Aminoramos la marcha y tomamos una pequeña carretera adyacente que pasaba ante el roble. Leon no pareció advertir nuestra presencia. Apagué el motor y nos quedamos sentados en el coche aguardando alguna señal por su parte. Louis echó mano a la SIG y se la colocó junto al muslo.
Nos miramos. Me encogí de hombros, salí del coche y me apoyé en la puerta abierta, con la Smith & Wesson al alcance de la mano. Louis dejó la SIG en el asiento y bajó por su lado, extendió los brazos para que Leon viese que tenía las manos vacías y se recostó sobre el coche.
Leon se apartó del árbol y vino hacia nosotros. De entre los árboles surgieron otras siluetas. Rodearon el coche cinco hombres con sus H &K al hombro y navajas de hoja larga al cinto.
– Contra el coche -ordenó Leon.
No me moví. Alrededor oímos los chasquidos de los seguros de las armas.
– Si se mueven, los matamos aquí mismo -dijo.
Le sostuve la mirada por un instante. Después me di media vuelta y apoyé las manos en el techo del coche. Louis hizo lo mismo. De pie a mis espaldas, Leon tuvo que ver la SIG en el asiento del acompañante, pero no pareció preocuparle. Me palpó primero el pecho y las axilas, luego los tobillos y los muslos. Cuando tuvo la certeza de que no llevaba micrófonos, registró de manera similar a Louis, y después retrocedió.
– Dejen el coche aquí -ordenó.
Alrededor se encendieron unos faros a la vez que se oía ruido de motores. Un sedán Dodge marrón y un Nissan Patrol verde salieron de pronto de detrás de los árboles, seguidos de una furgoneta Ford de plataforma con tres piraguas amarradas encima. Si el complejo residencial de los Fontenot se hallaba bajo vigilancia, el responsable tenía que visitar a un oculista.
– Llevamos cierto material en el coche -informé a Leon-. Vamos a sacarlo.
Asintió con la cabeza y observó mientras yo extraía las dos mini-metralletas ocultas tras los paneles de la puerta. Louis cogió dos cargadores y me entregó uno. El largo cilindro se extendió sobre el extremo posterior del armazón cuando comprobé el funcionamiento del seguro, situado en el borde delantero del guardamonte. Louis se guardó el segundo cargador en el bolsillo de la cazadora y me lanzó el otro de reserva.
En cuanto subimos a la parte trasera del Dodge, dos hombres escondieron nuestro coche y luego montaron en el Nissan. Leon ocupó el asiento del acompañante del Dodge, e indicó que arrancara al conductor, un hombre de más de cincuenta años, de pelo largo y canoso recogido en una cola. Los otros vehículos nos siguieron a cierta distancia para que no pareciésemos un convoy y evitar así las sospechas de cualquier policía que pasara.
Bordeamos East y West Feliciana, con el Thompson Creek a la derecha, hasta llegar a un desvío que llevaba a la margen del río. Dos coches, un Plymouth antiguo y lo que semejaba un Volkswagen Escarabajo aún más antiguo, esperaban en la orilla, y al lado había otras dos piraguas. Lionel Fontenot, con vaqueros y camisa azul, estaba junto a su Edsel. Echó una ojeada a las Calicos, pero no dijo nada.
En total éramos catorce, la mayoría armados con H &K, dos con fusiles M16. Nos dividimos en grupos de tres para distribuirnos en las piraguas, y Lionel y el conductor del Dodge encabezaron la marcha en un bote de menor tamaño. Louis y yo íbamos separados y empuñábamos un remo cada uno. Empezamos a avanzar río arriba.
Remamos durante unos veinte minutos, manteniéndonos cerca de la orilla occidental, y por fin una silueta más oscura se recortó contra el cielo nocturno. Vi parpadear las luces de las ventanas y poco después, a través de una arboleda, un pequeño malecón al que había amarrada una lancha motora. Los jardines de la casa de Joe Bones estaban a oscuras.
