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Con un suspiro de derrota Jace presionó la frente contra la suya y enganchó un dedo en la cinturilla de los vaqueros, tirando de sus caderas hacia él.

– Me parece justo, pero tengo que dejarte una cosa bien clara: si alguien va a quitarte esta ropa, seré yo y nadie más. Al menos durante este fin de semana.

Ella se echó a reír, aunque sus últimas palabras le recordaban la situación que estaba viviendo con Jace… Sólo sería suyo por un corto período de tiempo. Una aventura excitante y prohibida que irremediablemente terminaría y que sólo quedaría como un sensual recuerdo en la memoria. Un recuerdo que ella nunca olvidaría, y que ojalá Jace tampoco olvidara.

Su objetivo inicial para el fin de semana había sido satisfacer su deseo por Jace, hacer realidad las fantasías que la acosaban sin descanso y, finalmente, sacarlo de su mente y su corazón. Por desgracia, con cada lección que él le impartía, con cada roce y beso que compartían, su deseo y necesidad por él crecían de manera imparable.

Pero se negaba a permitir que esas emociones confusas enturbiaran el poco tiempo que tenia para estar con Jace, de modo que devolvió la atención a su advertencia sexual.

– No creo que fuera muy decoroso bajarme los pantalones hasta las rodillas en horario laboral, así que mejor vamos a comer.

Jace dejó que se apartara y vio cómo despejaba el banco de trabajo para colocar la comida. Apartó las herramientas y extendió unas toallas de papel sobre la superficie de madera. Él se acerco y la detuvo antes de que pudiera servir la comida.

– Podemos comer en mi oficina, que esta bastante más limpia que esto.

– Me gusta este sitio -respondió ella. Apartó su mano y siguió con su tarea, colocando un sandwich envuelto en cada plato-. Es tranquilo. Y privado, y me siento como si estuviera invadiendo los dominios secretos de un hombre -añadió con un brillo de regocijo en la mirada.

– Eso es lo que estás haciendo -admitió él. Aceptó la decisión de Leah y sacó un refresco y una botella de agua de la nevera que tenía bajo el banco-. Aparte de mis mecánicos, casi nadie viene aquí.

Ella lo miró con curiosidad.

– ¿Y eso por qué?

– Porque este garaje es mío, y es tranquilo y privado -respondió, repitiendo las palabras de Leah mientras le acercaba un taburete acolchonado para que se sentara-. Para mí es como un santuario, un lugar sagrado donde puedo refugiarme y hacer lo que más me gusta.

– ¿Arreglar coches? -preguntó ella con una sonrisa de complicidad.

– Sí -admitió él mientras retiraba el envoltorio de su sandwich. No lo sorprendió descubrir que era de ternera ahumada con mostaza y salsa agridulce, su favorito-. Este garaje también me recuerda quién soy y todo lo que he conseguido.

– Has recorrido un largo camino, desde luego -dijo ella, dando un mordisco a su sandwich de pavo y queso.

– No dejo de maravillarme por haber pasado de trabajar en una gasolinera a los diecisiete años a ser dueño de mi propio negocio.

Sin embargo, sabía que nunca lo habría conseguido por sí solo, y era muy consciente de aquellas personas que habían influido en su vida de joven rebelde.

– Fui muy afortunado al contar con la ayuda de todos aquellos que creyeron en mí y me mantuvieron en la buena senda. Profesores, jefes… y también tu familia.

– Siempre he estado muy orgullosa de ti, Jace -dijo ella con voz amable-. Y mis padres también.

Él la miró a los ojos y le sostuvo la mirada.

– Les debo muchísimo.

Ciertamente les debía más que estar tonteando con su hija. Pero, por egoísta que fuera, no podría haberse negado a pasar aquel fin de semana con ella.

– No les debes nada -replicó ella. Volvió a envolver la mitad del sandwich y la guardó en la bolsa-. Te quieren como a un hijo. Nunca lo dudes.

Pero a pesar del cariño incondicional de los Burton, nunca se había librado de esas dudas inculcadas por una madre que lo había rechazado. Jace había ansiado más que nada el amor de su madre, y lo único que había recibido de ella fue desprecio y rencor, sobre todo después de que su padre los abandonara. Lisa Rutledge opinaba que Jace era igual que su padre, y eso había bastado para ignorar la existencia de su hijo y ahogar sus penas en el alcohol y un sinfín de rostros anónimos.

