– ¿Vais a poneros en contacto con el fabricante?
– Lo intentaremos, pero sospecho que perderemos el rastro en los intermediarios.
Me levanté.
– Preguntaré por ahí.
Walter recogió su bolígrafo y me señaló con él como un maestro descontento sermoneando al listillo de la clase.
– Ross aún quiere echarte el guante.
Saqué un bolígrafo y anoté mi número de móvil en el dorso del bloc de notas de Walter.
– Lo tengo siempre conectado. ¿Puedo marcharme ya?
– Con una condición.
– ¿Cuál?
– Quiero que esta noche vengas a casa.
– Lo siento, Walter, pero ya no atiendo compromisos sociales.
Pareció dolido.
– No seas gilipollas. Esto no es un compromiso social. Ven o, por mí, Ross puede encerrarte en una celda hasta el día del Juicio.
Me dispuse a marcharme.
– ¿Seguro que nos lo has contado todo? -me preguntó de nuevo.
No me volví.
– Te he dicho todo lo que puedo decirte, Walter.
Lo cual era verdad, al menos en rigor.
Veinticuatro horas antes había encontrado a Emo Ellison. Emo vivía en un hotel de mala muerte en la periferia de East Harlem, esa clase de establecimiento donde los únicos huéspedes admitidos son putas, policías o delincuentes. Una pantalla de plexiglás cubría el despacho del portero, pero no había nadie dentro. Subí por la escalera y llamé a la puerta de Emo. No hubo respuesta, pero me pareció oír el sonido de una pistola al amartillarse.
– Emo, soy Bird. Necesito hablar contigo.
Oí que se acercaba a la puerta.
– Yo no sé nada de eso -dijo Emo a través de la madera-. No tengo nada que decir.
– Todavía no te he preguntado. Vamos, Emo, abre. Ollie el Gordo anda metido en un lío. Quizá yo pueda ayudarlo. Déjame pasar.
Siguió un momento de silencio y se oyó el tintineo de una cadena. La puerta se abrió y entré. Emo había retrocedido hasta la ventana, pero aún tenía empuñada el arma. Cerré la puerta.
– No necesitas eso -dije.
Emo sopesó la pistola y la dejó sobre una cómoda. Se le veía más relajado sin ella. Las armas no iban con él. Me fijé en que llevaba vendados los dedos de la mano izquierda y vi manchas amarillas en los extremos de las vendas.
Emo Ellison era un hombre delgado y pálido de mediana edad que trabajaba de forma esporádica para Ollie el Gordo desde hacía unos cinco años. Aunque no pasaba de ser un mecánico corriente, era leal y sabía mantener la boca cerrada.
– ¿Sabes dónde está?
– No se ha puesto en contacto conmigo.
Se dejó caer de golpe en el borde de la cama pulcramente hecha. La habitación estaba limpia y olía a ambientador. En las paredes colgaban un par de reproducciones, y en unos estantes de Home Depot, dispuestos en orden, había libros, revistas y algunos enseres personales.
– He oído que trabajas para Benny Low. ¿Por qué lo haces?
– Es trabajo -contesté.
– Si entregas a Ollie, será hombre muerto, ése es tu trabajo -dijo Emo.
Me apoyé contra la puerta.
– Quizá no lo entregue. Benny Low puede asumir la pérdida. Pero necesitaría una buena razón.
El conflicto al que se enfrentaba Emo se reflejaba en su rostro. Se retorció las manos y echó un par de vistazos al arma. Emo Ellison estaba asustado.
– ¿Por qué se fugó, Emo? -pregunté con delicadeza;
– Decía que eras buen tipo, un tipo de fiar. ¿Es verdad?
– No lo sé. En todo caso, no quiero que Ollie salga mal parado.
Emo me observó durante un rato y finalmente pareció tomar una decisión.
– Fue Pili. Pili Pilar. ¿Lo conoces?
– Lo conozco. -Pili Pilar era la mano derecha de Sonny Ferrera.
