– Maldita sea -masculló, y arrojó la herramienta al banco. Se miró la mano y puso una mueca al ver cómo le sangraban los nudillos. Fue hacia el botiquín que había en la pared del fregadero y sacó lo necesario para desinfectar el corte.
Tras haberse marchado de casa de Leah, varias horas antes, había ido directamente al taller para seguir trabajando en su Camaro. Normalmente, la reparación de los coches lo ayudaba a calmarse cuando estaba nervioso, pero nada podría aliviar el desasosiego que lo invadía.
No importaba lo que hiciera; no podía dejar de pensar en Leah. No podía dejar de pensar en que iba a volver con Brent, en que iba a aceptar su proposición y en que iba a hacer un striptease para él, un refinado ejecutivo que no parecía apreciar a Leah como la mujer que era. Y, sobre todo, no podía dejar de reprenderse a sí mismo por haber sido un idiota y haberse marchado de su casa. La había dejado por culpa de la promesa que le había hecho antes del fin de semana, y porque creía que era lo correcto.
Pero ya no estaba tan seguro.
Tomó el pequeño bote de antiséptico y apretó la mandíbula mientras se frotaba la herida, preguntándose cuándo se había vuelto tan cobarde. Estaba tan obsesionado con la idea de que Leah se merecía algo mejor que un mecánico cubierto de grasa, que no podía obviar la posibilidad de que tal vez, sólo tal vez, ella lo aceptara como… Pero no había hecho nada, absolutamente nada, para que se decidiera a correr el riesgo con él.
Pasó la vista por el garaje, contemplando todo lo que había conseguido a lo largo de los años, y se dio cuenta de que era él quien tenía un problema con los complejos. Y eso significaba que iba a tener que dar un paso de gigante y superar los traumas que lo habían acosado desde la infancia. Tal vez no fuera un elegante ejecutivo, pero tenía su propio negocio y un estilo de vida más que desahogado. Ya era hora de que tuviera más fe en sí mismo. Si iba a haber un hombre en la vida de Leah, ése iba a ser él.
Porque de ningún modo podía ser Brent.
Se cubrió los nudillos con una tirita, preparándose mentalmente para luchar por Leah y mandando al infierno las consecuencias que tuviera que sufrir con sus padres y su hermano. Ya se ocuparía de ellos más tarde. Los convencería de que él jamás le haría daño a Leah, de que le era demasiado preciosa y que haría lo que estuviera en su mano para hacerla feliz.
Pero antes tenía que impedir que cometiera el mayor error de su vida. Y mientras cerraba la puerta del taller, rezó porque no fuera demasiado tarde.
Había acabado con Brent, y Leah se sentía más aliviada de lo que nunca hubiera creído posible. También estaba muy agradecida de que Brent se hubiera tomado tan bien la ruptura, aunque su apática reacción corroboraba la sospecha de que no había invertido mucho en la relación, ni emocional ni físicamente.
Sí, se había llevado una decepción, pero le había deseado todo lo mejor y había parecido sincero. El encuentro había sido inquietante, porque ella había visto con toda claridad que no habría sido más que una esposa de conveniencia para él. Acabar la relación era lo mejor que podía hacer, sin duda.
Y tenía que agradecérselo a Jace. Porque él la había hecho darse cuenta de que no podía conformarse con menos de lo que merecía. Ahora, mientras se miraba al espejo del tocador, en ropa interior y pañuelos diáfanos de colores, era un manojo de nervios. Estaba mucho más nerviosa que al romper el compromiso con Brent. Se le había hecho un nudo en el estómago y el corazón le latía desbocado. Y todo porque se había propuesto seducir a Jace para que volviera a su vida de forma permanente. Él era quien le había enseñado hasta donde podía llegar el poder y la sensualidad de una mujer, y no había mejor manera de devolverle el favor que demostrarle la alumna tan aventajada que había sido… interpretando la danza de los siete velos sólo para sus ojos.
Aquella noche, no sólo le entregaría su cuerpo, sino también su corazón y su alma.
