– Mi oculta condición de comunista me ha permitido informar a Moscú durante los últimos dos años de los movimientos del Kuomintang y de la actividad política y comercial extranjera en Shanghai. Cuando los Eunucos Imperiales y, más tarde, la Banda Verde y los diplomáticos japoneses visitaron mi tienda de la calle Nanking, adiviné la importancia del «cofre de las cien joyas» que le había vendido a Rémy y puse sobre aviso al partido. Pero como su difunto marido, y viejo amigo mío, se negó a devolverme el cofre, tras su muerte a manos de la Banda Verde estábamos tan pendientes de su llegada y de lo que usted pudiese encontrar en la casa como lo estaban los imperialistas, sólo que nosotros contábamos con mi vieja amistad con Rémy para averiguar qué estaba agitando los cimientos de la corte imperial de Pekín. Cuando usted me prestó el cofre y pude examinar su contenido, descubrí asombrado la versión original de la leyenda del Príncipe de Gui, con las pistas necesarias para encontrar el jiance que podía traernos hasta este mausoleo de Shi Huang Ti. Advertí inmediatamente al Comité Central del partido el cual, mientras decidía qué tipo de acciones íbamos a emprender, me ordenó informar a Sun Yatsen con el resultado que usted ya conoce. El doctor Sun me considera un gran amigo y un fiel partidario, por lo que siempre dispongo de abundante información. Nadie sabe en el Kuomintang que soy miembro del Partido Comunista porque, tal y como le expliqué cierto día, estas dos formaciones trabajan unidas en la actualidad, aunque sólo en apariencia. Antes o después terminaremos enfrentándonos. El doctor Sun, como usted sabe, se ofreció a costear nuestro viaje con el objetivo que ya le comenté: financiar al Kuomintang e impedir la restauración imperial. El Comité Central de mi partido, por el contrario, me dio una orden muy clara y terminante: bajo la tapadera de la misión del doctor Sun, mi verdadera tarea sería destruir este mausoleo.
– ¡Destruir el mausoleo! -exclamé horrorizada.
– No se sorprenda -me advirtió y, luego, miró a los demás-. Usted tampoco, maestro Jade Rojo. Mucha gente conoce ya la existencia de este lugar perdido durante dos mil años. No sólo los manchúes de la última dinastía y los japoneses del Mikado sino también la Banda Verde y el Kuomintang. ¿Cuánto tiempo creen que va a tardar cualquiera de ellos en hacer uso de lo que hay aquí y, sobre todo, de ese extraño féretro flotante que tenemos sobre nuestras cabezas? ¿Sabe lo que significaría todo esto para el pueblo de China? A nosotros, los comunistas, nos dan igual las riquezas que contiene este lugar. No nos interesan. Sin embargo, los otros, además de lucrarse con todos los tesoros que hemos visto, utilizarán este descubrimiento para hacerse con una China cansada de las luchas por el poder, hambrienta y enferma. Cientos de millones de campesinos pobres serán manipulados para volver a la anterior situación de esclavitud en lugar de convertirse, como nosotros deseamos, en luchadores por la libertad y la igualdad. No sólo es ese despreciable Puyi quien desea convertirse en emperador. ¿Qué cree que haría el doctor Sun Yatsen? ¿Y qué harían las potencias extranjeras si cayera en manos de Sun Yatsen? ¿Cuánta sangre se derramaría si los señores de la guerra decidieran venir hasta aquí para hacerse con los tesoros? ¿Cuántos de ellos querrían ser emperadores de una nueva dinastía ya no manchú sino auténticamente china? Quien consiguiera apoderarse de esto -afirmó señalando hacia arriba- sería bendecido por el fundador de esta nación para apoderarse, en su nombre, de «Todo bajo el Cielo» y, créanme, no lo vamos a consentir. China no está preparada para asimilar este lugar sin graves consecuencias para su futuro. Algún día lo estará, se lo aseguro, pero ahora todavía no.
– ¿Y tiene que destruir el mausoleo? -pregunté incrédula.
– Por supuesto, no lo dude. Así me lo han ordenado. Voy a permitir que ustedes se lleven todo lo que han cogido. Es mi manera de agradecerles lo que han hecho, que ha sido mucho. He tenido que utilizarles para llegar hasta aquí y mantener en el engaño tanto al Kuomintang como a la Banda Verde.
– ¿Y qué me dice de Paddy Tichborne? -le pregunté-. ¿También es comunista como usted? ¿Estaba al tanto de todo esto?
– En absoluto, Elvira. Paddy es sólo un buen amigo, muy útil para recabar información en Shanghai, al que tuve que recurrir para llegar hasta usted.
– ¿Y qué dirá cuando sepa todo esto?
El anticuario se rió a carcajadas.
– ¡Espero que algún día escriba un buen libro de aventuras sobre esta historia, como ya le comenté! Nos ayudará mucho a convertir todo esto en una leyenda inverosímil. Yo, por supuesto, negaré haber estado aquí y, si alguien quiere venir a comprobar si hay algo de verdad en lo que ustedes puedan contar a partir de hoy, ya no encontrará nada porque voy a destruir este lugar.
Se agachó a recoger su bolsa y se la echó al hombro.
– Y no se le ocurra atacarme, maestro Jade Rojo, o haré explotar este lugar con todos ustedes dentro. Ayude a Elvira y a los niños a salir rápidamente.
– ¿Usted va a morir, Lao Jiang? -le preguntó un Biao asustado y al borde de las lágrimas.
