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– ¡Madame DePoulain! -casi gritó.

– ¡Mister Tichborne! ¡Qué alegría!

Y era cierto. Incomprensible, pero cierto: estaba contenta de volver a verle, muy contenta. Hasta que me fijé en sus muletas y mis ojos descendieron hacia su pierna derecha, que ya no existía por debajo de la rodilla. Llevaba la pernera del pantalón recogida hacia atrás.

– Pase, pase, por favor -me invitó, apartándose con dificultad por culpa de las muletas.

Aquel garito presentaba un aspecto lamentable. Toda la casa era una única habitación en la que se veía, a un lado, la cama de sábanas sucias y sin hacer; al otro, una diminuta cocina llena de cacharros sin fregar y de platos y vasos sucios; y, en el centro, un par de sillas y una butaca alrededor de una mesa desvencijada sobre la que había, cómo no, un montón de botellas vacías de whisky. Al fondo, junto a una pequeña repisa con libros, una puertecilla debía de llevar al patio comunitario y a los servicios. Olía mal y no sólo por la suciedad de la casa. Hacía mucho tiempo que Paddy no había tocado el jabón. Su cara, de hecho, estaba sin rasurar y su apariencia general era de desidia y descuido.

– ¿Cómo está, Mme. De Poulain? ¿Cómo están los demás? ¿Y Lao Jiang? ¿Y su sobrina? ¿Y el niño chino?

Me eché a reír mientras nos acercábamos poco a poco a los asientos. No hice ningún remilgo a la hora de ocupar una de aquellas sillas grasientas y llenas de manchas.

– Bueno, mister Tichborne, tengo una historia muy larga que contarle.

– ¿Consiguieron llegar al mausoleo del Primer Emperador? -preguntó ansioso, dejándose caer como un peso muerto en la pobre butaca, que crujió de manera peligrosa.

– Veo que está usted impaciente, mister Tichborne, y lo comprendo…

– Llámeme Paddy, por favor. ¡Qué alegría verla!

– Entonces, llámeme usted por mi nombre, Elvira, y así estaremos a la par.

– ¿Quiere usted tomar…? -se quedó en suspenso, echando un vistazo al mezquino y sucio cuartucho-. No tengo nada que ofrecerle, madame… Elvira. No tengo nada que ofrecerle, Elvira.

– No se preocupe, Paddy. Estoy bien.

– ¿Le importa que yo me sirva un poco de whisky? -preguntó, llenando hasta arriba un vaso sucio que había sobre la mesa.

– No, de ninguna manera. Sírvase, por favor -contesté, a pesar de que él ya estaba dando un trago tan largo que poco le faltó para beberse de golpe el vaso completo-. Pero, dígame, ¿por qué ha dejado el Shanghai Club?

Su mirada se tornó huidiza.

– Me echaron.

– ¿Le echaron? -pregunté aparentando una sorpresa absolutamente fingida.

– Cuando perdí la pierna, ¿recuerda?, ya no estaba en condiciones de trabajar como corresponsal de prensa ni tampoco como delegado del Journal dela Royal Geographical Society.

– Pero la falta de una pierna no es motivo para que le despidan -objeté-. Usted podía seguir escribiendo, podía desplazarse por Shanghai en rickshaw, podía…

– No, no, Elvira -me cortó-. No me despidieron por no tener pierna, me despidieron porque empecé a beber demasiado cuando salí del hospital y no era capaz de cumplir con mis obligaciones. Y, como puede ver… -dijo, rellenando el vaso de nuevo hasta arriba y dando otro largo trago-. Como puede ver continúo bebiendo demasiado. Bueno, cuénteme, ¿dónde está Lao Jiang?, ¿por qué no ha venido con usted?

Había llegado la parte más difícil de la entrevista.

– Verá, Paddy, Lao Jiang ha muerto.

Su cara se desencajó.

– ¿Cómo dice? -balbuceó, atontado.

– Bueno, déjeme contarle toda la historia desde que usted resultó herido en Nanking.

