Aun ahora, sólo me parece recordar fragmentos de lo que me contó, pero imagino los cuerpos. Estaban desnudos, el uno frente al otro sobre lo que antes habían sido sábanas blancas, con las caderas en contacto y las piernas entrelazadas. De la cintura para arriba yacían inclinados hacia atrás, sus torsos separados a un brazo de distancia. Los dos estaban abiertos en canal desde el cuello hasta el estómago. Les habían desgajado y apartado las costillas, y cada uno tenía la mano hundida en el pecho del otro. Al acercarse, Toussaint vio que cada uno sostenía el corazón del otro en la palma de la mano. Sus cabezas colgaban hacia atrás de modo que casi tocaban la espalda. Les habían arrancado los ojos y desollado la cara, y tenían la boca abierta en su agonía final, convertido el momento de la muerte en un éxtasis. En ellos, el amor se reducía a un ejemplo para los demás amantes de la futilidad del amor mismo.
Mientras Toussaint hablaba, una sensación de culpabilidad me invadió y me traspasó el corazón. Yo había llevado aquella atrocidad a su casa. Por ayudarme, Morphy y su mujer habían sido elegidos para una muerte horrenda, del mismo modo que los Aguillard habían quedado contaminados por su contacto conmigo. Yo apestaba a muerte.
Y en medio de todo aquello, unos versos parecían flotar en mi mente, si bien no recordaba cómo los había resucitado, ni a través de quién habían llegado a mí. Y tuve la impresión de que su procedencia era importante, aunque no sabía por qué, salvo por el hecho de que en esos versos se entreveían resonancias de lo que Toussaint había visto. Sin embargo, cuando trataba de recordar la voz que los había pronunciado, ésta se me escabulló, y por más que lo intenté, fui incapaz de traerla a la memoria. Sólo persistían los versos. Algún poeta metafísico, pensé. Donne, quizá. Sí, Donne casi con toda seguridad.
Si el no nacido
ha de aprender de mí, descuartizado y desgarrado,
mata, Amor, y diseccióname, pues
contraria es a tu fin esta tortura.
Los cuerpos desmembrados no sirven al anatomista.
Remedium amoris, ¿no era ése el término? La tortura y la muerte de los amantes como remedio para el amor.
– Me ayudó -dije-. Yo lo involucré en esto.
– Se involucró él solo -repuso Toussaint-. Quería hacerlo. Quería acabar con ese tipo.
Sostuve su mirada.
– ¿Por Luther Bordelon?
Toussaint desvió la vista.
– ¿Qué importa ya eso?
No podía explicar que yo veía en Morphy algo de mí mismo, sentía lástima por su dolor, quería creer que era mejor que yo. Quería saberlo.
– Garza fue el responsable en el asunto de Bordelon -dijo Toussaint por fin-. Garza lo mató y luego Morphy le cubrió las espaldas. Eso me contó. Morphy era joven. Garza no debería haberlo puesto en una situación así, pero lo hizo, y Morphy ha estado pagándolo desde entonces. -Y en ese punto cayó en la cuenta de que hablaba en presente y se quedó en silencio.
Fuera, la gente vivía un día más: el trabajo, las visitas turísticas, las comidas, los coqueteos; todo continuaba pese a lo que había ocurrido, a lo que ocurría. Por alguna razón, uno tenía la sensación de que todo debía interrumpirse, de que los relojes debían pararse y los espejos cubrirse, de que los timbres debían acallarse y las voces reducirse a respetuosos susurros. Quizá si hubiesen visto las fotos de Susan y Jennifer, de Tante Marie y de Tee Jean, de Morphy y Angie, se habrían detenido a reflexionar. Y era eso lo que el Viajante quería: ofrecer, mediante la muerte de los demás, un recordatorio de la muerte de todos nosotros y el escaso valor del amor y la lealtad, de la paternidad y la amistad, del sexo y la necesidad y la alegría, ante el vacío que nos esperaba.
Cuando me levanté para marcharme, algo más acudió a mi memoria, algo espantoso que casi había olvidado, y sentí un dolor violento y profundo en las entrañas, que se propagó por todo mi cuerpo hasta que me vi obligado a apoyarme contra la pared y buscar a tientas dónde sujetarme.
