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– El puto viudo afligido. ¿Has traído a tu negro amaestrado?

Lo abofeteé con fuerza y retrocedió.

– Joe, no puedo salvarte la vida, pero si me ayudas quizá pueda asegurarte una muerte más rápida. Dime qué vio Remarr la noche en que asesinaron a los Aguillard.

Se enjugó la sangre de la comisura de los labios extendiéndosela por la mejilla.

– No tienes ni puta idea de a qué te enfrentas, ni la más remota idea. Estás tan perdido que no encontrarías ni tu mano izquierda.

– Joe, ese hombre mata a mujeres y niños. Volverá a matar.

Joe Bones torció la boca en un amago de sonrisa, y la cicatriz distorsionó la forma de sus labios carnosos como una grieta en un espejo.

– Habéis matado a mi mujer y ahora me vais a matar a mí, diga lo que diga. No tienes con qué negociar.

Miré a Lionel Fontenot. Él movió la cabeza en un gesto de negación casi imperceptible, pero Joe Bones lo advirtió.

– ¿Lo ves? Nada. Lo único que puedes ofrecerme es un poco menos de dolor, y el dolor ya no es nuevo para mí.

– Mató a uno de tus hombres. Mató a Tony Remarr.

– Tony dejó una huella en casa de la negra. Tuvo un descuido y pagó el precio. Ese tipo me ahorró la molestia de matar yo mismo a la vieja bruja y a su hijo. Si me lo encuentro, le daré un apretón de manos.

Joe Bones desplegó una amplia sonrisa, como un rayo de sol a través de una nube de humo acre y oscuro. Obsesionado por la sangre mestiza que corría por sus venas, había ido más allá de toda idea establecida de humanidad y compasión, de amor y de dolor. Con su reluciente bata roja, parecía una herida en el tejido del espacio y el tiempo.

– Te lo encontrarás en el infierno -dije.

– Allí veré también a la puta de tu mujer y me la follaré por ti.

Ahora tenía una mirada inexpresiva y fría. El olor de la muerte flotaba en torno a él como un tufo a tabaco rancio. A mis espaldas, Lionel Fontenot abrió la puerta y el resto de sus hombres entraron en silencio. Sólo entonces, viéndolos a todos juntos en el dormitorio destrozado, me pareció evidente el parecido entre ellos. Lionel mantuvo la puerta abierta para que me marchase.

– Es un asunto de familia -dijo cuando salí.

La puerta se cerró con un suave chasquido, como dos huesos al entrechocar.

Después de morir Joe Bones, reunimos los cadáveres de los hombres de Fontenot en el jardín frente a la casa. Los cinco yacían uno al lado del otro, desmadejados y rotos como sólo los muertos pueden estarlo. Las verjas de la finca estaban abiertas, y el Dodge, el Volkswagen y la furgoneta entraron a toda velocidad. Con rapidez pero a la vez con delicadeza, se cargaron los cuerpos en los maleteros de los coches y se ayudó a los heridos a acomodarse en los asientos traseros. Rociaron las piraguas con gasolina, les prendieron fuego y las dejaron flotando río abajo.

Abandonamos la finca y llegamos al punto de encuentro inicial en Starhill. Allí esperaban los tres Explorers negros que había visto en el complejo residencial de Delacroix, con los motores en marcha y los faros apagados. Mientras Leon rociaba de gasolina los coches y la furgoneta, se trasladaron los cuerpos, envueltos en lona, a la parte trasera de dos de los jeeps. Louis y yo observamos en silencio.

Cuando los jeeps cobraron vida, Leon arrojó trapos encendidos al interior de los vehículos desechados, Lionel Fontenot se acercó a nosotros y se quedó a nuestro lado mientras ardían. Sacó una pequeña libreta verde del bolsillo, anotó un número en una hoja y la arrancó.

– Este tipo le curará la mano a su amigo. Es discreto.

– Sabía quién mató a Lutice, Lionel -dije.

Asintió con la cabeza.

