– Aquella mujer cometió un error -contesté-. Al final todos tienen un descuido. Sólo es cuestión de estar en el sitio y el momento adecuados para aprovechar la coyuntura.
Ladeó un poco la cabeza como si no coincidiera plenamente con lo que acababa de decir pero estuviera dispuesto a meditar al respecto por si se le había escapado algún detalle. Dio otra larga calada al cigarrillo. Era una marca cara, pero fumaba igual que los estibadores de los muelles neoyorquinos, con la colilla entre el pulgar y los dedos índice y corazón, protegiendo el ascua con la palma de la mano. Era una manera de sujetar el pitillo que se aprendía de niño, cuando fumar era aún un placer furtivo y ser sorprendido in fraganti bastaba para ganarse un pescozón del padre.
– Supongo que todos tenemos suerte alguna vez -comentó Dupree. Me miró con atención-. Me pregunto si nosotros habremos tenido suerte aquí.
Esperé a que continuara. En el hallazgo del cuerpo de la chica había algo de afortunado, o quizá yo aún recordaba el sueño en que unas formas salían de la pared de mi habitación y me decían que de pronto se había soltado uno de los hilos del tapiz tejido por el Viajante.
– Cuando murieron Morphy y su mujer, mi primer impulso fue llevarlo a usted a un descampado y dejarlo medio muerto de una paliza -dijo-. Era un buen hombre, un buen policía, pese a todo. También era mi amigo.
»Pero él confiaba en usted, y por lo visto Toussaint también. Opina que quizá represente usted un factor de conexión en todo esto. Si eso es así, meterlo en un avión de regreso a Nueva York no va a servir de nada. Por lo visto, su amigo del FBI, Woolrich, pensaba lo mismo, pero otros que levantaban la voz más que él exigían que lo enviaran a casa. -Dio otra calada al cigarrillo-. Imagino que es usted como un chicle en el pelo. Cuanto más intenta uno desprenderse de él, más pegado se queda, y quizá podamos aprovechar esa circunstancia. Reteniéndolo aquí, me arriesgo a acabar con la mierda hasta el cuello, pero Morphy me contó lo que creía usted acerca de ese tipo, que estaba convencido de que nos observa, nos manipula. ¿Quiere explicarme qué conclusión saca de esto, o prefiere pasarse la noche durmiendo en una silla del aeropuerto?
Contemplé los pies descalzos y las piernas desnudas de la chica del barril, con aquel extraño envoltorio amarillo como una crisálida, en un charco de inmundicia y agua de un trecho de río infestado de ratas en el oeste de Louisiana. El forense y sus ayudantes llegaron con una bolsa para cadáveres y una camilla. Colocaron una lámina de plástico sobre el suelo y con sumo cuidado desplazaron el barril encima, mientras uno de los hombres sostenía las piernas de la chica con una mano enguantada. A continuación, despacio y con delicadeza, el forense introdujo las manos en el barril y empezó a desprender el cuerpo del interior.
– Todo lo que hemos hecho hasta el momento ha sido previsto y seguido de cerca por ese hombre -empecé a explicar-. Los Aguillard descubrieron algo y murieron; Remarr vio algo y lo asesinaron. Morphy intentó ayudarme y ahora también está muerto. Limita las opciones que podamos tomar y nos obliga a actuar conforme a una pauta prefijada por él. Ahora alguien ha filtrado a la prensa detalles de la investigación. Quizás esa misma persona también haya filtrado información a ese hombre, queriendo o sin querer.
Dupree y Toussaint cruzaron una mirada.
– También nosotros hemos considerado esa posibilidad -dijo Dupree -. Hay demasiada gente metida en esto para mantenerlo en secreto durante mucho tiempo.
– Además -proseguí-, los federales nos ocultan algo. ¿Cree que Woolrich le ha contado todo lo que sabe?
Dupree casi se echó a reír.
– Sé tanto de ese tal Byron como del poeta, y eso es nada de nada.
En el interior del barril se oyó un chirrido, el ruido del hueso contra el metal. Unas manos enguantadas sostenían el cuerpo desnudo y descolorido de la chica mientras la extraían del fondo del barril.
– ¿Cuánto tiempo podremos mantener en secreto los detalles? -pregunté a Dupree.
