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Cuando llegué arriba, los niños estaban tirados en el suelo, agotados.

– ¡Arriba! -les grité-. Esto aún no se ha terminado. Hay que alejarse de aquí.

Los animales continuaban en el mismo lugar donde les habíamos dejado. Parecían nerviosos pero en buenas condiciones. Los sicarios de la Banda Verde pasaron junto a ellos, corriendo hacia sus propias monturas que pacían tranquilamente cerca del montículo.

Y entonces fue cuando ocurrió. Primero sentimos un ligero temblor en el suelo, algo casi inapreciable que fue subiendo de intensidad hasta convertirse en un terremoto que nos hizo trastabillar y caer. Los caballos se encabritaron y relincharon angustiados mientras las mulas rebuznaban enloquecidas y daban patadas al aire y saltos como yo no había visto dar nunca a un cuadrúpedo. Una de ellas rompió las riendas y, soltando el bocado, se alejó al galope para ir a caer de mala manera poco después. El suelo se agitaba como un mar embravecido; varias olas, y digo bien, se alzaron en la campiña y nos sacudieron como si fuéramos barquichuelas a la deriva, haciéndonos rodar de un lado a otro mientras gritábamos desesperados. Se escuchó, de pronto, un rugido sordo, un fragor que procedía del fondo de la Tierra. Así debían de sonar los volcanes cuando entraban en erupción pero, por suerte para nosotros, no se abrió ningún cráter; al contrario, el suelo, que parecía de goma, se hundió como si fuera a formarse una tolva gigante; luego, ascendió otra vez formando una suave colina y, después, recuperó su nivel. Todo cesó. Los sicarios y nosotros dejamos de gritar al mismo tiempo. Sólo los animales continuaban armando jaleo pero se fueron tranquilizando hasta quedar inmóviles y silenciosos. Una calma terrible se apoderó del lugar. Era como si la muerte hubiera pasado por allí y nos hubiera rozado a todos con su manto para, luego, alejarse y desaparecer. El mundo entero se había quedado callado.

Miré a mi alrededor buscando a mi sobrina y la encontré junto a mí, boca abajo, con los brazos extendidos hacia arriba, sacudida por pequeñas y silenciosas convulsiones quebien podían ser llanto contenido como espasmos de dolor. Me acerqué más a ella y le di la vuelta. Tenía la cara llena de tierra y pringosa de lágrimas que formaban un barrillo blanco en tomo a sus ojos. La abracé con fuerza.

– ¿Están bien? -preguntó el maestro Rojo.

– Nosotras estamos bien -fueron mis últimas palabras antes de echarme a llorar desesperadamente-. ¿Y Biao? -balbucí al cabo de poco, soltando a Fernanda y buscando al niño con la mirada.

Allí estaba, levantándose del suelo, sucio, mugriento e irreconocible.

– Estoy bien, tai-tai -susurró con un hilillo de voz.

Los de la Banda Verde, a cierta distancia de nosotros, también se iban incorporando poco a poco. Parecían asustados.

– Maestro -gimoteé, intentando hablar con coherencia-. Dígales a aquellos tipos que el mausoleo del Primer Emperador ha sido destruido. Pídales que transmitan a su jefe de Shanghai, a ese maldito Surcos Huang o como demonios se llame, que esta historia se ha terminado, que Lao Jiang ha muerto y que el jiance yel «cofre de las cien joyas» han desaparecido. Dígaselo.

El maestro, levantando la voz en mitad de aquel pesado silencio, les soltó un largo discurso que escucharon con indiferencia. Hubieran podido demostrar un poco de gratitud por haberles salvado la vida prestando algo de atención, pero se limitaron a montar en sus caballos.

– Dígales también -le pedí de nuevo- que nos dejen en paz, que ya no tenemos nada que puedan querer.

El maestro repitió a gritos mis palabras pero los sicarios ya cabalgaban en dirección a Xi'an y ninguno volvió la cabeza para mirarnos cuando pasaron a nuestro lado. Querían largarse de allí y eso fue exactamente lo que hicieron.

– ¿Nos hemos librado de ellos? -preguntó entre hipos y lágrimas mi sobrina.

– Creo que sí -repuse pasándome las manos por la cara para limpiarme los ojos y contemplar, no sin alegría, cómo se alejaban dejando en el aire una nubecilla de tierra.

– Y, ahora, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Biao-. ¿A dónde vamos?

El maestro Jade Rojo y yo nos miramos y, luego, contemplamos el solitario y frondoso montículo que, en mitad de aquella gran campiña encerrada entre el río Wei y las cinco cumbres del monte Li, continuaba señalando, como había hecho durante los últimos dos mil doscientos años, el lugar donde había estado el impresionante mausoleo de Shi Huang Ti, el Primer Emperador de la China. Nada parecía haber cambiado en el paisaje. Allí arriba todo seguía igual.

– Maestro -dije-, ¿le apetecería pasar unos días en Pekín?

– ¿En Pekín? -se sorprendió.

Metí las manos en los bolsillos exteriores de mi chaqueta y las saqué llenas de piedras preciosas y de pequeños objetos de jade que brillaron bajo la luz crepuscular.

– Tengo entendido -le expliqué- que existe un gran mercado de antigüedades en las inmediaciones de la Ciudad Prohibida y como, además, es la gran capital de este inmenso país, seguro que encontraremos muchos compradores dispuestos a pagar un buen precio por estas hermosas joyas.

