¿Cuánto había dicho…? No podía ser. ¿Trescientos mil…?
– ¡Trescientos mil francos! -grité horrorizada. La moneda francesa y la española iban más o menos a la par, así que estábamos hablando, nada más y nada menos, que de… ¡trescientas mil pesetas! ¡Si yo sólo ganaba quince duros al mes en la Académie! ¿Cómo iba a conseguir esa cantidad? Además, después de la guerra, la vida en París se había vuelto insoportablemente cara. Hacía mucho tiempo que nadie podía comprar en sitios como Le Louvre o Au Bon Marché. La gente hacía verdaderas economías para sobrevivir y los pocos que aún tenían dinero habían visto muy mermadas sus rentas.
– No se preocupe. Venderemos las casas y organizaremos una almoneda. Rémy era un gran coleccionista de arte chino. Seguro que conseguimos acercarnos al total.
– Mi casa de París es muy pequeña… -musité-. Valdrá unos cuatro mil o cinco mil francos nada más. Y, eso, porque está cerca de L'École de Médecine.
– ¿Quiere que me ponga en contacto con un abogado amigo mío para que se encargue de la venta?
– ¡No! -exclamé con la poca fuerza que me quedaba-. Mi casa de París no se vende.
– ¡Madame…!
– ¡Que no!
M. Julliard se batió en retirada, apesadumbrado.
– Muy bien, Mme. De Poulain, como usted diga. Pero vamos a tener problemas. Por la casa de Rémy podríamos conseguir unos cien mil francos, más o menos, y con la almoneda, si todo va bien, otros treinta o cuarenta mil. Todavía faltará muchísimo dinero.
Tenía que salir de aquel despacho. Tenía que llegar a la calle para poder respirar. No debía quedarme allí ni un minuto más si no quería sufrir una crisis nerviosa delante del abogado.
– Déjeme unos días para pensar, monsieur-dije, poniéndome en pie y sujetando mi bolso con fuerza-. Encontraré una solución.
– Como usted quiera, madame -repuso el abogado, abriéndome con solicitud la puerta de la oficina-. La estaré esperando. Pero no deje que pase mucho tiempo. ¿Podría firmarme ahora los papeles para empezar a organizar la venta y la subasta?
No podía entretenerme ni un segundo.
– Otro día, M. Julliard.
– Muy bien, madame.
Cuando alcancé la calle, tuve que apoyarme contra la pared un momento para que las piernas no me dejaran caer. El culí de mi rickshaw dejó de dormitar en cuanto me vio y se levantó del asiento para coger los varales, dispuesto a volver al punto de origen, pero yo no podía caminar, no podía recorrer los escasos dos metros que me separaban del vehículo. Estaba asustada, acobardada; sentía que todo se hundía bajo mis pies, que mi vida entera se tambaleaba. Iba a perder todo cuanto tenía. Podría vivir un tiempo en casa de alguna amiga o alojarme en alguna pensión barata de Montparnasse; podría mantenerme con la venta de mis cuadros y con mi trabajo en la Académie, pero no podría costearme otra vivienda. Me tapé los ojos con las manos y empecé a llorar silenciosamente. Perder mi casa, aquel bonito apartamento de tres habitaciones en las que entraba a raudales una poderosa luz del sureste que yo consideraba indispensable para conseguir la pureza de línea y de color en mis pinturas, me provocaba una angustia terrible, un miedo insoportable. Rémy, con su muerte, me quitaba todo cuanto me había dado en vida. Estaba igual que veinte años atrás, antes de conocerle.
Durante el camino de regreso, entre llantos interminables, me vine abajo por fin. Nada iba a ser fácil durante las próximas semanas y la vuelta a París se convertía en otra pesadilla. Con todo, de repente me di cuenta de que aún existía otro problema con el que no había contado: acostumbrada a estar sola, a pensar siempre de manera individual, había olvidado que ahora tenía una sobrina a mi cargo que debía seguirme a donde yo fuera hasta su mayoría de edad y a la que tenía que sostener y alimentar mientras estuviera bajo mi tutela. Sentí como si la vida me odiara y hubiera decidido hundirme en el barro pisándome con una bota de hierro. ¿Cómo podían acumularse tantos problemas al mismo tiempo? ¿Quién me había echado una maldición? ¿Es que no tenía bastante con la ruina económica?
Llegué a tiempo a la casa para cambiarme de ropa y volver a salir. Tuve que zafarme de la señora Zhong y de Fernanda, que aparecían como sombras en mi camino, y creo que, a pesar de mis esfuerzos, mi sobrina se percató de que algo pasaba. Me encerré en la habitación de Rémy y, tras lavarme la cara con agua fría, recompuse mi aspecto poniéndome un vestido de muselina de color verde y una pamela a juego, más adecuada para el mediodía. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que salir, por meterme en la cama y quedarme allí para siempre, dejando que el mundo se hundiera, pero el maquillaje de mi rostro y los retoques con el lápiz labial me apremiaban más que la huida de la realidad; el cónsul general de Francia en Shanghai me estaba esperando para comer y quizá, sólo quizá, M. Wilden podría ayudarme. Un cónsul siempre tiene poder, información y recursos para afrontar cualquier situación incómoda en un país extranjero y yo era una viuda francesa en China con muchos apuros. A lo mejor se le ocurría algo.