– No mucho, habrá que informar a los federales y la prensa se enterará. -Abrió las manos con un gesto de impotencia-. Si está proponiendo que no se lo notifique a los federales…
No obstante, advertí en su rostro que él había tomado ya las medidas necesarias en esa dirección, que la razón por la que el forense examinaba el cuerpo tan pronto después del hallazgo, la razón por la que se advertía tan poca presencia policial en el lugar del crimen, era que el menor número posible de personas conociera los detalles.
Decidí presionar.
– Estoy proponiendo que no informe a nadie. Si lo hacen, el responsable de esto quedará sobre aviso y nos cortará otra vez el paso. Si se ve en la situación de tener que decir algo, conteste con vaguedades. No mencione el barril, oculte la localización, diga que no cree que el descubrimiento guarde relación con alguna otra investigación. No diga nada hasta que se identifique a la chica.
– Eso si la identificamos -dijo Toussaint con pesimismo.
– Eh, no seas agorero -reprendió Dupree.
– Lo siento -se disculpó Toussaint.
– Tiene razón -convine-. Quizá no sea posible identificarla. Es un riesgo que tendremos que correr.
– Cuando acabemos con nuestros archivos, habrá que recurrir a los de los federales -dijo Dupree.
– Ya quemaremos las naves cuando llegue el momento -respondí-. ¿Es posible hacerlo?
Dupree escarbó con los pies en la tierra y se acabó el cigarrillo. Se inclinó a través de la ventanilla abierta de su coche y apagó la colilla en el cenicero.
– Veinticuatro horas máximo -dijo-. Pasado ese tiempo nos acusarán de incompetencia o de obstrucción deliberada de una investigación. Ni siquiera estoy seguro de si dispondremos de todo ese tiempo -miró a Toussaint y luego otra vez a mí-, aunque puede que no sea necesario.
– ¿Va a decírmelo o tengo que adivinarlo?
Fue Toussaint quien contestó.
– Los federales creen haber encontrado a Byron. Por la mañana irán a por él.
– Si es así, esto no es más que una maniobra de apoyo -comentó Dupree-. Una baza más.
Pero yo ya no escuchaba. Iban a ir en busca de Byron, y yo no estaría presente. Si trataba de intervenir, buena parte de los efectivos de las fuerzas del orden de Louisiana se destinarían a meterme en un avión rumbo a Nueva York o a encerrarme en una celda.
El equipo de dragado era probablemente el eslabón más débil. Los llevaron aparte y les ofrecieron café. A continuación, Dupree y yo fuimos con ellos todo lo sinceros que podíamos ser. Les dijimos que si no mantenían en secreto lo que habían visto durante un día por lo menos, casi con toda seguridad el hombre que había matado a la chica quedaría impune y volvería a matar. Como mínimo eso era verdad en parte; apartados de la búsqueda de Byron, íbamos a continuar con la investigación en la medida de nuestras posibilidades.
El equipo se componía de hombres de la zona acostumbrados al trabajo duro, la mayoría de ellos casados y con hijos. Accedieron a guardar silencio hasta que nos pusiéramos en contacto con ellos y les comunicáramos que ya podían hablar. Tenían el firme propósito de cumplir su palabra, pero yo sabía que alguno se lo contaría a su esposa o a su novia en cuanto llegara a casa, y se correría la voz. Un hombre que afirma que se lo cuenta todo a su mujer es un mentiroso o un idiota, decía mi primer sargento. Por desgracia, estaba divorciado.
Dupree se encontraba en su despacho cuando le llegó el aviso, y eligió a ayudantes y a inspectores de su absoluta confianza. Contándonos a Toussaint, a Rachel y a mí, junto con el forense y sus auxiliares y el equipo de dragado, alrededor de unas veinte personas conocíamos el hallazgo del cadáver, diecinueve más de las convenientes para mantener un secreto durante cierto tiempo, pero eso no podía evitarse.
Después del examen inicial y las fotografías, se decidió trasladar el cuerpo a una clínica privada de las afueras de Lafayette, donde el forense ejercía a veces y donde accedió a ponerse manos a la obra casi de inmediato. Dupree preparó un informe con los detalles del hallazgo de una mujer de edad indeterminada, muerta por causas desconocidas, a unos ocho kilómetros del verdadero lugar del hallazgo. Anotó la fecha y la hora y lo dejó en su escritorio bajo una pila de expedientes.