– No, no voy a morir -le aseguró fríamente el anticuario, ofendido al parecer por la pregunta-, pero no quiero que estén aquí mientras preparo los explosivos. No dispongo de todo el material que sería necesario para volar completamente este lugar, así que debo colocar las cargas de manera que la estructura se venga abajo y se hunda todo el complejo. La cuerda que utilizamos en el segundo nivel y queno quise estropear con el mercurio, Elvira, es una de las mechas que he traído para esta misión y, como comprenderá, necesito cada centímetro de ellas porque yo también tengo que salir de aquí. Son mechas lentas pero, aun así, la complejidad del mausoleo y la dificultad de los seis subterráneos van a ponerme las cosas muy difíciles para llegar a la superficie. Supongo que tardaré una hora u hora y media en preparar la detonación y dispondré de otra hora más, aproximadamente, para salir de aquí. Por eso les ruego que se marchen ya. Ustedes tienen dos horas y media para llegar arriba, salir por el pozo y alejarse, así que ¡váyanse! ¡Váyanse ya!
– ¡Dos horas y media! -exclamé, desesperada-. ¡No nos haga esto, Lao Jiang! ¿Qué prisa tiene? ¡Dénos más tiempo! ¡No lo vamos a conseguir!
Él sonrió con pesar.
– No puedo, Elvira. Ustedes han estado convencidos todo el tiempo de que nos habíamos librado definitivamente de la Banda Verde cuando salimos de Shang-hsien, pero la Banda Verde es muy lista y tiene sicarios y recursos por todas partes. Hágase usted misma esta reflexión: al día siguiente de nuestra partida de aquel pueblo, cuando nuestros dobles se detuvieron y se dieron la vuelta, la Banda descubrió que les habíamos engañado. O bien abandonaron la búsqueda, cosa harto improbable, o bien regresaron a Shang-hsien e interrogaron a todo el mundo hasta descubrir lo que había pasado y por dónde nos habíamos ido. Puede que, en ese momento, aún llevásemos dos días de ventaja, pero sin duda consiguieron toda la información que necesitaban tanto del guía que nos sacó del pueblo y nos acompañó hasta el bosque de pinos como de los balseros que nos ayudaron a cruzar los ríos entre Shang-hsien y T'ieh-lu, el villorrio con el apeadero del tren donde compramos la comida y, aunque cada día limpiábamos todo antes de volver a montar, no es difícil suponer que encontraron algún indicio, por pequeño que fuera, de nuestras hogueras nocturnas y nuestros desperdicios. De todos modos, tampoco les era necesario. Entre Shang-hsien y T'ieh-lu hay una línea recta muy fácil de seguir. ¿Y qué creen que les dirían en la tiendecilla de la estación? Que sí, que efectivamente estuvimos allí hace tres días y que vinimos en esta dirección. Nuestros animales, que siguen arriba, serán la última referencia que necesiten para encontrar la boca del pozo. En caso de que siguiéramos manteniendo los dos días de ventaja, o incluso si añadimos un día más por el tiempo que perdieron interrogando a la gente de Shang-hsien y siguiendo nuestras huellas, los sicarios de la Banda Verde ya están aquí, dentro del mausoleo.
Es decir, pensé, que huíamos de la sartén para caer en el fuego.
– No pierdan más tiempo y no me lo hagan perder a mí -nos urgió-. Márchense. Tengo mucho trabajo que hacer. Nos veremos fuera dentro de unas horas.
Hacía tantos meses que no usaba un reloj que, en cierta manera, había aprendido a calcular el paso del tiempo intuitivamente, por eso sabía que, si nosotros a duras penas lograríamos abandonar el mausoleo aun contando con toda la ayuda posible de la buena fortuna, Lao Jiang, salvo que dispusiera de algún recurso desconocido e improbable, no lo iba a conseguir. Y él también lo sabía, estaba segura.
– Adiós, Lao Jiang -le dije.
– Adiós, Elvira -me respondió con una ceremoniosa reverencia-. Adiós a todos.
Fernanda y Biao permanecieron inmóviles; mi sobrina con un gesto de indignación y disgusto en la cara; Biao, con los ojos enrojecidos y la cabeza gacha.
– Vámonos -ordené. El tiempo había empezado a correr y nosotros, por la cuenta que nos traía, teníamos que procurar adelantarle. Como nadie se movía, cogí por los brazos a los niños y los arrastré fuera de la cámara-. ¡Vamos, maestro!
Aquel desgraciado de Lao Jiang se había quedado con la única antorcha que teníamos así que la huida iba a ser en la oscuridad, por lo menos dentro de aquel sarcófago exterior. Menos mal que recordábamos el camino y pronto estuvimos en la sala de ceremonias, con el mar de esqueletos frente a nosotros. Allí me detuve.
– Maestro -dije apresuradamente-, creo que sería mejor abandonar las bolsas. Cojamos lo más valioso y echemos a correr.
El maestro Rojo asintió y los niños sacaron grandes puñados de piedras preciosas, monedas de oro y figuritas de jade que guardaron en sus amplios bolsillos. Conseguimos cargar con todo lo que no tenía un tamaño desmesurado.
– Fernanda, no te dejes el espejo. Mételo dentro de la chaqueta.
– ¿El espejo? -se sorprendió-. Precisamente el espejo era lo último que pensaba llevarme. Es grande e incómodo -dijo despectivamente. Estaba enfadada, pero no conmigo sino con Lao Jiang.