– Quizá. Pero no estaba dispuesto a decirlo, ni siquiera al final. -Con el dedo índice se frotó un corte reciente en la palma de la mano derecha para sacar la tierra de la herida-. He oído decir que los federales buscan a alguien en los alrededores de Baton Rouge, un hombre que trabajaba en un hospital de Nueva York. -Guardé silencio y sonreí-. Sabemos cómo se llama. Un hombre puede esconderse durante mucho tiempo en los pantanos si conoce bien el terreno. Puede que los federales no lo encuentren, pero nosotros daremos con él. -Al igual que un rey mostrando sus mejores tropas a sus súbditos preocupados, señaló con la mano a sus hombres-. Lo buscaremos. Lo encontraremos y ahí acabará todo.

A continuación se dio media vuelta y se sentó al volante del primer jeep, con Leon en el asiento contiguo, y desaparecieron en la noche, las luces rojas de posición semejaban cigarrillos cayendo en la oscuridad, como barcos en llamas flotando en agua negra.

Telefoneé a Ángel de camino a Nueva Orleans. En una farmacia abierta toda la noche compré un antiséptico y un botiquín de primeros auxilios para la herida de Louis. De camino en el coche, tenía la cara bañada en sudor y los jirones blancos de tela que le envolvían los dedos estaban manchados de rojo. Cuando llegamos al Flaisance, Ángel le limpió la herida con el antiséptico e intentó cosérsela con hilo de sutura. El nudillo presentaba mal aspecto, y Louis tenía en los labios una tensa mueca de dolor. Pese a sus protestas, llamé al número que nos habían dado. La voz soñolienta que atendió el teléfono después de sonar el timbre cuatro veces se despejó de pronto en cuanto mencioné el nombre de Lionel.

Ángel llevó a Louis en coche a la consulta. Cuando se marcharon, me quedé frente a la puerta de Rachel dudando si llamar o no. Sabía que no dormía: Ángel había hablado con ella después de recibir mi llamada, y presentía que estaba despierta. Aun así, no llamé, pero cuando regresaba a mi habitación, se abrió la puerta. Se quedó en el umbral esperándome, con una camiseta blanca que le llegaba casi a las rodillas. Se apartó para dejarme pasar.

– Veo que sigues entero -dijo. No parecía especialmente complacida.

Estaba cansado y sentía náuseas después de ver tanta sangre. Deseaba hundir la cara en agua helada. Deseaba beber con tal desesperación que notaba la lengua hinchada dentro de la boca; tenía la impresión de que sólo una botella de Abita y un trago de whisky Redbreast podían devolverle su tamaño normal. Cuando hablé, mi voz sonó como el estertor de un anciano en su lecho de muerte.

– Estoy entero -contesté-. Otros muchos no lo están. Louis ha recibido una herida de bala en la mano y demasiadas personas han muerto en esa casa: Joe Bones, la mayoría de sus hombres, su mujer.

Rachel me volvió la espalda y se acercó a la ventana del balcón. Sólo estaba encendida la lámpara de la mesilla de noche y proyectaba sombras sobre las ilustraciones que ella había salvado de Woolrich y que ahora ocupaban de nuevo su lugar en las paredes. Unos brazos desollados y el rostro de una mujer y un joven surgieron de la penumbra.

– ¿Qué has averiguado a cambio de semejante matanza?

Era una buena pregunta, y como suele ocurrir con las buenas preguntas, la respuesta no estuvo a la altura.

– Nada, excepto que Joe Bones ha preferido una muerte dolorosa a contar lo que sabía.

Se volvió hacia mí.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Empezaba a cansarme de preguntas, en especial de preguntas tan difíciles como aquéllas. Sabía que ella tenía razón y yo mismo me daba asco. Tenía la impresión de que Rachel se había contaminado a través de su contacto conmigo. Quizá debería haberle dicho todo eso en aquel momento, pero estaba demasiado cansado, sentía demasiadas náuseas y percibía aún el olor de la sangre; y de todos modos creo que ella ya lo sabía casi todo.

– Voy a acostarme -dije-. Después lo pensaré.

Y la dejé.

47

A la mañana siguiente me desperté con dolor en los brazos a causa del peso de la Calico, un dolor exacerbado por las molestias de la herida que recibí en Haven. Los dedos, el pelo y la ropa de la que me había despojado olían a pólvora. La habitación entera apestaba como el escenario de un tiroteo, así que abrí la ventana y el aire caliente de Nueva Orleans penetró pesadamente como un torpe allanador de moradas.