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Los hombres de Fontenot casi habían llegado al patio cuando dos de ellos fueron abatidos por unos disparos procedentes de detrás de las contraventanas hechas añicos. Louis dirigió una ráfaga al interior, y los hombres de Fontenot accedieron al patio y entraron en la casa. Dentro se produjo un intercambio de disparos mientras Louis y yo nos levantábamos y cruzábamos rápidamente el jardín.

A mi izquierda, el hombre oculto tras la mesa abandonó su escondite para seguirnos. En ese momento, algo enorme y oscuro surgió de la penumbra y se abalanzó sobre él con un gruñido grave y feroz. El boerbul lo embistió contra el pecho y lo derribó con su enorme peso. El hombre lanzó un alarido y golpeó al animal con los puños en la cabeza. Al instante, el boerbul atenazó con sus grandes fauces el cuello de su víctima y sacudió la cabeza desgarrándole la garganta.

El animal alzó la cabeza y sus ojos resplandecieron en la oscuridad en cuanto localizó a Louis. Éste se disponía a apuntar la Calico en esa dirección cuando el animal abandonó el cadáver y saltó por encima. Corría a una velocidad asombrosa. Mientras avanzaba hacia nosotros, su forma oscura eclipsaba las estrellas del cielo. Estaba en la cúspide de su salto cuando se oyó la Calico de Louis y las balas traspasaron al animal, que se convulsionó en el aire y cayó sobre la hierba con un crujido a menos de medio metro de nosotros. Agitó las patas intentando levantarse y movió la boca como si mordiera, pese a que de entre sus dientes manaban sangre y espuma. Louis le descerrajó varios tiros más hasta que se quedó inmóvil.

Cuando nos acercábamos a los peldaños, detecté movimiento en la esquina oeste de la casa. Se produjo un fogonazo y Louis lanzó un grito de dolor. La Calico cayó al suelo a la vez que él brincaba hacia los peldaños agarrándose la mano herida. Disparé tres veces y el vigilante se desplomó. Detrás de mí, uno de los hombres de Fontenot avanzaba hacia la casa disparando con su M16. De pronto, al llegar a la esquina, se colgó el fusil al hombro mientras esperaba allí inmóvil, y vi brillar la hoja de su navaja a la luz de la luna. El corto cañón de una Steyr asomó al otro lado, seguido del rostro de uno de los hombres de Joe Bones. Lo reconocí: era el que había aparecido tras la verja de la finca al volante de un carrito de golf durante nuestra primera visita, pero el recuerdo se fundió con el destello de la navaja al hundirse en su cuello. De su arteria seccionada brotó un chorro carmesí. Aún no había acabado de caer cuando el hombre de Fontenot volvió a levantar el M16 para seguir abriéndose paso a tiros hacia la parte delantera de la casa.

Louis se examinaba la mano derecha cuando llegué junto a él. La bala le había herido el dorso, dejando a su paso una profunda brecha y dañándole el nudillo del dedo índice. Arranqué una tira de tela de la camisa de un vigilante muerto tendido en el patio y le vendé la mano. Le entregué la Calico y se pasó la correa por encima de la cabeza e introdujo el dedo medio en el guardamonte. Con la mano izquierda desenfundó la SIG y, a la vez que se levantaba, me hizo una señal con la cabeza.

– Más vale que busquemos a Joe Bones.

Al otro lado de las contraventanas del patio había un comedor convencional. La mesa, que podía acoger cómodamente a dieciocho comensales como mínimo, estaba astillada y agujereada por las balas. En la pared, un retrato de un caballero sureño de pie junto a su caballo presentaba un enorme orificio en el vientre del caballo, y entre los restos de una vitrina se veía una selección de platos de porcelana antiguos reducidos a añicos. Había también dos cadáveres. Uno de ellos era el hombre de la cola que conducía el Dodge.

