Le miré sin comprender y él lo leyó en mi cara. Puso las dos manos sobre los papeles del legajo y me observó compasivamente.
– Lo lamento mucho, madame, pero usted, como esposa de Rémy, va a tener que hacer frente a una serie de impagos que ascienden a una cuantía tan grande que casi no me atrevo a mencionarla.
– ¿De qué está hablando? -balbucí, sintiendo un peso enorme en el centro del pecho.
M. Julliard suspiró profundamente. Parecía abrumado.
– Mme. De Poulain, desde que Rémy volvió de París su situación económica no fue, digamos, buena. Contrajo deudas por importes muy elevados que no podía satisfacer, así que se comprometió con préstamos bancarios y anticipos de la sedería que tampoco devolvió. Eso sin contar con que entregó pagarés que nunca amortizó y que han ido pasando de mano en mano por cantidades cada vez mayores. Es cierto que en Shanghai todo se arregla con una firma y que hasta un cóctel se paga a plazos, pero Rémy fue más allá. Al final, la situación era tan grave que su familia mandó a un contable desde Lyon y, por desgracia, lo que este empleado descubrió en los libros de caja no fue muy agradable, de modo que al hermano mayor de Rémy, Arthème, no le quedó más remedio que enviar a otro apoderado para que se hiciera cargo del negocio. Quiso que Rémy volviera a Francia pero, dado el… mal estado de salud de su esposo, madame, resultó imposible. Al final, tanto para ayudar a Rémy como para prevenir daños mayores, puedo asegurárselo, Arthème retiró a su hermano de la empresa familiar, asignándole una cantidad mensual para que pudiera subsistir dignamente el tiempo que le quedaba de vida.
Pero ¿qué estaba diciendo aquel hombre? ¿De qué hablaba? ¿Acaso Rémy no había muerto a manos de unos ladrones? Sentí que dejaba de oírle, que su voz se apagaba, y escuché los primeros zumbidos sordos en el interior de mi cabeza. Me asusté. Aquello era el preludio de una crisis nerviosa, de uno de mis habituales trastornos de orden neurasténico. Yo siempre había sido muy intrépida de pensamiento y de deseo pero excesivamente cobarde ante el dolor físico o moral y ahora el instinto me avisaba de que algo terrible se cernía sobre mí. Tenía el pulso desbocado y empecé a pensar que iba a sufrir un ataque al corazón. «Calma, Elvira, calma», me dije.
– De hecho -continuaba explicándome el abogado-, Arthème pagó una parte importante de las deudas de Rémy, pero se negó a satisfacerlas todas, lógicamente. El caso es que su esposo, Mme. De Poulain, continuó endeudándose hasta el último día.
– Ha dicho usted… ¿qué le pasaba a Rémy?, ¿cuál era su estado de salud?
M. Julliard me miró con preocupación y lástima.
– ¡Oh, madame! -exclamó, sacando un pañuelo no muy limpio del bolsillo de su chaqueta de hilo y pasándoselo por la cara-. Rémy estaba bastante enfermo, madame. Su salud se había deteriorado mucho. Este testamento es de hace diez años y en él la nombra a usted heredera de todos sus bienes, excepción hecha de su participación en las hilanderías familiares por razones que ya se podrá imaginar. La situación era entonces muy distinta, claro. Pero las cosas cambiaron y Rémy no modificó su última voluntad a pesar de mis sugerencias al respecto. Estaba muy enfermo, madame. Lo malo es que, según la ley francesa, usted hereda el patrimonio, sí, pero también las deudas pendientes.
– Pero ¿por qué? -dejé escapar casi en un grito.
– Lo dice la ley. Usted era su esposa.
– ¡No, no estoy hablando de eso! Me refiero a por qué no sabía yo todo esto, a por qué jamás me dijo que estaba enfermo, que tenía deudas… ¿Es que no murió asesinado por unos maleantes que entraron a robar en su casa? Lleva usted un rato dando vueltas sin decirme realmente nada.
El jurisconsulto se echó hacia atrás en su asiento y allí se quedó durante unos minutos, mirando a través de mí como si yo no estuviera, sin pestañear, perdido en sus pensamientos. Al final, tras retorcerse las guías del bigote repetidamente, se inclinó de nuevo sobre la mesa y, contemplándome con mucha tristeza por encima de los quevedos, me dijo:
– Cuando la banda de ladrones entró en la casa, Rémy estaba nghien, madame. Por eso pudieron con él.
– ¿Nghien?-repetí a duras penas.
– En estado de necesidad…, de necesidad de opio, quiero decir. Rémy era adicto al opio.
– ¿Adicto al opio? ¿Rémy…?
– Sí, madame. Siento ser yo quien se lo comunique, pero su esposo, en los últimos años, derrochó su fortuna en opio, juego y burdeles. Le pido por favor que no vaya a pensar mal de Rémy. Era un hombre excelente, ya lo sabe usted. Estas tres aficiones corrompen en general a todos los hombres de Shanghai, sean chinos u occidentales. Muy pocos escapan. Es esta ciudad… Siempre es culpa de esta dichosa ciudad. Aquí la vida consiste en eso, madame, en eso y en hacerse rico si queda tiempo. Todo el mundo derrocha el dinero a manos llenas, sobre todo en las apuestas. He visto caer a muchos hombres prominentes y desvanecerse muchas fortunas. Llevo tanto tiempo en Shanghai que nada me sorprende. Lo de Rémy estaba cantado, y discúlpeme la expresión. Sé que usted me entiende. Antes de la guerra ya se veía venir. Luego, perdió el control. Eso fue todo.
