Выбрать главу

Pensé en ello.

– Si han estado dispuestos a publicarla, la información debe de ser irrefutable y la fuente de toda confianza -dije-. Podría ser que los federales estén haciendo las cosas a su aire.

Eso parecía confirmar nuestra opinión de que Woolrich y su equipo ocultaban algo, no sólo a mí sino probablemente también al equipo de investigación de la policía.

– No sería la primera vez -comentó Morphy-. Los federales no nos darían ni la hora si pensaran que podían permitírselo. ¿Crees que podrían haber filtrado la información ellos?

– Alguien ha tenido que hacerlo.

Morphy apuró la cerveza y aplastó la lata con el pie. Una pequeña mancha de cerveza se extendió sobre la madera cruda. Alcanzó un cinturón de herramientas del perchero donde estaba colgado, cerca de la puerta, y se lo ciñó.

– ¿Necesitas ayuda?

Me echó un vistazo.

– ¿Eres capaz de acarrear tablones sin tropezar?

– No.

– Entonces eres la persona idónea para lo que tengo que hacer. En la cocina encontrarás otro par de guantes de trabajo.

Durante el resto de la tarde me dediqué al trabajo físico, levantando y acarreando, martilleando y serrando. Sustituimos casi toda la madera del lado oeste mientras una suave brisa arremolinaba el serrín y las virutas en torno a nosotros. Más tarde, Angie regresó de hacer compras en Baton Rouge, cargada de comida y bolsas de boutiques. Mientras Morphy y yo limpiábamos, asó unos filetes con boniatos, zanahorias y arroz criollo, y cenamos en la cocina mientras se acercaba la noche y el viento envolvía la casa entre sus brazos.

Morphy me acompañó al coche. Cuando metía la llave en el contacto, se inclinó junto a la ventanilla y dijo en voz baja:

– Ayer alguien intentó ponerse en contacto con Stacey Byron. ¿Sabes algo de eso?

– Es posible.

– Tú estabas allí, ¿verdad? ¿Estabas allí cuando liquidaron a Joe Bones?

– No te conviene conocer la respuesta a esa pregunta -contesté-. De la misma manera que a mí no me interesa saber nada de Luther Bordelon.

Cuando me alejaba, vi que permanecía de pie ante su casa inacabada. Al cabo de un momento se dio media vuelta y regresó junto a su mujer.

Cuando llegué al Flaisance, Ángel y Louis habían hecho las maletas y estaban listos para marcharse. Me desearon suerte y me dijeron que Rachel se había acostado temprano. Ella había reservado vuelo para el día siguiente. Decidí no despertarla y fui a mi habitación. Ni siquiera recuerdo haberme quedado dormido.

La esfera luminosa de mi reloj de pulsera marcaba las ocho y media cuando oí que aporreaban la puerta de mi habitación. Había dormido profundamente y me desperté despacio, como un submarinista luchando por salir a la superficie. No había llegado más allá del borde de la cama cuando reventaron la puerta y potentes luces me iluminaron la cara. Al instante, unos brazos fuertes me levantaron y me empujaron contra la pared. Apoyaron una pistola contra mi cabeza a la vez que se encendió la lámpara principal de la habitación. Vi uniformes del Departamento de Policía de Nueva Orleans, un par de agentes de paisano, y a mi derecha a Toussaint, el compañero de Morphy. Alrededor, los hombres registraban la habitación sin contemplaciones.

Y supe que había ocurrido algo grave, muy grave.

Me permitieron ponerme una sudadera, un pantalón largo de deporte y unas zapatillas antes de esposarme. Custodiado, me sacaron del hotel ante las inquietas miradas de los huéspedes desde sus habitaciones y me llevaron hasta un coche patrulla que esperaba fuera. En otro coche estaba Rachel, pálida y con el pelo revuelto de dormir. Mirándola, me encogí de hombros en un gesto de impotencia antes de que nos sacaran del Quarter en un convoy.

