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Llegué a casa de Walter poco después de las nueve. Me abrió la puerta él mismo y me hizo pasar a lo que, en caso de tratarse de un hombre menos educado, podría haberse llamado su «cubil», pero «cubil» era una palabra que no hacía justicia a la biblioteca en miniatura que había reunido a lo largo de medio siglo de ávida lectura: biografías de Keats y Saint-Exupéry compartían estantería con obras sobre medicina forense, delitos sexuales y psicología criminal. Fenimore Cooper estaba tapa con tapa en compañía de Borges; Barthelme parecía un tanto inquieto en medio de unos cuantos títulos de Hemingway.

Entre tres archivadores había un escritorio con la superficie de piel, y sobre éste un PowerBook de Macintosh. Cuadros de artistas locales adornaban las paredes y, en un rincón, una pequeña vitrina exhibía trofeos de caza, amontonados en desorden como si Walter se sintiera orgulloso de su habilidad y al mismo tiempo avergonzado de su orgullo. La mitad superior de la ventana estaba abierta, y en la cálida noche me llegó el olor a césped recién cortado y el bullicio de los niños jugando a hockey en la calle.

Se abrió la puerta del cubil y entró Lee. Ella y Walter llevaban juntos veinticuatro años y compartían sus vidas con una naturalidad y una armonía que Susan y yo nunca habíamos conseguido, ni siquiera en los mejores momentos. Los vaqueros negros y la blusa de Lee se ajustaban a una figura que había resistido los rigores de dos hijos y la pasión de Walter por la cocina oriental. Tenía el pelo de color negro azabache con mechones grises entretejidos como haces de luz de luna sobre agua oscura, y lo llevaba recogido en una cola. Cuando se acercó a darme un beso en la mejilla rodeándome los hombros con los brazos, su aroma a lavanda me envolvió como un velo y me di cuenta, no por primera vez, de que siempre había estado un poco enamorado de Lee Cole.

– Me alegro de verte, Bird -dijo, y al rozarme la mejilla con la mano derecha, unas arrugas de inquietud en su frente desmintieron la sonrisa de sus labios. Lanzó una mirada a Walter y entre ellos se estableció algún tipo de comunicación-. Volveré dentro de un rato con un café.

Al salir, cerró la puerta con suavidad.

– ¿Cómo están los niños? -pregunté mientras Walter se servía un vaso de Redbreast, su whisky irlandés de siempre con tapón de rosca.

– Bien -respondió-. Lauren sigue sin soportar el instituto. Ellen empezará a estudiar derecho en Georgetown este otoño, así que al menos un miembro de la familia entenderá los mecanismos de la ley.

Inhaló profundamente al llevarse el vaso a la boca y tomó un sorbo. Sin querer, tragué saliva y me asaltó una sed repentina. Walter advirtió mi turbación y se sonrojó.

– Mierda, lo siento -se disculpó.

– Da igual -contesté-. Es una buena terapia. Veo que sigues soltando tacos en casa.

Lee detestaba las palabras malsonantes y sistemáticamente repetía a su marido que sólo los patanes recurrían al lenguaje soez. Walter acostumbraba contraatacar aduciendo que, en una ocasión, Wittgenstein blandió un atizador durante una discusión filosófica, prueba irrefutable, desde su punto de vista, de que a veces el discurso erudito no posee la expresividad suficiente ni siquiera para las mentes más preclaras.

Fue a sentarse en un sillón de piel a un lado de la chimenea vacía y me indicó que ocupara el de enfrente. Lee entró con una cafetera de plata, una jarrita de leche y dos tazas en una bandeja y, antes de salir, dirigió una mirada de inquietud a Walter. Supe que habían estado hablando antes de que yo llegara; no tenían secretos el uno para el otro, y su nerviosismo parecía revelar que su preocupación por mi bienestar no era de lo único que habían conversado.

– ¿Prefieres que me siente bajo una lámpara? -pregunté. Una tenue sonrisa asomó al rostro de Walter con la levedad de una brisa y desapareció.

– Me he enterado de alguna que otra cosa en estos últimos meses -empezó a explicar con la vista fija en su vaso como un adivino observando una bola de cristal. Permanecí en silencio-. Sé que hablaste con los federales, que apelaste a ciertos favores para poder echar un vistazo a los archivos -continuó-. Sé que intentabas encontrar al hombre que mató a Susan y a Jenny. -Me miró por primera vez desde que había comenzado a hablar.