CAPÍTULO QUINTO

Cuando llegamos a Pekín en el expreso procedente de Xi'an, la ciudad atravesaba una de sus habituales tormentas de polvo amarillo procedente del desierto del Gobi y el viento, un viento que no cesó ni un momento mientras estuvimos allí, provocaba desagradables remolinos en todas las avenidas, paseos y callejuelas de la ciudad. Ese dichoso serrín amarillo que lo sepultaba todo se metía en los ojos, en la boca, en los oídos, en la ropa, en la comida y hasta en la cama. Además, hacía muchísimo frío. Las gentes llevaban orejeras velludas y caminaban enfundadas en unos enormes abrigos de piel que les hacían parecer osos polares y los árboles sin hojas, de ramas yermas, terminaban de darle a la capital imperial un aspecto triste y fantasmal. No era una buena época para visitar Pekín.

Fernanda y yo recuperamos, al fin, nuestra condición de occidentales para lo cual tuvimos que adquirir, con el dinero que nos quedó después de pagar los cuatro billetes de ferrocarril -dinero que yo traía conmigo desde Shanghai-, ropas femeninas adecuadas en las tiendas del llamado barrio de las Legaciones, una pequeña ciudad extranjera dentro de la gran ciudad china, fuertemente protegida por ejércitos de todos los países con presencia diplomática (aún no se habían olvidado los cincuenta y cinco días de terror vividos durante la famosa sublevación de los bóxers de 1900). Ataviadas otra vez como mujeres europeas y después de acudir al salón de belleza para arreglarnos el pelo, que nos había crecido mucho durante los tres meses y pico de viaje, pudimos buscar alojamiento en el Grand Hôtel des Wagons-Lits, de anticuado y señorial estilo francés, con cuartos de baño, agua caliente y servicio de habitaciones. Para que Biao y el maestro Rojo fueran admitidos en el barrio de las Legaciones, donde a todas luces estaban más seguros, tuvieron que hacerse pasar por nuestros criados y dormir en el suelo del pasillo del hotel delante de la puerta de nuestra habitación. El acusado régimen colonial de aquel barrio nos obligaba, para no llamar la atención, a tratarles en público de una manera despótica y despectiva que estábamos muy lejos de sentir, pero no pensábamos quedarnos en Pekín más tiempo del necesario. En cuanto vendiéramos los valiosos objetos del mausoleo, nos marcharíamos.

Sin embargo, no todos íbamos a regresar a Shanghai. El maestro Rojo anhelaba recuperar su tranquila vida de estudio en Wudang y sólo podía hacerlo volviendo a Xi'an, recogiendo los caballos y las mulas que habíamos dejado en el apeadero de T'ieh-lu al cuidado del dueño de la tiendecilla de comestibles y cruzando de nuevo los montes Qin Ling en dirección al sur. En cuanto tuviéramos el dinero, lo dividiríamos en tres partes: una para el monasterio, otra para Paddy Tichborne, y la tercera para los niños y para mí. Aún debíamos inventar una buena historia que justificase ante los ojos de Paddy el dinero que le íbamos a entregar sin vernos en la obligación de explicarle peligrosos secretos sobre la muerte de Lao Jiang que pudieran despertar en él el deseo de ponerse a husmear en los círculos políticos del Kuomintang y del Partido Comunista en busca de un buen artículo de investigación.

El primer día visitamos a los comerciantes de oro de Pekín, a los más importantes, y negociamos hasta obtener los precios que consideramos justos por nuestros artículos. Ninguno de ellos pareció extrañarse al ver a dos mujeres europeas con piezas chinas de tanto valor ni tampoco preguntaron por su origen. Al día siguiente fuimos a los mejores establecimientos de piedras preciosas, con idéntico resultado; y, por último, acudimos a los anticuarios instalados en la calle de la «Paz Terrena» de los que nos habían hablado muy bien, indicándonos que eran sumamente discretos y formales. Todo lo que había contado Lao Jiang sobre la compraventa de antigüedades procedentes de la Ciudad Prohibida era absolutamente cierto: muebles, piezas caligráficas, rollos de pinturas y objetos decorativos a todas luces demasiado valiosos para no proceder del otro lado de la alta muralla que separaba Pekín del palacio del derrocado emperador Puyi, se vendían en cantidades sorprendentes y a precios irrisorios. Me impresionó pensar que allí, tan cerca, estaba ese joven y ambicioso Puyi del que habíamos estado huyendo durante tantos meses. Él nunca había salido de la Ciudad Prohibida y, si alguna vez lo hacía, se rumoreaba en el barrio de las Legaciones, sería, sin duda, para marchar al exilio.

Obtuvimos una cantidad de dinero tan absolutamente vergonzosa que tuvimos que abrir a toda prisa varias cuentas bancarias en distintas entidades para no llamar demasiado la atención. Con todo, esta estratagema resultó inútil. Los directores de las oficinas del Banque de l'Indo-Chine, del Crédit Lyonnais y de la sucursal del Hongkong and Shanghai Banking Corp. no pudieron por menos que hacer su aparición para presentarme ceremoniosamente sus respetos en cuanto les fue comunicada la cantidad de dinero que estaba ingresando en sus bancos. Todos me ofrecieron cartas de crédito ilimitado y empezaron a llegar al hotel presentes e invitaciones para cenas y fiestas.