Y el quinto y último compartimento, el más pequeño de todos, sólo contenía un hermoso carro de paseo de tamaño descomunal, hecho a partes iguales por piezas de bronce, plata y oro. El vehículo tenía un enorme toldo redondo, como un quitasol gigante, bajo el que se refugiaba un auriga de arcilla cocida que sujetaba firmemente las riendas de seis inmensos caballos hechos enteramente de plata, cubiertos con gualdrapas y con largos penachos negros en las testuces, listos para llevar el alma del Primer Emperador a cualquier parte de su finca privada conocida como «Todo bajo el Cielo». El auriga, que no impresionaba tanto como los terroríficos caballos, iba elegantemente vestido y llevaba en la cabeza uno de esos gorritos de tela lacada que caen hacia atrás.
No le faltaba de nada a Shi Huang Ti para afrontar la muerte. Parecía mentira que se hubiera preocupado tanto de su riqueza en el más allá cuando se había pasado la vida, por lo visto, buscando la inmortalidad. Lao Jiang nos contó, mientras recorríamos el camino hacia la cámara central, que, durante los muchos años de su largo reinado, cientos de alquimistas habían buscado para él una píldora mágica o un elixir que le arrancara de las garras de la muerte y que, incluso, había mandado expediciones en barco en busca de una isla llamada Penglai donde vivían los inmortales, para que éstos le entregaran el secreto de la vida eterna. Se decía, por otra parte, que esas expediciones, en las que el emperador enviaba cientos de jóvenes de ambos sexos como regalo, habían sido las que habían poblado Japón, pues se mandaron bastantes y ninguna de ellas regresó jamás.
Un simple vano de pequeño tamaño nos separaba ya de la cámara funeraria donde debía de encontrarse el auténtico féretro del Primer Emperador. Los niños estaban nerviosos. Todos estábamos nerviosos. ¡Lo habíamos conseguido! Parecía imposible después de todo lo que nos había pasado. Mi bolsa estaba tan llena que ya no podía meter en ella ni una sola aguja más, así que esperaba no encontrar más cosas de ésas que no se pueden dejar sin llorar amargamente. En cualquier caso, lo importante era estar frente a esa entrada, hallarnos a sólo unos metros de Shi Huang Ti, el Primer Emperador.
Dentro, estaba completamente oscuro. Lao Jiang introdujo poco a poco el brazo con la antorcha y entonces pudimos ver que era un recinto grande, aparentemente vacío, de paredes de piedra y techos increíblemente altos.
– ¿Dónde está? -exclamó nervioso el anticuario.
Nos introdujimos por el vano y miramos, desconcertados, a nuestro alrededor. Allí no había nada: suelo y paredes de piedra maciza gris en las que no se veía ni una sola grieta ni una juntura.
– ¿Podría dejarme la antorcha un momento? -le pidió el maestro Rojo.
Lao Jiang se volvió, furioso.
– ¿Para qué la quiere? -preguntó.
– Me ha parecido ver algo…, no sé, no estoy seguro.
El anticuario extendió el brazo para dársela pero el maestro le hizo un gesto a Biao para que la cogiera él.
– Súbete a mis hombros-le pidió después al niño.
Apenas habíamos dado unos diez pasos dentro de la cámara pero, hasta donde llegaba la luz, sólo había vacío. No imaginaba qué habría podido atisbar el maestro Rojo para pedirle a Biao una cosa tan extraña.
Con la ayuda de todos, el maestro se puso en pie con el niño encaramado a su espalda.
– Levanta el brazo todo lo que puedas e ilumina el techo.
Cuando Biao lo hizo e iluminó la bóveda no di crédito a lo que veían mis ojos: un gran cajón de hierro, de tres metros de largo, dos de ancho y uno de alto flotaba impasible en el aire sin que se apreciara, a simple vista, ninguna cadena o andamio que lo sostuviera.
– ¿Qué hace el sarcófago ahí? -bramó Lao Jiang, incrédulo-. ¿Cómo puede permanecer de ese modo en el aire?
Era imposible responderle. ¿Cómo íbamos a saber nosotros qué clase de magia antigua mantenía aquel ataúd de hierro flotando como si fuera un zepelín? Biao saltó de los hombros del maestro y se quedó inmóvil, sosteniendo la antorcha.
El anticuario soltó un rugido y empezó a caminar de un lado a otro.
– Alcanzar el sarcófago no es importante, Lao Jiang -le dije, a sabiendas de que iba a recibir un exabrupto por respuesta-.Ya tenemos lo que queríamos. Vámonos de aquí.
Se detuvo en seco y me miró con ojos de loco.
– ¡Váyanse! ¡Márchense! -gritó-. ¡Yo tengo que quedarme! ¡Tengo cosas que hacer!
¿De qué estaba hablando? ¿Qué le pasaba? Por el rabillo del ojo vi que el maestro Rojo, que estaba buscando alguna cosa en su bolsa, levantaba la cabeza, asustado, y se quedaba mirando fijamente a Lao Jiang.
– ¿No me han oído? -continuó gritando el anticuario-. ¡Fuera, vuelvan a la superficie!
