Yo no estaba seguro de lo que sentía. Por una parte era alivio, la sensación de haberme quitado un peso de encima, la sensación de que todo había acabado. Pero había algo más: sentía decepción por no haber estado presente en el último momento. Después de todo lo que había hecho, después de tantas muertes, a manos mías y de otros, el Viajante me había eludido hasta el final.
Dupree se marchó y me dejé caer en la silla, bajo el sol que se filtraba por las persianas. Toussaint se sentó en el borde del escritorio y me observó. Me acordé de Susan y de Jennifer, y de los días que pasábamos juntos en el parque. Y recordé la voz de Tante Marie Aguillard, con la esperanza de que descansara ya en paz.
El PC de Dupree emitió una débil señal bitonal a intervalos regulares. Toussaint se levantó del escritorio y se acercó para ver el monitor. Pulsó unas teclas y leyó en la pantalla.
– Es el envío de Holdman -dijo.
Me situé junto a él ante el monitor y observé mientras aparecían los registros dentales de Lisa Stott, primero por escrito, luego a modo de mapa bidimensional de la boca con los empastes y las extracciones marcados, y por último en forma de radiografía de la boca.
Toussaint abrió el archivo con las radiografías del forense y puso las dos imágenes una al lado de la otra.
– Parecen iguales -comentó.
Asentí. Prefería no pensar en las posibles consecuencias en caso de que lo fueran.
Toussaint telefoneó a Huckstetter, le dijo lo que teníamos y le pidió que viniese. Al cabo de media hora el doctor Emile Huckstetter examinaba el archivo de Holdman, comparándolo con sus propias anotaciones y las radiografías de la chica muerta que él había hecho. Al final, se echó las gafas hacia la frente y contrajo las comisuras de los ojos.
– Es ella -dictaminó.
Toussaint dejó escapar un suspiro largo y entrecortado y sacudió la cabeza en un gesto de pesar. Era la última broma del Viajante, al parecer, la broma de siempre. La chica muerta era Lisa Stott o, como se la conocía antes, Lisa Woolrich, una joven que se había convertido en víctima emocional del amargo divorcio de sus padres, abandonada por una madre deseosa de iniciar una nueva vida sin las complicaciones de una hija adolescente, iracunda y dolida, y con un padre incapaz de proporcionarle la estabilidad y el apoyo que necesitaba. Era la hija de Woolrich.
49
Por teléfono, su voz destilaba cansancio y tensión.
– Woolrich, soy Bird -dije. Hablaba mientras conducía; un ayudante del sheriff de St. Martin había ido a buscar el coche que yo había alquilado al Flaisance.
– Vaya. -Pronunció la palabra con absoluta indolencia-. ¿Te has enterado?
– Sé que Byron ha muerto, y algunos de tus hombres también. Lo siento.
– Sí, ha sido una calamidad. ¿Te han llamado a Nueva York?
– No. -Dudé si decirle o no la verdad, y opté por no hacerlo-. Perdí el avión. Voy hacia Lafayette.
– ¿Lafayette? Mierda, ¿a qué vienes a Lafayette?
– A dar una vuelta. -Con Toussaint y Dupree habíamos decidido que era yo quien debía hablar con Woolrich. Alguien tenía que comunicarle que habíamos encontrado a su hija-. ¿Podemos vernos?
– Joder, Bird, no me tengo en pie. -A continuación, resignado, añadió -: Claro que podemos vernos. Hablaremos de lo que ha pasado hoy. Dame una hora. Quedemos en el Jazzy Cajun, al salir de la autovía. Cualquiera te indicará dónde está.
Lo oí toser al otro extremo de la línea.
– ¿Ha vuelto a casa tu amiga? -preguntó.
– No, sigue aquí.
– Mejor así. Es bueno tener a alguien al lado en momentos como éste -dijo, y colgó.
El Jazzy Cajun era un bar pequeño y oscuro anexo a un motel, donde había mesas de billar y una gramola con música country. Mientras sonaba Willie Nelson por los altavoces, una mujer repostaba la cerveza tras la barra.
