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Escuché junto a la puerta pero no oí nada en el interior. De haberse encontrado la camarera dentro, habría estado silbando y bailando, escuchando quizás una emisora de blues en su pequeño transistor. Pero si había una camarera en mi habitación en ese momento, o bien estaba dormida o bien levitando.

Embestí la puerta con el hombro, entré rápidamente y, empuñando la pistola con los brazos extendidos, recorrí la habitación con la mirada. Fui a posarla en la figura de Leon que, sentado junto al balcón, hojeaba un ejemplar de la revista GQ que Louis me había dejado. Leon no parecía la clase de hombre que compraba por recomendación de GQ a menos que la revista hubiera comprado acciones de algún fabricante de zapatos baratos como JCPenney. El ojo afectado por el fuego brillaba bajo el pliegue de piel como un cangrejo atisbando desde su caparazón.

– Cuando haya acabado, hay pelos en la ducha y la puerta del armario se atasca -dije.

– Aunque se le estuvieran cayendo encima las paredes de la habitación, me importaría un carajo -contestó. Ese Leon era un bromista.

Tiró al suelo la revista y miró a Rachel, que había entrado en la habitación detrás de mí. Su mirada no reveló el menor interés. Quizá Leon estaba muerto y nadie había hecho acopio del valor necesario para decírselo.

– Viene conmigo -anuncié.

Daba la impresión de que Leon pudiera caerse redondo de un momento a otro por la apatía.

– Esta noche a las diez, en el desvío a Starhill de la 966, Usted et ton ami noir. Si viene alguien más, Lionel los coserá a tiros.

Se levantó para marcharse. Cuando me aparté para dejarlo pasar, imité una pistola con el pulgar y el índice y le disparé. Vi un destello de acero en cada una de sus manos y dos cuchillos de sierra aparecieron a escasos centímetros de mis ojos. Noté dentro de sus mangas el extremo de los resortes. Eso explicaba por qué Leon aparentemente no necesitaba llevar pistola.

– Impresionante -dije-, pero sólo tiene gracia hasta que alguien pierde un ojo.

El ojo derecho de Leon pareció perforar mi alma, como si pretendiera desintegrarla y reducirla a polvo. Luego se marchó. No oí sus pisadas mientras bajaba a la galería.

– ¿Un amigo tuyo? -preguntó Rachel.

Salí de la habitación y eché un vistazo al jardín ya vacío.

– Si lo es, estoy más solo de lo que pensaba.

Cuando Louis y Ángel regresaron tras desayunar tarde, fui a llamar a su puerta. Me hicieron esperar un par de segundos antes de contestar.

– ¿Sí? -gritó Ángel.

– Soy Bird. ¿Estáis presentables?

– Dios, espero que no. Pasa.

Louis, sentado en la cama con la espalda erguida, leía el Times-Picayune. Ángel estaba sentado junto a él sobre las sábanas abiertas, desnudo excepto por la toalla que le cubría el regazo.

– ¿La toalla es por mí?

– Temía que pudiera crearte cierta confusión sobre tu sexualidad.

– Quizás acabara con la poca que tengo.

– Muy ingenioso para ser un hombre que se tira a una psicóloga. ¿Por qué no pagas tus ochenta pavos como cualquier otro?

Louis nos taladró con la mirada a los dos por encima del periódico. Quizá Leon y él tuvieran antepasados comunes.

– El recadero de Lionel Fontenot acaba de hacerme una visita -informé.

– ¿La reina de la belleza? -preguntó Louis.

– El mismo.

– ¿Entramos en el juego?

– Esta noche a las diez. Más vale que recuperes tu material de la casa de empeños.

– Enviaré a mi recadero -dijo, y propinó una patada a Ángel en la pierna desde debajo de la sábana.

– ¿La reina de la fealdad?

– El mismo -contestó Louis.

Ángel volvió a concentrarse en el concurso de la televisión,

– No voy a dignarme hacer comentarios.

Louis reanudó la lectura.

– Tienes demasiada dignidad para un tipo con una toalla en la polla.

– Es una toalla grande -respondió Ángel con desdén.

