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Cuando llegamos los dos a la sala de autopsias, los restos mortales habían sido medidos y radiografiados. La camilla en la que se había llevado el cuerpo estaba en un rincón, lejos de la mesa de autopsias, provista de un depósito cilíndrico que suministraba agua a la mesa y recogía los fluidos que se desaguaban por los orificios de la propia mesa De un armazón metálico pendía una balanza para pesar los órganos y al lado había una mesa de disección de partes pequeñas, con su propia base lista para ser utilizada.

Sólo tres personas, aparte del forense y su ayudante, asistieron a la autopsia. Dupree y Toussaint eran dos de ellas. Yo era el tercero. El olor era intenso y el antiséptico lo camuflaba sólo en parte. El cabello oscuro colgaba del cráneo y la piel que quedaba estaba encogida y desgarrada. La sustancia de color blanco y amarillento cubría casi por completo los restos de la chica.

Fue Dupree quien formuló la pregunta.

– Doctor, ¿qué es eso que envuelve el cuerpo?

El nombre del forense era Emile Huckstetter, un hombre alto y fornido, de rostro rubicundo y de poco más de sesenta años. Con los guantes ya calzados, palpó la sustancia con el dedo antes de contestar.

– Se llama adipocera -explicó-. Es poco común. Habré visto dos o tres casos a lo sumo, pero la combinación del légamo y el agua podría ser la causa de que se haya desarrollado aquí. -Se inclinó hacia el cuerpo con los ojos entornados-. Tras disolverse en agua, las grasas corporales se han endurecido y han creado esta sustancia, la adipocera. Ha pasado bastante tiempo sumergida. Esto tarda al menos seis meses en formarse sobre el tronco, algo menos en la cara. Es sólo una primera impresión, pero calculo que ha estado en el agua menos de siete meses, más no, desde luego.

Huckstetter describió con detalle la autopsia a través de un pequeño micrófono prendido del pijama verde de quirófano. Dijo que la chica tenía diecisiete o dieciocho años. No había sido atada ni inmovilizada en modo alguno. Presentaba una herida de arma blanca en el cuello, que inducía a pensar en un corte profundo a través de la arteria carótida como causa probable de la muerte. Tenía incisiones en el cráneo allí donde el filo había rozado el hueso al extraerse la piel de la cara y otras marcas similares en las cuencas de los ojos.

Cuando se estaba terminando la autopsia, llamaron a Dupree por el interfono, y al cabo de unos minutos regresó con Rachel. Se había alojado en un motel de Lafayette y, tras dejar allí su bolsa y la mía, había vuelto. En un primer instante retrocedió al ver el cadáver. Luego se acercó a mí y, sin hablar, me agarró de la mano.

Al terminar, el forense se deshizo de los guantes y empezó a quitarse el pijama de quirófano. Dupree sacó las radiografías del sobre y las observó al trasluz una por una.

– ¿Qué es esto? -preguntó al cabo de un rato.

Huckstetter tomó la radiografía de su mano y la examinó.

– Una fractura múltiple, la tibia derecha -dijo señalando con el dedo-. Probablemente de hace unos dos años. Está en el informe, o mejor dicho, lo estará en cuanto lo redacte.

Me asaltó una sensación de vértigo y un dolor se propagó por mi estómago. Alargué el brazo buscando dónde apoyarme y los platillos de la balanza tintinearon contra el armazón. De pronto posé la mano en la mesa de autopsias y toqué con los dedos los restos de la muchacha. La retiré de inmediato, pero aún notaba el olor en mis dedos.

– ¿Parker? -dijo Dupree. Tendió la mano y me agarró del brazo para sujetarme.

Todavía sentía el contacto de la chica en los dedos.

– Dios mío -dije-. Creo que sé quién es.