Le expliqué que, por fortuna, un destacamento de soldados del Kuomintang que pasaba por Zkonghua Men en el momento en que estábamos siendo atacados por la Banda Verde nos salvó de morir aquel día. Ellos se encargaron de llevárselo a su cuartel y de proporcionarle asistencia médica.

– Eso lo sé -comentó-. Tuve mucha fiebre y no recuerdo todos los detalles pero algo hay de una pelea con un oficial del Kuomintang para que me trasladaran a un hospital de Shanghai cuando dijeron que había que amputarme la pierna.

– Exacto. El Kuomintang se hizo cargo de usted por ser extranjero y corresponsal de prensa. En cuanto les informamos, se ofrecieron a ocuparse de todo.

Primera parte de la nueva versión de la historia. No íbamos mal del todo. Mientras él bebía un vaso de whisky tras otro, le fui relatando nuestro viaje en sampán hasta Hankow, nuestra estancia en Wudang, lo que tuvimos que hacer para recuperar el tercer pedazo del jiance, los otros ataques de la Banda Verde, la peregrinación por las montañas hasta el mausoleo en el monte Li, cómo conseguimos entrar gracias al maestro Jade Rojo y su Nido de Dragón, y todo lo demás. Estuve hablando mucho tiempo, dándole toda suerte de detalles -pensaba en ese libro que, quizá, escribiría algún día-, pero le oculté a conciencia los detalles políticos del asunto. No volví a mencionar al Kuomintang, ni dije nada de los jóvenes milicianos comunistas, ni del Lao Jiang que se reveló en la cámara del féretro del Primer Emperador. Le conté, en cambio, que salimos los cinco de allí y que, cuando ya estábamos en el tercer nivel, subiendo por los diez mil puentes, una de las pasarelas se soltó, por vieja y gastada, y que Lao Jiang cayó desde una altura de más de cien metros y que no pudimos hacer nada por él; al contrario, tuvimos que correr, con grave riesgo para nuestras vidas, porque las gigantescas pilastras empezaron a venirse abajo, chocando unas contra otras, provocando un terremoto que hizo temblar todo el complejo funerario. Le expliqué el truco de los espejos en el nivel del metano, y también que, cuando ya estábamos saliendo del salón del trono, que se hundía bajo nuestros pies, apareció la Banda Verde y quiso detenernos pero que, viendo que todo el mausoleo se desmoronaba, echaron a correr con nosotros y que, cuando ya estábamos fuera, se marcharon sin ayudarnos, abandonándonos en mitad de la campiña.

– Sólo querían la tumba del Primer Emperador -farfulló Paddy, que arrastraba las palabras por culpa del alcohol. Se le veía dolido por la muerte de Lao Jiang, su viejo amigo, el anticuario de la calle Nanking.

– Lo cual nos lleva a la última parte y conclusión de esta historia -repliqué contenta, intentando animarle-. La Banda Verde ya no nos persigue. No le interesamos. Pero podría ocurrir que, como están al tanto de todo, si usted o yo nos paseáramos por Shanghai exhibiendo esto -y, al mismo tiempo, cogí de mi bolso un talón que había rellenado en el hotel antes de salir hacia el despacho del abogado y se lo puse delante, sobre la mesa-, podría ocurrir, como le digo, que la Banda quisiera amargarnos la vida.

Paddy alargó una mano, cogió el cheque, lo abrió muy despacio y leyó la cifra que yo había escrito. Se quedó lívido y empezó a sudar de tal manera que tuvo que pasarse por la frente, temblando, un pañuelo mugriento que sacó de un bolsillo del pantalón.

– No… No es… No es posible -balbuceó.

– Sí que lo es. En Pekín vendimos todas las joyas que habíamos sacado del mausoleo y dividimos en tres partes iguales la cantidad obtenida: una para Wudang, otra para usted y otra para mí.

– ¿Y los niños?

– Los niños se quedan conmigo.