Ya me había cansado de su mala educación y de la insoportable actitud que había adoptado desde hacía un par de días. No estaba dispuesta a permitirle que nos gritara de aquella forma, como si se hubiera vuelto loco y quisiera matarnos.
– ¡Basta! -chillé con toda la potencia de mis pulmones-. ¡Cállese! ¡Estoy harta de usted!
Durante unos segundos, se quedó perplejo, mirándome.
– Escúcheme -le pedí sin cambiar el gesto hosco y seco que tenía en la cara-. No hay necesidad de comportarse así ¿Por qué quiere quedarse solo? ¿No hemos sido un equipo desde que salimos de Shanghai? Si tiene que hacer alguna cosa en este lugar, como usted ha dicho, ¿por qué no la hace y nos vamos? ¿Acaso quiere bajar el sarcófago? ¡Nosotros le ayudaremos! ¿No lo hemos hecho hasta ahora? Usted solo no habría conseguido llegar hasta aquí, Lao Jiang. Tranquilícese y díganos en qué podemos ayudarle.
En sus labios apretados se fue dibujando una extraña sonrisa.
– «Tres simples zapateros hacen un sabio Zhuge Liang» -contestó.
– Como no se explique, no sé lo que quiere decir -le espeté de malos modos.
– Es un refrán chino, madame -susurró el maestro Rojo desde el suelo, en el que continuaba agachado con las manos paralizadas dentro de su bolsa-. Significa que cuantas más personas haya, más posibilidades de éxito.
– «Cuatro ojos ven más que dos», ¿no dicen ustedes algo así? -nos aclaró el propio anticuario, ahora ya con la cara seria-. Por eso les traje conmigo. Por eso y porque eran un buen disfraz para mí.
Yo no entendía nada. Estaba disgustada y desconcertada. Me parecía absurdo mantener una conversación semejante en una situación y un lugar como aquéllos. Durante el viaje, me había conmovido en muchas ocasiones pensando en que aquellas personas a las que no conocía de nada pocos meses atrás (incluida mi propia sobrina), ocupaban ahora un lugar muy importante en mi vida. Todo lo que habíamos sufrido nos había unido y había llegado a sentir una fuerte confianza en Fernanda, Biao, Lao Jiang, el maestro Rojo e incluso en Paddy Tichborne. Es más, por alguna razón absurda, hubiera incluido también en aquel grupo a la anciana Ming T'ien, de la que no me había olvidado. Por eso, el cambio experimentado por Lao Jiang me confundía y echaba por tierra la buena imagen que me había formado de él.
– ¿Recuerda usted lo que le conté en Shanghai sobre la importancia de este lugar para mi país? -me preguntó el anticuario con una voz oscura-. Esto -e hizo un gesto con los brazos intentando abarcar la estancia completa, féretro incluido- es tan importante para el futuro como lo fue para el pasado. China es un país colonizado por los Estados imperialistas extranjeros, que nos sangran y nos someten con sus robos y exigencias y, allá donde la colonización no llega porque no interesa, perviven los restos feudales de un país moribundo dominado por los señores de la guerra. ¿Sabe usted que la Unión Soviética ha sido la única potencia que nos ha devuelto, sin pedir nada a cambio, todas las concesiones y privilegios que nos robó su anterior régimen zarista? Ninguna otra potencia lo ha hecho y los soviéticos nos han prometido, además, su apoyo en la lucha para recuperar la libertad. El verano del año pasado, doce personas nos reunimos en un lugar secreto de Shanghai para celebrar el segundo Congreso del Partido Comunista Chino.
¿Lao Jiang en el Partido Comunista? ¿Pues no era del Kuomintang?
– En aquella reunión decidimos hacer de China una república democrática y acabar con la opresión imperialista extranjera; expulsarles a ustedes, los Yang-kwei, a sus países, a sus misioneros, a sus comerciantes y a sus compañías mercantiles. Pero ante todo, formar un frente unido contra los que quieren la restauración de la vieja monarquía, contra todos aquellos que quieren que China vuelva al antiguo sistema feudal. ¿Y sabe por qué los comunistas hemos tenido que hacernos fuertes, aceptar la ayuda de la Unión Soviética y tomar la bandera de la libertad? Porque el doctor Sun Yatsen ha fracasado. En los doce años transcurridos desde su revolución, no ha conseguido devolver la dignidad al pueblo chino, ni reunificar este país fragmentado, ni hacer desaparecer a los señores feudales con ejércitos privados pagados por los Enanos Pardos, ni obligarles a ustedes a marcharse de nuestra tierra, ni eliminar los tratados económicos abusivos y vejatorios. El doctor Sun Yatsen es débil y está permitiendo, por miedo, que el pueblo chino siga muriendo de hambre y que ustedes, con sus democracias y su paternalismo colonial, nos sigan hundiendo más y más en la ignorancia y la desesperación.
Sin darme cuenta, su arrebatado discurso me había sacado del mausoleo del Primer Emperador y me había devuelto a las habitaciones de Paddy Tichborne en el Shanghai Club. En realidad, sus palabras no habían cambiado; era su desprecio por el doctor Sun Yatsen y su recién descubierta filiación comunista lo único nuevo de aquella inesperada situación.