que los hombres se dejaban llevar por la vista. Para ella, vestir así era una cuestión de actuación y confianza en sí misma, y era verdaderamente satisfactorio comprobar que tenía lo que hacía falta para atraer las miradas de más de uno.
Había seguido al pie de la letra el consejo de Jace para que un hombre mordiera el anzuelo, y estaba preparada para enseñarle que era una alumna aventajada. La noche anterior se había puesto un vestido que llamó bastante la atención en la discoteca, y esa mañana había ido de compras y se había hecho con unos cuantos conjuntos muy sugerentes. Parecía que los hombres no eran inmunes a su transformación, aunque estaba segura de que a Brent no le gustaría nada su nuevo gusto en ropa, ya que prefería verla con vestidos discretos y apagados. Sabía que debería sentirse culpable, pero se recordó a sí misma que aquel fin de semana no era para Brent. Era exclusivamente para ella y sus deseos, y tenía intención de disfrutar al máximo de su recién descubierta sensualidad.
Animada por esos pensamientos, estaba impaciente por encontrar a su amante.
– ¿Sabes dónde puedo encontrar a Jace? -le repitió a Gavin, y le enseñó la bolsa blanca que llevaba en la mano-. Le he traído el almuerzo.
Gavin carraspeó y apuntó con el dedo hacia el fondo del taller.
– Eh… sí. Está en su garaje privado.
– Gracias -respondió ella, pasando junto a Gavin. Sintió los ojos del mecánico en su trasero y añadió un contoneo adicional a sus caderas.
El garaje privado de Jace estaba en el extremo del edificio, separado de los talleres. Normalmente Jace aparcaba allí su Chevy Blazer durante el día. Pero ella había visto el vehículo aparcado en el exterior, lo cual era muy extraño, ya que Jace era muy quisquilloso con su todoterreno y le gustaba tenerlo a buen resguardo.
Al entrar en el garaje descubrió por qué el Blazer no estaba aparcado allí. Un viejo Chevy Cámaro ocupaba su lugar, y al igual que el día anterior, Jace estaba inclinado sobre el motor.
– Es hora de hacer un descanso -dijo ella, anunciando su presencia-. Espero que tengas hambre.
Jace asomó la cabeza bajo el capó, se irguió y se giró hacia ella.
– La verdad es que me muero de hambre… -su voz alegre se le quebró al ver el atuendo de Leah, y su sonrisa se esfumó al tiempo que fruncía el ceño-. Jesús, Lean, no puedes venir aquí vestida así.
Ella arqueó una ceja, divertida por el desconcierto que le había provocado a Jace.
– ¿Así cómo? -preguntó, con curiosidad por saber qué objeciones ponía Jace a su ropa.
– Así como… como… -se quedó sin palabras y agitó las manos en el aire con un gesto de frustración.
Ella dejó la bolsa en un banco, pero se negó a dejarlo escapar tan fácilmente.
– ¿Qué ha pasado con tus consejos para ofrecerles un estímulo visual a los hombres? Sólo estaba poniendo en práctica lo que me enseñaste, y pensé que te impresionaría el resultado.
– Estoy impresionado -admitió él, aunque no de muy buena gana. Se dirigió hacia el fregadero al fondo del garaje y se frotó vigorosamente las manos y los brazos con disolvente-. Es sólo que… que mis mecánicos no están acostumbrados a que una mujer se pasee tranquilamente por el taller vistiendo de un modo tan… tan provocativo.
Ella sonrió. El comentario de Jace no la desanimaba en lo más mínimo. Al contrario, la estimulaba aún más.
– Sí, Gavin se ha quedado con la boca abierta al verme.
– ¿Y eso te gusta?
Leah se encogió de hombros sin mostrar el menor arrepentimiento.
– Es halagador.
Jace masculló algo en voz baja y se secó las manos con unas toallas de papel.
– Vaya, Jace… -dijo ella, batiendo juguetonamente las pestañas-. Creo que estás siendo celoso y un poco posesivo -de lo cual estaba encantada, pues parecían más los celos de un amante que el afán protector de un hermano.
Él soltó un largo resoplido y arrojó las toallas mojadas a un cubo de basura.
– No creo que quieras darles a los hombres la impresión equivocada, sobre todo si llevas unos vaqueros que se deslizarían por tus caderas hasta las rodillas con sólo un tirón de ese lazo de cuero, y un top con el que tus pechos parecen a punto de salirse de ese sujetador.
Así que se había fijado en su sujetador… Sólo por eso merecía la pena el dinero que le había costado.
– Es sorprendente lo que un buen sujetador con aros puede hacer en una mujer, ¿no te parece?
Él respondió con un gruñido y se detuvo frente a ella, desprendiendo su delicioso olor a naranja.
Leah intentó entender por qué estaba tan molesto con ella, cuando había sido él quien le sugirió vestir de un modo más sugerente para provocar a los hombres.
– Entonces, ¿estás intentando decirme de esa manera tuya tan indirecta que sólo quieres que esté sexy para ti y nadie más?
Él levantó un dedo entre ellos e hizo un mohín con los labios.
– Yo no he dicho eso.
No, no lo había dicho, pero a ella le habría encantado oírlo.
– Simplemente, no quiero que lleves mis lecciones a este extremo, porque hay muchos hombres ahí fuera que podrían malinterpretar tus gestos -suavizó el tono y le apartó los mechones de la mejilla-. Si te presentas aquí con este aspecto tan sensual y confiado, a cualquier hombre que te vea le parecerá que tiene luz verde para abordarte.
Leah se deleitó con su tacto, sintiendo cómo el calor de la caricia se propagaba hasta los pechos.
– Lo único que me importa es provocarte a ti. No quiero impresionar ni excitar a nadie más, pero mentiría si dijera que no me gusta llamar la atención. Es agradable para variar. Únicamente quiero disfrutarla un poco mientras estoy contigo.