Yo no tenía nada que decir, así que serví café para los dos, alcancé mi taza y tomé un sorbo. Era de Java, fuerte y oscuro. Respiré hondo.

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Porque quiero saber a qué has venido, por qué has vuelto. No entiendo en qué te has convertido si es que algunas de las cosas que cuentan son ciertas. -Tragó saliva y lo compadecí por lo que se veía en la obligación de decir y preguntar. Si yo sabía la respuesta de algunas de sus preguntas, no estaba seguro de querer dársela, ni de que Walter realmente deseara oírla. Fuera los niños habían terminado el partido en cuanto empezó a oscurecer, y se respiraba en el aire una calma en la que las palabras de Walter sonaron como un presagio-. Cuentan que encontraste al culpable -añadió, esta vez sin titubeos, como si hubiera hecho acopio de valor para decir lo que tenía que decir-. Que lo encontraste y lo mataste. ¿Es verdad?

El pasado era como un cepo. Me permitía desplazarme un poco, moverme alrededor, volverme, pero al final siempre me arrastraba hacia sí de nuevo. En la ciudad topaba cada vez más a menudo con cosas -restaurantes favoritos, librerías, parques sombreados e incluso corazones blancos como el hueso grabados en una mesa vieja- que me recordaban lo que había perdido, como si un momento de olvido fuera un crimen contra la memoria de ambas. Abandoné el presente y salté al pasado, deslizándome por las cabezas de serpiente del recuerdo, hacia lo que fue y nunca volvería a ser.

Y así, con la pregunta de Walter, me remonté a finales de abril, en Nueva Orleans. Llevaban muertas casi cuatro meses.

Woolrich ocupaba una mesa al fondo de la terraza del Café du Monde, junto a una máquina expendedora de chicles, de espaldas a la pared del edificio. Frente a él, en la mesa, había una taza humeante de café con leche y un plato de buñuelos calientes cubiertos de azúcar glas. Fuera, la gente desfilaba por Decatur y dejaba atrás el toldo del café en dirección a la catedral o Jackson Square.

Vestía un traje barato de color marrón y llevaba una corbata tan dada de sí y descolorida que prefería dejar el nudo colgando a media asta en señal de duelo; ni siquiera se molestaba en abotonarse el cuello de la camisa. Alrededor, el suelo se veía salpicado de azúcar, al igual que la única parte visible de la silla en la que estaba sentado.

Woolrich era agente especial con rango de subjefe en la delegación del FBI ubicada en el 1250 de Poydras Street. También era una de las pocas personas de mi pasado policial con quien me había mantenido relativamente en contacto y uno de los pocos federales que había conocido que no me inducía a maldecir el día en que nació Hoover. Más aún, era mi amigo. Me había apoyado durante los días posteriores a los asesinatos, sin poner nada en tela de juicio, sin dudar. Lo recuerdo de pie junto a la tumba, empapado de agua, con el ala del enorme sombrero goteándole. Lo trasladaron a Nueva Orleans poco después, un ascenso que reflejaba un aprendizaje satisfactorio en otras tres delegaciones como mínimo y la capacidad de conservar la cabeza sobre los hombros en el turbulento ambiente de la delegación de Nueva York en el sur de Manhattan.

Su matrimonio había terminado hacía unos doce años con un penoso divorcio. Su ex esposa había vuelto a usar el apellido de soltera, Karen Stott, y vivía en Miami con un decorador de interiores con quien se había casado en fecha reciente. La única hija de Woolrich, Lisa -ahora Lisa Stott gracias a los esfuerzos de su madre-, se había unido a una secta en México, contaba él. Tenía sólo dieciocho años. Por lo visto, la madre y su nuevo esposo no parecían preocuparse de ella, a diferencia de Woolrich, que se preocupaba pero no conseguía encontrar la manera de hacer algo al respecto, me constaba que la desintegración de su familia le afectaba de un modo muy personal. Él mismo procedía de una familia rota, una madre de la más baja extracción social y un padre con buenas intenciones pero poco coherente, demasiado poco para quedarse junto a una esposa intratable. Creo que Woolrich siempre había querido una vida mejor. Él más que nadie, creo, comprendió mi sensación de pérdida cuando me arrebataron a Susan y a Jennifer.