Me interrogaron durante tres horas. Luego me dieron una taza de café y volvieron al ataque durante otra hora. La sala era pequeña y estaba mal iluminada. Olía a tabaco y a sudor. En un rincón, donde la escayola estaba rota y gastada, vi una mancha, aparentemente de sangre. Dos inspectores, Dale y Klein, llevaron a cabo la mayor parte del interrogatorio, Dale en el papel de policía agresivo, amenazándome con tirarme al pantano con una bala en la cabeza por matar a un policía de Louisiana; Klein en el papel de hombre sensible y razonable que intentaba protegerme asegurándose no obstante de que declaraba la verdad. Aun siendo otro policía el objeto de sus atenciones, la táctica del poli bueno-poli malo nunca pasaba de moda.

Les repetí una y otra vez todo lo que podía decirles. Les hablé de mi visita a Morphy, el trabajo en la casa, la cena, la despedida, las razones por las que mis huellas aparecían por todas partes. No, Morphy no me había entregado los expedientes policiales que se habían encontrado en mi habitación. No, no podía decir quién lo había hecho. No, sólo el portero de noche me vio entrar en el hotel; no hablé con nadie más. No, no volví a salir de mi habitación esa noche. No, nadie podía corroborar ese hecho. No. No. No. No.

Después apareció Woolrich y el tiovivo empezó de nuevo. Más preguntas, esta vez con los federales presentes. Y, sin embargo, nadie me dijo por qué estaba allí ni qué les había ocurrido a Morphy y a su mujer. Al final, Klein volvió y me dijo que podía marcharme. Detrás de una balaustrada que separaba las oficinas de la brigada de investigación del pasillo principal estaba sentada Rachel, con una taza de té, sin que los detectives le prestaran la menor atención. A tres metros detrás de ella, un hombre flaco con los brazos tatuados le susurraba obscenidades desde una celda.

Apareció Toussaint. Era un cincuentón con exceso de peso y una incipiente calvicie, sus rizos blancos se dispersaban en torno a la coronilla, que semejaba la cima de un monte alzándose entre la bruma. Tenía los ojos enrojecidos y náuseas, y allí se lo veía tan fuera de lugar como a mí.

Un agente de uniforme le hizo una seña a Rachel.

– Señora, ahora la acompañaremos a su hotel.

Ella se levantó. A sus espaldas, el tipo de la celda hizo un chupeteo con la boca y se llevó la mano a la entrepierna.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté cuando pasó a mi lado.

Asintió en silencio y luego dijo:

– ¿Vienes conmigo?

Toussaint estaba a mi izquierda.

– Él irá más tarde -contestó.

Rachel me miró por encima del hombro cuando salía con el agente. Le dirigí una sonrisa y procuré que pareciese tranquilizadora, pero me faltó convicción.

– Vamos, le llevaré y le invitaré a un café en el camino -dijo Toussaint. Seguí sus pasos hasta la calle.

Acabamos en el Mother's, donde menos de veinticuatro horas antes yo había esperado la llamada de Morphy y donde Toussaint me contaría cómo murieron John Charles Morphy y su mujer, Ángela.

Esa mañana, Morphy tenía un turno especial de madrugada y Toussaint pasó a recogerlo. Alternaban quién recogía a quién según le conviniese a uno u otro, y ese día casualmente le tocaba a Toussaint.

La mosquitera estaba cerrada, pero la puerta no. Toussaint llamó a Morphy, tal como había hecho yo esa tarde. Siguió mis pasos por el pasillo central y miró en la cocina y las habitaciones a izquierda y derecha. Pensó que Morphy quizá se había dormido, pese a que nunca se retrasaba, así que se acercó a la escalera y volvió a llamarlo por el hueco. No hubo respuesta. Recordaba que ya tenía un nudo en el estómago cuando empezó a subir, llamando primero a Morphy y luego a Angie a medida que avanzaba. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero el ángulo no permitía ver la cama.

Llamó una vez con los nudillos y después, lentamente, abrió la puerta. Por un momento, apenas una milésima de segundo, pensó que los había sorprendido haciendo el amor, hasta que advirtió la sangre y supo que aquello era una parodia de todo lo que el amor representaba, de todo lo que significaba, y entonces lloró por su amigo y su esposa.