– Pero yo no corrí tantos riesgos como ustedes, yo no llegué al mausoleo, yo…

– ¿Quiere callarse, Paddy? Usted perdió una pierna por salvarnos la vida, algo que nunca podremos agradecerle bastante, así que no se hable más.

Sonrió ampliamente y metió el cheque en el mismo bolsillo donde acababa de guardar el pañuelo.

– Tendré que ir al banco -murmuró.

– Tendrá usted que asearse antes -le recomendé-. Y, hágame caso, Paddy: váyase de China. No podemos fiarnos de la Banda Verde y usted es muy conocido en Shanghai. Coja un barco y vuelva a irlanda. No necesita seguir trabajando. Podría comprarse un castillo en su país y dedicarse a escribir libros. Nada me gustaría más que leer esta historia del tesoro del Primer Emperador en una buena novela que compraré en alguna de mis librerías preferidas de París. Los niños y yo podríamos visitarle de vez en cuando y usted podría venir a nuestra casa y quedarse con nosotros todo el tiempo que quisiera.

Le vi fruncir el entrecejo. No había continuado bebiendo. El vaso, lleno, permanecía abandonado sobre la mesa.

– Tendrá usted que conseguir los papeles de Biao -comentó preocupado-, si es que existen. No podrá salir de China sin documentación.

– Hablaré esta tarde con el padre Castrillo, superior de la misión de los agustinos de El Escorial -admití-, pero no me preocupa lo que me diga. El niño tiene ciertos contactos y podría conseguir documentación falsa en unas pocas horas. El dinero no es problema.

– ¡Cómo ha cambiado usted, Elvira! -exclamó, soltando una carcajada-. Antes era tan remilgada, tan timorata -Se dio cuenta de pronto de las insolencias que estaba diciendo y replegó velas-. Discúlpeme, no quería ofenderla.

– No me ofende, Paddy. -Era mentira, claro, pero había que decir eso-. Tiene usted razón. He cambiado muchísimo, más de lo que se imagina. Y para bien. Estoy contenta. Sólo hay algo que me preocupa.

– ¿Puedo ayudarla?

– No, no puede -repuse, contrariada-, salvo que esté en sus manos cambiar el mundo y conseguir que Biao no sea rechazado en París por ser chino.

– ¡Ah, eso va a ser muy difícil! -exclamó, quedándose pensativo.

– No sé cómo voy a resolver este problema. Biao tiene que estudiar. Es increíblemente inteligente. Cualquier especialidad de ciencias será perfecta para él.

– ¿Sabe de qué me estoy acordando? -murmuró Paddy-. Del «incidente de Lyon».

– ¿«Incidente de Lyon»?

– Sí, ¿nolo recuerda? Ocurrió hace un par de años, a finales de 1921. Después de la guerra en Europa, Francia reclamó mano de obra a sus colonias en China para cubrir el déficit de las fábricas. Se enviaron ciento cuarenta mil culíes. Al mismo tiempo, como propaganda, se invitó también a los mejores alumnos de todas las universidades de este país a continuar sus estudios en Francia, con la intención, decían, de promover las relaciones y el contacto entre ambas culturas. No quiera saber cómo terminó aquella historia -gruñó, retrepándose en el asiento-. A los pocos meses de llegar los primeros becarios, la Sociedad de Estudios Franco-Chinos estaba en bancarrota, no había ni un franco para pagar los gastos de estudios e internados. Los jóvenes, casi todos de buenas familias o especialmente inteligentes, como Biao, tuvieron que ponerse a trabajar en las fábricas junto a los culíes para poder comer y otros, con más suerte, encontraron trabajo como lavaplatos. Los demás se convirtieron en pordioseros que vagaban por las calles de París, Montargis, Fontainebleau o Le Creusot. El embajador de China en Francia, Tcheng Lou, se lavó las manos como Pilatos y anunció que no pensaba hacerse cargo de aquellos desgraciados entre los que, además, empezaban a hacer furor los ideales comunistas transmitidos, todo hay que decirlo, por el propio Partido Comunista Francés, que encontró en ellos un campo abonado y listo para sembrar.