Me pasé la mano por la frente y noté que tenía sudor frío en la palma. Mi crisis nerviosa, quizá por la enorme pena que sentía en aquel momento, se había detenido. Realmente, si era sincera conmigo misma, Rémy había tenido el único final posible para él, y no me refería a su muerte violenta, injusta a todas luces, sino a esa caída en picado hacia la destrucción personal. Era el hombre más divertido, amable y elegante del mundo, pero también era débil, y el destino había tenido la mala ocurrencia de ir a colocarle en el lugar más inadecuado para él. Si en París desaparecía durante días y volvía a casa en unas condiciones lamentables, ¿qué no iba a sucederle en Shanghai, donde, por lo visto, era fácil y común dejarse llevar sin control por las apetencias y los placeres? Un hombre como él no podía resistirse. Lo que no conseguía entender era de dónde había sacado, teniendo tantas deudas, el dinero que me mandaba de vez en cuando a través del Crédit Lyonnais. El sueldo que la viuda del pintor Paul Ranson me pagaba por dar clases en su Académie no daba para muchas alegrías, así que, en ocasiones, le pedía ayuda en mis cartas y, casi a vuelta de correo, tenía a mi disposición una suma generosa en la oficina del Crédit del Boulevard des Italiens.
M. Julliard interrumpió el hilo de mis pensamientos.
– Ahora, Mme. De Poulain, tendrá usted que saldar las deudas de Rémy o exponerse a pleitos y embargos. De hecho, ya hay algunos litigios en marcha que no van a detenerse con su muerte.
– Pero, ¿y su hermano? Yo no tengo nada.
– Como ya le he dicho, madame, Arthème pagó gran parte de los débitos hace algunos años. Los abogados de la empresa, así como monsieur Voillis, el nuevo apoderado, me han comunicado que la familia se desentiende de cualquier problema relacionado con Rémy o con usted, a la que me han pedido que comunique la conveniencia de no solicitarles ninguna ayuda ni hacerles ninguna reclamación.
El orgullo me hizo dar un respingo.
– Dígales que no se preocupen, que para mí no existen. Pero le repito, M. Julliard, que yo no tengo nada, que no puedo hacer frente a esos pagos.
De nuevo sentía crecer el ritmo de los latidos de mi corazón y de nuevo el aire encontraba problemas para entrar en mis pulmones.
– Lo sé, madame, lo sé, y no imagina cómo lo lamento -murmuró el abogado-. Si usted me lo permite, voy a proponerle algunas soluciones en las que he estado pensando para que pueda afrontar esta situación.
Empezó a remover enérgicamente los papeles del legajo de tal manera que terminaron por inundar su mesa.
– ¿Y los criados, M. Julliard? -le pregunté-. ¿Cómo voy a pagar a los criados?
– ¡Oh, no se preocupe por eso! -exclamó, distraído-. Los amarillos trabajan por el techo y la comida. Así son las cosas aquí; hay mucha miseria y mucha hambre, madame. Quizá Rémy le diera una pequeña cantidad de vez en cuando a la señora Zhong porque la apreciaba mucho, pero usted no está obligada… ¡Ah, ésta es! -Se interrumpió, sacando una hoja del desordenado montón-. Bueno, veamos… Ante todo, madame, tendrá que vender las casas, tanto la de aquí como la de París. ¿Tiene usted alguna otra propiedad con la que pudiéramos contar?
– No.
– ¿Nada? ¿Está segura? -El pobre hombre no sabía cómo insistir y yo apenas podía respirar-. ¿Alguna propiedad en su país, en España? ¿Una casa, tierras, algún negocio…?
– Yo… No. -Mi garganta emitió un leve silbido y me agarré con desesperación al borde del asiento-. Mi familia me desheredó y hoy lo tiene todo mi sobrina. Pero no puedo…
– ¿Quiere un poco de agua, madame? ¡El té! -recordó de pronto. Se levantó de golpe y se dirigió corriendo hacia la puerta. Poco después tenía entre mis manos una bonita taza china con tapadera que desprendía un aroma delicioso. Di pequeños sorbos hasta que me encontré mejor. El abogado, lleno de preocupación, se había plantado a mi lado.
– M. Julliard -supliqué-. No puedo disponer de nada en Europa y no voy a pedirle ayuda a mi sobrina. No me parecería correcto.
– Muy bien, madame, como usted diga. Quizá, con un poco de suerte, consigamos sacar lo suficiente con las casas y su contenido.
– ¡Pero no puedo perder la casa de París! ¡Es mi hogar, el único que tengo!
¿A los cuarenta y tantos años iba a empezar de nuevo? No, imposible. Cuando me fui de España era joven y poseía empuje y energía para afrontar la pobreza, pero ahora ya no era la misma, los años me habían restado brío y no me sentía capaz de vivir en alguna buhardilla inmunda de un barrio peligroso.
– Tranquilícese, Mme. De Poulain. Le prometo que haré todo lo que pueda para ayudarla. Pero las casas hay que venderlas, no queda otra solución. ¿O podría usted reunir trescientos mil francos en las próximas semanas?