El comedor daba a un ancho pasillo alfombrado y a un vestíbulo iluminado por una araña de luces, desde el cual una escalera de caracol subía al piso superior. Las otras puertas de la planta baja estaban abiertas, pero no llegaba un solo ruido del interior. Mientras nos dirigíamos a la escalera, oímos en los pisos superiores un incesante intercambio de disparos. Al pie, yacía uno de los hombres de Joe Bones con un pantalón de pijama a rayas en medio de un charco de sangre procedente de una herida en la cabeza.

En lo alto de la escalera había una serie de puertas a izquierda y derecha. Por lo visto, los hombres de Fontenot habían despejado la mayor parte de las habitaciones, pero habían tenido que cubrirse en los huecos del pasillo y los umbrales de las puertas a causa del fuego procedente de las habitaciones del extremo oeste de la casa; una, la de la derecha, daba al río y tenía los paneles de la puerta perforados ya por las balas, la otra daba a la parte delantera de la casa. Mientras observábamos, un hombre vestido con un mono azul y provisto de un hacha de empuñadura corta en una mano y una Steyr que había conseguido por el camino en la otra abandonó rápidamente su escondite y se situó a una puerta de la habitación que daba a la parte delantera. A través de la puerta de la derecha dispararon repetidas veces y el hombre cayó al suelo agarrándose la pierna.

Me oculté en un hueco del pasillo entre los restos de unas rosas de tallo largo dispersas en medio de un charco de agua y trozos de jarrón y disparé una ráfaga contra la puerta de la habitación de la parte delantera. Dos hombres de Fontenot avanzaron agachados simultáneamente. Frente a mí, Louis disparaba hacia la puerta entornada del lado del río. Dejé de disparar en cuanto los hombres de Fontenot llegaron a la habitación y se precipitaron sobre el ocupante. Se oyeron dos tiros más y, a continuación, uno de ellos salió limpiándose la navaja en los pantalones. Era Lionel Fontenot. Lo seguía Leon.

Los dos hombres se apostaron a ambos lados de la última habitación. Otros seis hombres avanzaron para unirse a ellos.

– Joe, esto se ha acabado -dijo Lionel-. Vamos a zanjar el asunto.

Dos balas traspasaron la puerta. Leon levantó su H &K en ademán de disparar, pero Lionel alzó la mano y miró hacia mí por encima de Leon. Me acerqué y esperé detrás de Leon mientras Lionel empujaba la puerta con el pie y se pegaba a la pared al tiempo que sonaban otros dos disparos, seguidos del chasquido de un percutor en una recámara vacía, un sonido tan definitivo como el de una losa al cerrarse sobre una tumba.

Leon fue el primero en entrar, tras sustituir la H &K por sus navajas. Fui tras él, seguido de Lionel. Las paredes del dormitorio de Joe Bones estaban salpicadas de orificios y las cortinas blancas se agitaban como fantasmas furiosos movidas por el aire nocturno que penetraba a través de la ventana rota. La rubia que días antes almorzaba con Joe en el jardín yacía muerta contra la pared del fondo con una mancha roja en el lado izquierdo del pecho de su camisón de seda. Joe Bones estaba ante la ventana envuelto en una bata roja de seda. El Colt colgaba de su mano inútilmente a un costado, pero los ojos le brillaban de ira y la cicatriz del labio, contraída y blanca, destacaba sobre la piel. Soltó el arma.

– Hazlo ya, cabrón -masculló, dirigiéndose a Lionel-. Mátame si tienes cojones.

Lionel cerró la puerta de la habitación a la vez que Joe Bones se volvía para mirar a la mujer.

– Pregúntele -me dijo Lionel.

Joe Bones no pareció oírlo. Daba la impresión de que lo corroía un profundo dolor mientras recorría con la mirada el perfil de la muerta.

– Ocho años -susurró-. Ha estado conmigo ocho años.

– Pregúntele -repitió Lionel Fontenot.

Di un paso al frente, y Joe Bones se volvió hacia mí con expresión de desprecio, ya sin rastro de tristeza en la cara.