Ahora estaba muerta, y Jace se había quedado con una incapacidad profundamente arraigada para mantener una relación duradera con una mujer y amarla como se mereciera, ya que una parte de él temía volver a experimentar el mismo rechazo. A lo largo de los años, le había resultado más fácil y menos doloroso mantener a las mujeres a una distancia segura que atreverse a dar el peligroso salto emocional.

Sin embargo, sentado junto a él estaba la única persona que le hacía desear aquel lazo sentimental y que lo tentaba a asumir riesgos. Pero Leah se merecía mucho más de lo que él podía darle y, a pesar del fin de semana que estaban compartiendo, tenía a Brent, un ejecutivo refinado y sofisticado que encajaba mucho mejor con ella que el tipo simple y ordinario que Jace era y que siempre sería.

– Si no hubiera sido por la amistad que forjé con tu hermano y el apoyo incondicional de tu familia, sabe Dios dónde estaría ahora -dijo, sacudiendo la cabeza-. Seguramente sería un delincuente huyendo de la ley.

– Pero no lo eres -dijo ella, poniéndole la palma en la mandíbula. Aquel gesto tan tierno le demostraba a Jace cuánto había creído Leah en él desde siempre… posiblemente más que de lo que él mismo había creído en sí mismo-. Eres un mecánico con mucho talento y un próspero hombre de negocios, Jace.

– Lo que soy es un hombre que está cubierto de grasa hasta los codos -replicó él. Aquélla era su realidad cotidiana, la que espantaba a las mujeres cuando descubrían a qué se dedicaba.

Ella le sonrió.

– Y cuando te limpias, hueles como una naranja grande y jugosa a la que estoy deseando hincarle el diente.

Jace acabó su sandwich, arrojó el envoltorio a la basura y miró interrogativamente a Leah.

– ¿Y qué harías si me dejara una mancha de grasa y te ensuciara?

– Me limpiaría -respondió ella tranquilamente.

Él tomó un largo trago de su refresco.

– La grasa no se puede quitar de la seda. Se queda permanentemente.

Leah arqueó las cejas y se cruzó de brazos, lo que resaltó aún más la parte superior de sus pechos.

– ¿Y eso cómo lo sabes?

A Jace le escocieron las puntas de los dedos por el deseo de acariciar las curvas que sobresalían por el escote del top, pero en vez de eso aplastó la lata de aluminio vacía en la mano y la arrojó a la papelera de reciclaje.

– Lo sé por experiencia, desgraciadamente.

– Mmmmm -murmuró ella, pensativa-. Cuéntame.

Jace no pretendía contarle los detalles de aquella experiencia tan humillante, pero incluso ahora le servía para recordarle que siempre sería un mecánico y nada más.

– Una mujer con la que estuve saliendo un tiempo se quedó impresionada al enterarse de que era dueño de mi propio negocio, hasta que un día se presentó aquí inesperadamente y descubrió que me dedicaba a arreglar coches. Cuando le rocé accidentalmente el brazo, pareció que la estaba asesinando por el modo en que se puso a chillar y a quejarse de que le estuviera manchando de grasa su cara blusa de seda -su tono era más áspero de lo que esperaba y tuvo que aclararse la garganta-. Qué bonito, ¿verdad?

– Qué superficial -replicó ella con un bufido.

Él sonrió, apreciando que lo defendiera tan vehementemente.

– Al principio las mujeres se quedan impresionadas de que posea un negocio, pero en cuanto descubren que me gano la vida arreglando coches y que llevo un estilo de vida bastante modesto, se desencantan por completo. El hecho de que trabaje en un garaje las anima a buscarse a alguien más excitante.

– Obviamente ninguna estaba contigo por ti -dijo ella, cubriendo la distancia que los separaba-. No como yo, que no me importaría tener una o dos marcas tuyas como prueba de posesión… aquí -le agarró la muñeca y se llevó su palma al trasero-. Y aquí -le tomó la otra mano y le hizo cerrar los dedos alrededor de su pecho.