– Dios Santo, estaba embarazada.
Miré a Toussaint, que cerró los ojos por un instante.
– Ese hombre lo sabía, ¿no?
Toussaint calló, pero se advertía desesperación en sus ojos. No pregunté qué había hecho el Viajante con el niño nonato, pero en ese instante vi la siniestra evolución de mi vida a lo largo de los últimos meses. Parecía que había pasado de la muerte de mi hija, mi Jennifer, a las muertes de muchos niños, las víctimas de Adelaide Modine y su cómplice, Hyams, y ahora, finalmente, a las muertes de todos los niños. Todo lo que hacía el Viajante tenía un significado que trascendía el hecho en sí: en la muerte del niño nonato de Morphy vi toda esperanza de futuro reducida a carne desgarrada.
– Se supone que debo llevarlo a su hotel -dijo Toussaint por fin-. El Departamento de Policía de Nueva Orleans se asegurará de que toma el vuelo de esta noche a Nueva York.
Pero apenas lo oí. La única idea que tenía en la mente era que el Viajante había estado observándonos a todos desde el principio y que su juego seguía en marcha. Todos éramos participantes, quisiéramos o no.
Y recordé algo que un timador llamado Saul Mann me había dicho una vez en Portland, algo que me parecía importante y, sin embargo, no podía recordar por qué.
No puedes marcarte un farol con alguien que no está prestando atención.
48
Toussaint me dejó en el Flaisance. La puerta de Rachel estaba entreabierta cuando llegué a la antigua cochera reformada. Llamé con suavidad y entré. Su ropa estaba tirada por el suelo y las sábanas hechas un rebujo en el rincón. Todos los papeles habían desaparecido. La maleta se hallaba abierta sobre el colchón desnudo. Oí movimiento en el cuarto de baño, y ella salió con su neceser. Estaba manchado de polvos y base de maquillaje, y supuse que la policía había roto parte del contenido durante el registro.
Llevaba un jersey descolorido de los Knicks, que le colgaba sobre los vaqueros de color azul oscuro. Se había duchado y el cabello mojado se le adhería a la cara. Iba descalza. Hasta ese momento no me había fijado en lo pequeños que tenía los pies.
– Lo siento -dije.
– Ya lo sé.
Sin mirarme, empezó a recoger la ropa y a guardarla lo mejor doblada posible en la maleta. Me agaché para alcanzarle un par de calcetines que había a mis pies hechos una bola.
– Déjalo -dijo-. Puedo hacerlo yo sola.
Llamaron a la puerta y asomó un agente de policía. Aunque con tono amable, dejó claro que debíamos permanecer en el hotel hasta que vinieran a buscarnos para llevarnos al aeropuerto.
Volví a mi habitación y me duché. Llegó una camarera y limpió la habitación. Después me senté sobre las sábanas limpias y escuché los sonidos de la calle. Pensé en lo mal que había hecho las cosas, y en todas las personas que habían sido asesinadas por mi culpa. Me sentía como el Ángel de la Muerte; si me quedaba inmóvil en un jardín, la hierba moriría.
Debí de adormilarme un rato, porque la luz había cambiado en la habitación cuando desperté. Daba la impresión de que había anochecido, y sin embargo no era posible. En el ambiente se percibía un olor a verdura podrida y a agua llena de algas y pescado. Cuando intenté respirar, noté el aire húmedo y caliente en la boca. Advertí movimiento alrededor, formas que se deslizaban en la penumbra de los rincones de la habitación. Oí susurros y un sonido semejante al roce de la seda contra la madera, y, más débilmente, los pasos de un niño a través de las hojas. Los árboles se agitaban y de lo alto me llegó el ruido de un aleteo irregular, como si un pájaro estuviera en peligro o herido.
La habitación se oscureció aún más, y la pared frente a mí pasó a ser negra. La luz que entraba por la ventana tenía un tono azul y verdoso y un resplandor trémulo, como si la viera a través de la calima.