– Solía venir una o dos veces al mes, nunca más, y se llevaba un coche. Se lo quedaba durante un par de horas y lo devolvía. Un coche distinto cada vez. Era un trato que había hecho Ollie para no tener que pagar a Sonny. Colocaba matrículas falsas en el coche y lo tenía listo para cuando llegaba Pili.
»La semana pasada vino Pili, tomó un coche y se marchó. Yo llegué tarde esa noche porque me encontraba mal. Tengo úlceras. Pili ya se había ido.
»El caso es que, pasadas las doce, Ollie y yo estábamos allí sentados, de charla, esperando a que Pili devolviera el coche, y de pronto se oyó un ruido fuera. Cuando salimos, Pili se había estrellado con el coche contra la verja y estaba desplomado sobre el volante. También tenía una abolladura delante, así que supusimos que se había visto envuelto en un accidente y que había preferido largarse y no quedarse a esperar.
»Pili tenía una herida grave en la cabeza debido al golpe contra el parabrisas y el coche estaba manchado de sangre. Ollie y yo lo empujamos hasta el patio, y luego él llamó a un médico que conocía; el tipo le dijo que le llevara a Pili. Como Pili no se movía y estaba muy pálido, Ollie lo trasladó a la consulta del médico en su propio coche, y el médico insistió en mandarlo de inmediato al hospital porque creía que tenía una fractura de cráneo.
Las palabras salían de Emo a borbotones. Una vez iniciado el relato, deseaba terminarlo, como si contándolo en voz alta fuera a disminuir el peso que representaba saberlo.
– El caso es que discutieron un rato, pero el médico conocía una clínica privada donde no harían muchas preguntas, y Ollie accedió. El médico telefoneó a la clínica y Ollie volvió al garaje a ocuparse del coche.
»Tenía un número donde localizar a Sonny, pero no contestaban. Había vuelto a guardar el coche, pero no quería dejarlo allí por si…, ya sabes, por si había habido algún problema con la policía. Así que llamó al viejo y le contó lo ocurrido. El viejo le dijo que no se moviera, que enviaría a alguien a encargarse del asunto.
»Ollie salió a esconder el coche y, cuando volvió, tenía peor aspecto que Pili. Parecía mareado y le temblaban las manos. Le pregunté qué pasaba, pero él sólo me dijo que me marchara y no le contara a nadie que había estado allí. No quiso decirme nada más, sólo que me fuera.
»Ya no supe más de él hasta que me enteré de que la policía había organizado una redada en su negocio y de que luego Ollie salió en libertad bajo fianza y desapareció. Te lo juro, eso es lo último que supe.
– ¿Por qué la pistola, entonces?
– Uno de los hombres del viejo estuvo aquí hace un par de días. -Tragó saliva-. Bobby Sciorra. Quería información sobre Ollie; quería saber si yo había estado allí el día del accidente de Pili. Le contesté que no, pero no le bastó con eso.
Emo Ellison se echó a llorar. Levantó los dedos vendados y, lenta y cuidadosamente, empezó a quitarse la venda de uno.
– Me llevó a dar un paseo. -Alzó el dedo y vi una marca en forma de anillo coronada por una enorme ampolla que parecía palpitar ante mis ojos-. El encendedor. Me quemó con el encendedor del coche.
Veinticuatro horas después Ollie Watts, el Gordo, estaba muerto.
3
Walter Cole vivía en Richmond Hill, el más antiguo de los siete barrios de Queens, conocidos como las Siete Hermanas. Establecido en la década de 1880, el pueblo disfrutaba de un centro y unas tierras comunales, y cuando los padres de Walter abandonaron Jefferson City y se mudaron allí poco antes de la segunda guerra mundial, debía de parecer una recreación del centro de Estados Unidos a un paso de Manhattan. Walter se quedó la casa en la calle 113, al norte de la Myrtle Avenue, cuando sus padres se retiraron a Florida. Él y Lee comían casi todos los viernes en el Triangle Hofbräu, un viejo restaurante alemán de la Jamaica Avenue, y paseaban por las espesas arboledas de Forest Park en verano.