– Estás malgastando un buen trozo de toalla, si quieres saber mi opinión.

Los dejé a lo suyo. De vuelta a mi habitación, Rachel estaba junto a la pared, con los brazos cruzados y cara de indignación.

– ¿Y ahora qué pasa? -preguntó.

– Volvemos a casa de Joe Bones -informé.

– Y Lionel Fontenot lo matará -repuso-. No es mejor que Joe Bones. Sólo te pones de su lado por conveniencia. ¿Qué pasará cuando Fontenot lo mate? ¿Mejorará algo?

No respondí. Sabía qué pasaría. Durante un breve periodo de tiempo habría revuelo en el tráfico de droga mientras Fontenot renegociaba los pactos existentes o los daba por concluidos. Subirían los precios y se cometería algún asesinato cuando intervinieran aquellos que se sintieran lo bastante poderosos para desafiarlo e intentar apropiarse del territorio de Joe Bones. Lionel Fontenot los mataría, de eso no me cabía duda.

Rachel tenía razón. Sólo me ponía del lado de Lionel por conveniencia. Joe Bones sabía algo de lo que había ocurrido la noche en que murió Tante Marie, algo que podía acercarme al hombre que había asesinado a mi esposa y a mi hija. Si eran necesarias las armas de Lionel Fontenot para averiguarlo, me pondría del lado de los Fontenot.

– Y Louis te ayudará -susurró Rachel-. Dios mío, ¿en qué te has convertido?

Más tarde salí hacia Baton Rouge acompañado por Rachel a petición mía. Nos sentíamos incómodos juntos y no cruzamos palabra. Rachel se conformó con mirar por la ventanilla, acodada contra la puerta y con la mejilla apoyada en la mano derecha. El silencio no se rompió hasta que llegamos a la salida 166, en dirección a la Universidad Estatal de Louisiana y la casa de Stacey Byron. Finalmente hablé, deseoso como mínimo de distender el ambiente.

– Rachel, haré lo que tenga que hacer para encontrar al asesino de Susan y Jennifer -dije-. Lo necesito, si no, estoy muerto por dentro.

No contestó de inmediato. Por un momento pensé que ni siquiera iba a contestar.

– Ya estás muñéndote por dentro -repuso por fin, sin dejar de mirar por la ventanilla. Yo veía sus ojos reflejados en el cristal, fijos en el paisaje-. El hecho de que estés dispuesto a hacer cosas así es prueba de ello. -Me miró por primera vez-. No soy el árbitro de tu moralidad, Bird, ni la voz de tu conciencia. Pero soy una persona que se preocupa por ti, y ahora mismo no sé muy bien cómo hacer frente a estos sentimientos. Una parte de mí quiere alejarse y no volver nunca la vista atrás, pero otra parte de mí quiere, necesita, estar contigo. Quiero poner fin a esto, a todo esto. Deseo ponerle fin por el bien de todos.

A continuación volvió otra vez la cabeza y dejó que yo asimilara lo que acababa de decir.

Stacey Byron vivía en una casa de madera blanca, con la puerta roja y la pintura desconchada, cerca de unas galerías comerciales con un gran supermercado, una tienda de fotografía y una pizzería abierta las veinticuatro horas. Esa zona, próxima al campus de la Universidad Estatal de Louisiana, estaba habitada sobre todo por estudiantes, y actualmente los bajos de algunas casas los ocupaban tiendas que vendían cedés y libros de segunda mano o largos vestidos hippies y anchos sombreros de paja. Cuando pasamos frente a la casa de Stacey Byron y aparcamos delante de la tienda de fotografía, advertí la presencia de un Probe azul estacionado a corta distancia. Los dos tipos de los asientos delanteros parecían muertos de aburrimiento. El conductor tenía un periódico plegado en cuatro partes sobre el volante y chupaba la punta de un lápiz mientras intentaba hacer el crucigrama. Su compañero tamborileaba con los dedos en el salpicadero a la vez que observaba la puerta de la casa de Stacey Byron.

– ¿Federales? -preguntó Rachel.

– Es posible. También podría ser policía local. Esto es trabajo de machaca.