Delante de nosotros se oyó un suave silbido, y con gestos nos indicaron que dejáramos de remar. Al abrigo de los árboles, cuyas ramas colgaban sobre el agua, aguardamos en silencio. Algo brilló en el malecón y por un momento se iluminó el rostro de un guardia mientras encendía un cigarrillo. Oí ante mí un ligero chapoteo, y en la orilla, por encima de nosotros, ululó un búho. Vi moverse el reflejo del vigilante en el agua plateada por la luna, oí el sonido de sus botas contra el malecón de madera. De pronto, una forma oscura se alzó junto a él y se alteró el dibujo de la luna en el agua. Destelló la hoja de una navaja y el ascua roja del cigarrillo cayó en el aire nocturno como una señal de angustia a la vez que el vigilante se desplomaba. Apenas se oyó ruido alguno cuando lo bajaron al agua.
El hombre de la coleta se quedó esperando en el malecón mientras pasábamos de largo para acercarnos a la orilla de hierba lo máximo posible antes de bajar de las piraguas y arrastrarlas a tierra. La orilla, en pendiente, ascendía hasta una franja de césped sin flores ni árboles. Subía orilla arriba hasta la parte trasera de la casa, donde unos peldaños conducían a un patio, al que daban dos contraventanas en la planta baja y una galería en el piso superior igual que la de la fachada principal. Advertí un movimiento en la galería y oí voces en el patio. Había como mínimo tres vigilantes, probablemente más en la parte delantera.
Lionel levantó dos dedos y señaló a dos hombres a mi izquierda. Éstos, agachados, avanzaron con cautela en dirección a la casa. Estaban a unos veinte metros de nosotros cuando la casa y el jardín se iluminaron de pronto con una luz blanca e intensa. Los dos hombres se vieron sorprendidos como conejos bajo los focos, a la vez que en la casa se oían gritos y las primeras ráfagas de armas automáticas sonaban en la galería. Uno de ellos giró sobre sí mismo como un patinador que ha fallado en su salto, y la sangre brotó a borbotones de su camisa como flores rojas al abrirse. Cayó a tierra, con convulsiones en las piernas, mientras su compañero se lanzaba al suelo para cubrirse tras una mesa metálica que formaba parte de los muebles de jardín, semiocultos por la oscuridad, a la orilla del río.
Las contraventanas se abrieron y varias siluetas oscuras se dispersaron por el patio. En la galería aparecieron otros dos o tres vigilantes, que barrieron la hierba ante nosotros con fuego a discreción. A los costados de la casa se veían los fogonazos de las armas mientras varios hombres más de Joe Bones la rodeaban lentamente.
Cerca de allí, Lionel Fontenot soltó una maldición. Estábamos protegidos en parte por la pendiente del jardín allí donde el terreno se curvaba en su descenso hacia el río, pero los vigilantes apostados en la galería buscaban el ángulo adecuado para disparar sobre nosotros directamente. Algunos hombres de Fontenot devolvieron el fuego, pero cada vez que lo hacían revelaban su posición a los vigilantes de la casa. Uno, un cuarentón de rostro anguloso con la boca como una cuchillada, lanzó un gruñido cuando una bala le alcanzó en el hombro. Pese a que la sangre le tiñó de rojo la camisa, siguió disparando.
– Estamos a cincuenta metros de la casa -dije-. Por los lados vienen vigilantes para cortarnos el paso. Si no nos movemos ya, somos hombres muertos.
La tierra se levantó junto a la mano izquierda de Fontenot. Uno de los hombres de Joe Bones había llegado casi a la orilla acercándose desde la parte delantera de la casa. Se oyeron dos ráfagas de M16 procedentes de detrás de la mesa metálica del jardín, y el hombre cayó de costado y rodó por la hierba hasta el río.
– Dígale a sus hombres que se preparen -susurré-. Nosotros les cubriremos.
Transmitieron el mensaje de uno a otro.
– ¡Louis! -grité-. ¿Estás listo para probar estos artefactos?
Una silueta situada a dos hombres de mí respondió con un gesto y al instante las Calicos cobraron vida. Uno de los vigilantes de la galería se agitó, acribillado por las balas de nueve milímetros del arma de Louis. Desplacé por completo hacia delante el selector del guardamonte y barrí el patio con una ráfaga. Las contraventanas estallaron en una lluvia de cristal y un vigilante rodó por los peldaños y quedó inmóvil en el césped. Los hombres de Lionel Fontenot abandonaron sus posiciones a cubierto y atravesaron el jardín a todo correr a la vez que disparaban. Puse el selector en la modalidad de un solo disparo y me concentré en el lado este de la casa. Las balas de mi arma hicieron saltar por el aire astillas de madera, y los hombres situados a ese lado se vieron obligados a protegerse.