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron, ya que no esperaba a nadie. Sacó rápidamente una gabardina del armario y se anudó el cinturón. Al escudriñar por la mirilla vio a Jace esperando al otro lado de la puerta.
Sorprendida por la inesperada visita, abrió y se encontró con su fiera expresión. Tenía el pelo alborotado, como si hubiera estado agitándoselo con las manos, y su cuerpo irradiaba una intensa energía varonil.
– Jace -lo saludó con voz débil e insegura-. Estaba a punto de ir a verte.
– Bien, en ese caso te he ahorrado el viaje -replicó él, y entró sin esperar a ser invitado, aunque nunca le hubiera hecho falta invitación para entrar en la vida de Leah.
– Sí, me lo has ahorrado -dijo ella. Cerró la puerta y se apoyó contra la hoja de madera, intentando imaginarse por qué había vuelto Jace. Ninguna respuesta parecía tener sentido, de modo que se lo preguntó directamente-. ¿Qué haces aquí?
Él apoyó las manos en las caderas, adoptando una postura inflexible.
– No puedes casarte con Brent.
Aquello era lo último que Leah esperaba oír, pero el tono posesivo de su orden la dejó aturdida y con el pulso acelerado. Sin embargo, antes de sacar a Jace de su error, necesitaba oír qué razones tenía para exigirle algo semejante.
– ¿Por qué no?
– Porque desde que puedo recordar no he dejado de desearte, y después de este fin de semana no puedo permitir que te cases con otro hombre, y menos con uno que no te valora como mereces.
A Leah se le hizo un nudo en la garganta que le impidió hablar. Pero él parecía tener mucho que decir, así que permaneció inmóvil contra la puerta y se limitó a escuchar.
– He huido de cualquier compromiso emocional desde que era un crío, en primer lugar por el abandono de mi padre, y luego por el rechazo de mi madre. No creía que tuviera lo que hacía falta para entregarme a una persona. Era mucho más fácil permanecer soltero y solo que permitir que nadie se acercara -dio un paso hacia ella, impregnando el aire con su embriagador olor a naranja-. Pero tú siempre has estado ahí -murmuró suavemente-, incluso cuando no me daba cuenta de lo mucho que te necesitaba en mi vida.
Leah sintió que se derretía al oír aquellas palabras.
– Para eso están los amigos.
– Sí, eres mi amiga, pero siempre me has atraído, Leah, y durante años he estado luchando contra el deseo que sentía por ti.
Ella lo miró con ojos muy abiertos.
– ¿En serio?
– Más de lo que puedas imaginar -apoyó un brazo en la puerta y agachó la cabeza para rozarle el cuello con los labios, haciéndola estremecerse por el delicado e íntimo contacto-. Tú comprendes quién soy y de dónde vengo y aceptas la persona en que me he convertido… y lo hiciste incluso antes que yo. A cambio quiero aprender a dar, a ser la clase de hombre que quieres en tu vida. Sólo te pido una oportunidad.
– La oportunidad es tuya, Jace -dijo ella, y le tomó el rostro en las manos para mirarlo directamente a los ojos-. Yo soy tuya.
Él presionó la frente contra la suya.
– Entonces dile a Brent que no te casarás con él -le pidió con voz desesperada.
Ella sonrió y lo besó en los labios.
– Ya se lo he dicho. Tenía dudas antes de pasar este fin de semana contigo, pero ahora sé que nunca podría casarme con Brent.
Jace se estremeció de alivio.
– Gracias a Dios -murmuró, pero enseguida volvieron a asaltarlo otras dudas-. Tu familia siempre se ha portado muy bien conmigo, y no quiero decepcionarlos por esto.
– Oh, Jace… es imposible que los decepciones. Ellos te quieren tanto como yo, y ya formas parte de la familia.
Él se retiró y le tomó la barbilla en los dedos, clavándole su intensa mirada.
– ¿Tú me quieres?
Ella asintió con vehemencia, sintiendo cómo se le henchía el corazón.