Bajo la primera luz del alba, cerca del extremo norte del pantano Courtableau, al sur de Krotz Springs y quizás a unos treinta kilómetros de Lafayette, un equipo de agentes federales, con el respaldo de los ayudantes del sheriff del distrito de St. Landry, cercaron una casa de un solo piso que por detrás daba al pantano y por delante estaba tapada por árboles y matorrales. Algunos de los agentes vestían impermeables negros con las siglas FBI en letras grandes y amarillas en la espalda, otros llevaban cascos y chalecos antibalas. Avanzaron despacio y con sigilo tras quitar el seguro de sus armas. Cuando hablaban, lo hacían deprisa y con el menor número de palabras posible. Mantenían el mínimo contacto por radio. Sabían que pistolas y escopetas escuchaban el sonido de su respiración y los latidos de sus corazones mientras se preparaban para asaltar la casa de Edward Byron, el hombre a quien creían responsable directo de la muerte de su colega, John Charles Morphy, la joven esposa de éste y como mínimo otras cinco personas.

La casa presentaba un estado ruinoso, con tejas partidas o agrietadas, las vigas ya podridas. Dos de las ventanas de la parte delantera estaban rotas y las habían cubierto con cartones sujetos con cinta adhesiva. La madera de la galería se hallaba alabeada y, en algunas partes, había desaparecido. A la derecha de la casa, un jabalí muerto y recién despellejado colgaba de un garfio metálico. La sangre caía gota a gota de su hocico y formaba un charco en el suelo.

Poco después de las seis de la madrugada, a una señal de Woolrich, varios agentes con chalecos de Kevlar se acercaron a la casa por delante y por detrás. Observaron el interior a través de las ventanas que había a ambos lados de la puerta principal y la entrada trasera A continuación reventaron las puertas simultáneamente y avanzaron por el pasillo central haciendo el mayor ruido posible, perforando la oscuridad con sus linternas.

Los dos equipos casi se habían encontrado cuando se oyó la detonación de una escopeta en la parte posterior de la casa y la sangre manó a borbotones en la exigua luz. Un agente llamado Thomas Seltz se precipitó hacia delante, alcanzado por el disparo en la zona desprotegida bajo la axila, el punto vulnerable de un chaleco antibalas, y en un último acto reflejo apretó el gatillo de su pistola ametralladora automática en el momento de morir. Al caer, una ráfaga recorrió la pared, el techo y el suelo, lanzando polvo y astillas por el aire e hiriendo a dos agentes, a uno en la pierna y al otro en la boca.

Los disparos ahogaron el sonido de la escopeta cuando se le introdujo otro cartucho. La segunda bala arrancó un pedazo de madera del marco de una de las puertas interiores al tiempo que los agentes se echaban cuerpo a tierra y abrían fuego a través de la puerta trasera, ya vacía. Un tercer disparo quitó la vida a un agente que doblaba rápidamente una esquina de la casa. Una masa de troncos y muebles viejos, destinados a leña, se dispersó por el suelo cuando el agresor abandonó su escondrijo bajo ella. En el momento en que los agentes se arrodillaban para atender a sus colegas heridos o corrían para sumarse a la persecución, se oyeron disparos de armas ligeras dirigidos hacia el pantano.

Un hombre vestido con gastados vaqueros y una camisa de cuadros blanca y roja había desaparecido en el pantano. Los agentes lo siguieron con cautela, en algunos momentos hundidos casi hasta la rodilla en el agua lodosa, bloqueados por los troncos de árboles secos, hasta llegar de nuevo a tierra firme. Cubriéndose tras los árboles, avanzaban despacio, con las armas al hombro, escrutando el terreno.

Al frente sonó otro estampido. Los pájaros huyeron de los árboles y de un enorme ciprés saltaron astillas a la altura de la cabeza. Un agente lanzó un alarido de dolor y, tambaleándose, salió a descubierto con fragmentos de madera clavados en la mejilla. Se oyó un segundo disparo, que le destrozó el fémur de la pierna izquierda. Se desplomó sobre el barro y las hojas, con la espalda arqueada por el sufrimiento.