A las doce y media en punto, M. Favez se presentó en la puerta de la casa al volante de su maravilloso Voisin cabriolé.
– Tiene usted mala cara, Mme. De Poulain -comentó preocupado mientras me ayudaba a subir al auto-. ¿Se encuentra bien?
– No he podido descansar, monsieur. La cama china de mi marido ha resultado bastante incómoda.
El agregado soltó una alegre carcajada.
– ¡Nada como una blanda cama europea, madame!
Bueno, en realidad, nada como tener mucho dinero en el banco para no preocuparse por las deudas de juego, opio y burdeles de un golfo como Rémy. Empezaba a sentir un afilado rencor hacia aquella cigarra jaranera que tanta gracia me había hecho siempre. Era un estúpido redomado, un imbécil sin cerebro incapaz de dominar sus apetencias. No me sorprendía lo más mínimo que su hermano hubiera decidido apartarle de los negocios; sin duda, la empresa hubiese quebrado con su mal hacer y sus desfalcos. Existe una línea que permite al ser humano divertirse e, incluso, propasarse en esta diversión, sin que se produzcan efectos irreparables en su vida cotidiana, en su trabajo y en su familia. Rémy no conocía esa línea. Para él, lo primero era lo que demandaba su cuerpo, lo segundo, también, y lo tercero, más de lo mismo. ¿Alcohol?, alcohol; ¿mujeres?, mujeres; ¿juego?, juego; ¿opio?, pues opio, y todo hasta caer exhausto, hasta el límite.
El cónsul Wilden y su esposa, la encantadora Jeanne, fueron realmente amables conmigo. Él era un hombre de mi edad, inteligente, elegante y profundo conocedor de la cultura china. De hecho, llevaba dieciocho años en el país y había vivido en ciudades de nombres tan exóticos como Tchong-king, Tcheng-tou y Yunnan. Jeanne y él se esforzaron mucho por consolarme cuando, llorando, les expliqué lo que me había comunicado el abogado de Rémy por la mañana. Su trato con mi marido había sido siempre muy cortés, me contaron, y, desde que llegaron a Shanghai en 1917, le habían visto en repetidas ocasiones con motivo de la celebración en el consulado de las fiestas nacionales francesas y de las Navidades. Rémy era para ellos un caballero amable y divertido, con el que Jeanne siempre se reía muchísimo por la gracia que tenía para contar chistes y para hacer un comentario agudo en el momento preciso. Sí, claro que conocían sus problemas económicos. La comunidad extranjera era muy pequeña y todo se acababa sabiendo. El caso de Rémy, sin ser el único, había sido muy comentado por la gran cantidad de amigos que tenía. Él cuidaba mucho su red social y siempre estaba dispuesto a ayudar a cualquiera que lo necesitara. Cientos de personas acudieron al funeral, afirmaron los Wilden, y toda la colonia francesa había sentido terriblemente su muerte, sobre todo por cómo se había producido.
– ¿Ya le han contado los detalles? -inquirió Jeanne con cierta preocupación.
– Esperaba que lo hicieran ustedes.
Fueron tan delicados que se abstuvieron de comentar el estado de Rémy la noche de la tragedia. No mencionaron la palabra nghien ni hablaron del opio; se limitaron a narrarme los hechos de la manera más piadosa posible. Por lo visto, diez amarillos del miserable barrio de Pootung -situado en la otra orilla del Huangpu, frente al Bund-, se colaron en la Concesión Francesa con la intención de robar y, probablemente, al ver la casa china de Rémy, pensaron que les sería más fácil entrar en ella y moverse por su interior sin despertar a los propietarios, que, a esas horas, cerca de las tres de la madrugada, debían de encontrarse profundamente dormidos. Todo esto figuraba en el informe de la policía de la Concesión que obraba en poder del cónsul y del que estaba dispuesto a darme una copia si yo así lo deseaba. Por desgracia, Rémy permanecía despierto en su despacho, quizá estudiando alguno de los objetos de arte chino a los que era tan aficionado, ya que, desparramadas por el suelo, se encontraron múltiples obras de su colección, casi todas de gran valor según el informe. Rémy debió de enfrentarse valerosamente a ellos porque el despacho presentaba el aspecto de un campo de batalla. Despertados por el ruido, los criados de la casa acudieron armados con palos y cuchillos pero, al oírles venir, los ladrones se asustaron y huyeron en desbandada, dejando a Rémy muerto en el suelo. El ama de llaves, la señora Zhong, aseguró que no se habían llevado nada, que no faltaba nada en la casa de su amo, así que, después de todo, Rémy había conseguido su propósito de defender la vivienda y sus propiedades.
– ¿Qué desea hacer con los restos de Rémy, Mme. De Poulain? -me preguntó de improviso, aunque no sin delicadeza, el cónsul Wilden-. ¿Quiere llevarlos a Francia o desea dejarlos aquí, en Shanghai?
Le miré desconcertada. Hasta esa misma mañana tenía la intención de darle sepultura en Lyon, en el panteón de su familia, pero ahora ya no estaba tan segura. El traslado debía de costar una fortuna y no estaban las cosas para gastos ociosos, así que quizá fuera mejor que se quedara donde estaba.
– La tumba de Rémy en el cementerio de la Concesión es propiedad del Estado francés, madame -me aclaró M. Wilden, con gesto contrito-. Tendría usted que comprarla.