– Habrá que confirmar de algún modo nuestra asistencia -murmuré, dejando el sobre en una esquina de la mesita y destapando mi taza de té para dar un sorbo.
Fernanda alargó el brazo y se apoderó de la nota. Una sonrisa -esta vez, una auténtica sonrisa- apareció en su cara y me miró con ojos esperanzados.
– Iremos, ¿verdad?
Al devolverle la mirada, me di cuenta de que la niña sufría del mal que enferma a todos cuantos abandonan forzosamente su país por largo tiempo: la añoranza de un lugar y de una lengua.
– Supongo que sí. -El té estaba realmente bueno, incluso sin azúcar. El contraste entre la porcelana blanca y el precioso color rojo brillante de la infusión era toda una inspiración. Me hubiera gustado tener cerca mi paleta y mis pinceles.
– No podemos rechazar una invitación del cónsul de España.
– Lo sé, pero mañana tengo muchos compromisos y por la noche me encontraré muy cansada, Fernanda. Intenta comprenderlo. No es que no quiera ir, es que no sé si tendré ánimo cuando llegue el momento.
– La cena estará lista dentro de una hora -dijo la señora Zhong.
– Permita que le diga, tía, que las obligaciones…
– … están por delante de las diversiones, ya lo sé -la atajé, terminando la vieja y conocida frase.
– Si se encuentra muy cansada, se toma un chocolate y…
– … y me recupero en seguida, también lo sé, porque el chocolate resucita a los muertos, ¿verdad?, ¿era eso lo que ibas a decir?
– Sí.
Suspiré profundamente y dejé la taza en su platillo con un gesto parsimonioso.
– Aunque te resulte tan difícil de creer como a mí, Fernanda -dije, al fin, mirándola de nuevo-, venimos de la misma familia y nos han criado con las mismas ideas, las mismas costumbres y los mismos ridículos latiguillos. Así que no te olvides de que todo cuanto vayas a decir ya lo he oído yo antes muchas veces y no me sirve de nada, ¿de acuerdo? ¡Ah, y otra cosa! Tomar un chocolate para reponerse, por muy española que sea la tradición, puede resultar un tanto problemático en China. Será mejor que te vayas acostumbrando al té.
– Muy bien, pero, se encuentre usted como se encuentre mañana por la noche, tía, al consulado español hay que ir -insistió, terca y con el ceño fruncido.
Fijé la mirada en un hermoso tigre de bronce que tenía las fauces abiertas, mostrando los colmillos afilados, y las garras delanteras alzadas y listas para el ataque. Durante un segundo me sentí transfigurada en ese animal y, con sus ojos, miré a mi sobrina… Luego, volví a suspirar profundamente y bebí té.
Cuando la señora Zhong entró por la mañana en mi habitación para despertarme, apareció con una vela en la mano, de un modo espectral. La casa disponía de iluminación de gas y, en uno de los pabellones, en su despacho, Rémy había hecho instalar una potente araña eléctrica bajo la que rodaba un gran ventilador. Pero si el estudio de Rémy era impresionante, con su colosal escritorio de madera de almendro rojo con guarniciones de bronce, sus estantes llenos de extraños libros chinos plegables -sin tapas, sólo papel cosido-, sus colecciones de pinceles para escribir y sus caligrafías en todas las paredes, el dormitorio aún era más extraordinario, con un armario de color rojo intenso incrustado de nácar, una cómoda decorada con exóticas charnelas y pasadores y, delante de un monumental biombo lacado y pintado con un paisaje campestre que estaba al fondo y que ocultaba una bañera de estaño y lo que la señora Zhong llamó un ma-t'ung -que no era otra cosa que una silla con orinal-, una enorme y pesada cama con dosel clausurada por paneles trabajados tan primorosamente que parecían lienzos de puntillas y a la que se accedía por una gran abertura circular cubierta con unas preciosas cortinas de seda. Estas cortinas eran tan delicadas que, una vez acostada, podía ver sin problemas toda la habitación a través de ellas, pero, además, dejaban pasar la brisa nocturna y, al mismo tiempo, servían de magníficas mosquiteras, lo que me permitió descansar, por fin, sin ser molestada por los insectos. Otra cosa distinta es que pudiera dormir, que no pude, porque mi mente, presumo que alterada por el lugar, se dedicó a recordar morbosamente momentos lejanos en el tiempo pero terriblemente cercanos por el dolor que me producían. Mi juventud había quedado atrás y, con ella, aquel Rémy encantador con el que me casé, aquel divertido seductor al que tenía que llevar a la cama todas las madrugadas, cuando volvía a casa ebrio de Pernod, champagne y Cointreau, con olor a tabaco y a perfumes femeninos, impregnados en su ropa quién sabe en qué cabarets y music-halls del París de los primeros años del siglo. El amanecer me pilló con los ojos llenos de lágrimas.