Woolrich llegó poco después de empezar a tomarme el segundo café. Llevaba una chaqueta de color amarillo canario colgada del brazo. La camisa, con manchas de sudor en las axilas, tenía un codo roto y restos de tierra en la espalda y las mangas. Placas de barro oscuro se adherían a los dobladillos del pantalón marrón y las botas de media caña. Pidió bourbon y café antes de sentarse a mi lado, cerca de la puerta. Permanecimos un rato en silencio, hasta que Woolrich se bebió la mitad del bourbon y empezó a tomar a sorbos el café.
– Oye, Bird -dijo-. Siento mucho lo que ocurrió la semana pasada entre nosotros. Los dos nos proponíamos poner fin a esto, cada uno a su manera. Ahora que se ha acabado, bueno… -Se encogió de hombros e inclinó el vaso hacia mí para apurarlo después y pedir otro. Tenía ojeras, y vi que comenzaba a asomarle un doloroso forúnculo en la base del cuello. Sus labios estaban secos y agrietados, e hizo una mueca cuando tuvo el bourbon en la boca-. Úlceras en la boca -explicó-. Son un tormento. -Bebió otro sorbo de café-. Supongo que quieres que te cuente lo que ha pasado.
Negué con la cabeza. Deseaba postergar el momento, pero no así.
– ¿Qué vas a hacer ahora? -pregunté.
– Dormir -respondió-. Luego quizá me tome unos días libres y vaya a México para ver si consigo rescatar a Lisa de las garras de esos fanáticos religiosos.
Un dolor me traspasó el corazón y súbitamente me levanté. Deseé una copa con desesperación, como nunca en la vida había deseado nada. Woolrich no pareció advertir mi desasosiego, ni siquiera que me dirigía hacia los servicios. Tenía la frente bañada en sudor y notaba la piel hipersensible, como si fuera a subirme la fiebre de un momento a otro.
– Ha preguntado por ti, Birdman -le oí decir, y me detuve en seco.
– ¿Cómo? -pregunté sin darme la vuelta.
– Pregunta por ti -repitió él.
Esta vez sí me volví.
– ¿Cuándo has tenido noticias suyas por última vez?
Agitó el vaso.
– Hace un par de meses, creo. Dos o tres.
– ¿Estás seguro?
Se interrumpió y clavó sus ojos en mí. Me sentía como si colgase de un hilo sobre un espacio oscuro y viese que algo pequeño y brillante se separaba del todo y desaparecía en la negrura, perdiéndose para siempre. Como si todo alrededor del bar se alejara y nos quedásemos únicamente Woolrich y yo, solos, sin nada que nos distrajese de las palabras del otro. No notaba el suelo bajo mis pies, ni el aire alrededor. Oí un aullido en mi cabeza y una serie de imágenes y recuerdos empezaron a desfilar por mi mente.
Woolrich de pie en el porche, su dedo en la mejilla de Florence Aguillard.
«La considero mi corbata metafísica; mi corbata de lector de George Herbert.»
Unos versos de Ralegh, de la «Peregrinación del hombre apasionado», el poema que a Woolrich tanto le gustaba citar: «La sangre será el bálsamo de mi cuerpo, / ningún otro bálsamo recibirá».
La segunda llamada telefónica en el Flaisance, durante la cual el Viajante no había permitido preguntas, y durante la cual Woolrich estaba presente.
«No tienen visión. No tienen una visión más amplia de lo que hacen. Sus actos carecen de objetivo.»
Woolrich y sus hombres confiscando las notas de Rachel.
«A veces dudo entre mantenerte al corriente de lo que ocurre o no decirte nada.»
Los agentes echando a un cubo de basura la bolsa de buñuelos que él había tocado.
«¿Te la estás tirando, Bird?»
«No puedes marcarte un farol con alguien que no está prestando atención.»
Adelaide Modine. «Se reconocen entre sí por el olfato.»
Y alguien en un bar de Nueva York hojeando una antología de poesía metafísica publicada por Penguin y citando versos de Donne.