Fernanda desayunó conmigo. Su hosquedad habitual se había pacificado un tanto y mostró mucho interés por saber qué íbamos a hacer hasta que M. Favez viniera a buscarme a las doce y media. Cuando le señalé que me marchaba sola porque los asuntos que tenía que tratar con el abogado de Rémy eran personales, se limitó a preguntarme si podía emplear la mañana buscando una iglesia católica dentro de la Concesión Francesa para poder asistir a misa mientras estuviéramos en Shanghai. Me mostré conforme, siempre y cuando saliera acompañada por la señora Zhong o por algún otro criado de confianza, pero le recomendé que aprovechara el tiempo sobrante leyendo alguno de los libros de la biblioteca de Rémy, sobre todo porque no la había visto tocar uno desde que la conocía (misal y devocionario al margen). De hecho, su reacción fue de total escándalo:
– ¡Libros franceses!
– Franceses, ingleses, españoles, alemanes… ¡Qué más da! El caso es que leas. Ya tienes edad suficiente para conocer el pensamiento y la obra de gentes que han visto el mundo desde puntos de vista diferentes al tuyo. Debes alimentarte de vida, Fernanda, o te perderás muchas cosas interesantes y divertidas.
Pareció quedar realmente impresionada por mis palabras, como si jamás hubiera escuchado ideas de semejante cariz. La verdad es que, la pobre, había crecido en un entorno muy estrecho y corto de miras. Quizá ahí estuviera la clave del asunto y todo consistiese en enseñarle algo tan sencillo como la libertad. De hecho, había dado pruebas suficientes de florecer espectacularmente cuando volaba por cuenta propia.
– Y ahora me voy -dije, echando la silla hacia atrás y poniéndome en pie-. Mi entrevista es dentro de media hora. Espero que tengas suerte y encuentres la parroquia. Ya me contarás más tarde.
Me había puesto una falda ligera de algodón, una blusa veraniega sin mangas y una pamela blanca para evitar el radiante sol que caía a plomo sobre Shanghai. Mientras atravesaba el jardín en dirección a la calle, pude ver, a través de las hojas abiertas del portalón, un pequeño rickshaw junto al que permanecía la señora Zhong parloteando en su lengua con el culí descalzo que haría de tiro del cochecillo. En cuanto ambos me vieron, la voz de la señora Zhong se hizo más aguda y apremiante, de modo que el culí se apresuró a ocupar su puesto, listo para llevarme hasta la calle Millot, en la que tenía su despacho el amigo, abogado y albacea testamentario de Rémy, André Julliard.
Me despedí de la señora Zhong, rogándole que cuidara de Fernanda hasta mi regreso, y emprendí aquel trepidante viaje a través de las calles de la Concesión Francesa viendo la espalda esquelética y sudorosa del culí, su cabeza rapada -menos por un redondel de pelo erizado, probable resto de una coleta- y escuchando su respiración jadeante y el palmoteo de sus pies desnudos sobre el pavimento. Por las avenidas circulaban y se adelantaban entre sí autos, rickshaws, bicicletas y ómnibus disfrutando sus ocupantes no sólo del maravilloso olor de Shanghai sino también, y afortunadamente, de una grata vista de las villas y de las tiendecitas situadas a ambos lados de la calle.
La pequeña y estrecha calle Millot estaba junto a la vieja ciudad china de Nantao y el despacho de M. Julliard se encontraba en un inmueble oscuro que olía a papel húmedo y a madera vieja. El abogado, que aparentaba unos cincuenta años y llevaba la americana de hilo más arrugada del mundo, me recibió cortésmente en la puerta y me introdujo en su oficina tras pedirle a su secretaria que nos sirviera unas tazas de té. El despacho era un cuartito acristalado que permitía ver las dependencias y escritorios exteriores entre los que deambulaban las mecanógrafas y los jóvenes pasantes chinos que trabajaban para M. Julliard, quien, tras ofrecerme un asiento con su acusada pronunciación meridional (exagerando las erres al estilo español), circunvaló su vieja mesa llena de múltiples quemaduras de cigarro y, sin más preámbulos, extrajo de un cajón un voluminoso legajo que abrió con gesto lúgubre.
– Mme. De Poulain -empezó a decir-, me temo que no tengo buenas noticias para usted.
Se alisó con una mano el bigote canoso, amarillo de nicotina, y se caló en el puente de la nariz unos quevedos que, seguramente, habían conocido tiempos mejores. A mí el corazón se me había disparado en el pecho.
– Aquí tiene una copia del testamento -dijo, alargándome unos papeles que cogí y comencé a hojear distraídamente-. Su difunto esposo, madame, era un buen amigo mío, por eso me duele tanto verme en la obligación de decirle que no fue un hombre previsor. Le advertí muchas veces que debía poner orden en sus finanzas, pero ya sabe usted cómo son las cosas y, sobre todo, cómo era Rémy.
– ¿Cómo era, M. Julliard? -pregunté con un hilillo de voz.
– ¿Cómo dice, madame?
– Le he preguntado que cómo era Rémy. Usted ha dicho que yo lo sabía, pero empiezo a pensar que no sé nada. Me ha dejado atónita con sus palabras. Siempre vi en él a un hombre bueno e inteligente y, sin duda, con recursos.
– Cierto, cierto. Era un hombre bueno e inteligente. Demasiado bueno incluso, diría yo. Pero sin recursos, Mme. De Poulain, o, mejor dicho, con unos recursos cada vez menores que él gastaba sin medida. En fin, me disgusta hablar así de mi viejo amigo, ya me comprende, pero debo informarla para que… Bueno, Rémy no ha dejado otra cosa que deudas.