«Los cuerpos desmembrados no sirven al anatomista.»
Una sensibilidad metafísica: eso poseía el Viajante, lo que Rachel intentaba definir hacía sólo unos días, lo que unía a los poetas cuyas obras llenaban las estanterías del apartamento de Woolrich en el East Village, la noche que me llevó a dormir allí, la noche después de matar a mi mujer y a mi hija.
– Bird, ¿te pasa algo? -preguntó. Tenía las pupilas contraídas, como diminutos agujeros negros que absorbían la luz del local.
Me di media vuelta.
– No, sólo un momento de debilidad. Enseguida vuelvo.
– ¿Adónde vas, Birdman? -Su voz delataba incertidumbre, y algo más, un tono de advertencia, de violencia, y me pregunté si Susan lo había percibido también cuando intentó escapar, cuando Woolrich fue tras ella, cuando le rompió la nariz contra la pared.
– Tengo que ir al baño -dije.
Aún no sé por qué me marché. La bilis me subía a la garganta y temí que las náuseas me hicieran vomitar en el suelo. Un dolor atroz, abrasador, me roía el estómago y me oprimía el corazón. Era como si un velo se hubiese descorrido en el momento de mi muerte y revelado, más allá, sólo un vacío negro y gélido. Quería marcharme. Quería alejarme de todo, y que, al regresar, todo hubiese vuelto a la normalidad, que tuviese una mujer y una hija que se parecía a su madre, una casa pequeña y tranquila con un jardín y alguien que permaneciese a mi lado, incluso al final.
El lavabo estaba a oscuras y el inodoro apestaba a orines porque nadie tiraba de la cadena, pero el grifo funcionaba. Me mojé la cara con agua fría y después me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta para sacar el móvil.
No lo tenía. Lo había dejado en la mesa al lado de Woolrich. Abrí la puerta de un tirón y rodeé la barra a la vez que desenfundaba la pistola, pero Woolrich se había ido.
Llamé a Toussaint, pero no estaba en la oficina. Dupree se había marchado a casa. Convencí a la telefonista para que se pusiera en contacto con él en su casa y le pidiera que me devolviese la llamada. Así lo hizo al cabo de cinco minutos. Habló con voz soñolienta.
– Vale más que sea algo importante -dijo.
– Byron no es el asesino -contesté.
– ¿Cómo? -Se despertó por completo al instante.
– No los mató él -repetí. Me hallaba frente al bar, pistola en mano, pero no había el menor rastro de Woolrich. Detuve a dos mujeres negras que pasaban con un niño, pero retrocedieron al ver el arma-. Byron no era el Viajante. Es Woolrich. Ha escapado. Lo he descubierto en una mentira sobre su hija. Ha dicho que habló con ella hace dos o tres meses. Usted y yo sabemos que eso no es posible.
– Quizá se trate de un error.
– Escúcheme, Dupree. Woolrich tendió una trampa a Byron. Mató a mi mujer y a mi hija. Mató a Morphy y a su mujer, a Tante Marie, a Tee Jean, a Lutice Fontenot, a Tony Remarr, y mató también a su propia hija. Se ha escapado, ¿me oye? Se ha escapado.
– Le oigo -dijo Dupree, el timbre de su voz sonó seco al comprender lo equivocados que habíamos estado.
Una hora más tarde entraron en el apartamento de Woolrich en Algiers, en la orilla sur del Mississippi. Vivía en el piso superior de una casa restaurada de Opelousas Avenue, sobre una vieja tienda de alimentación, al que se accedía por una escalera de hierro forjado adornada con gardenias, que daba a una galería. El apartamento de Woolrich era el único del edificio con dos ventanas en arco y una puerta de roble macizo. Seis hombres del FBI ofrecían respaldo a la policía de Nueva Orleans. Los policías iban delante y los federales se apostaron a ambos lados de la puerta. Por las ventanas no se veía movimiento dentro de la vivienda. Tampoco lo esperaban.
Dos policías hicieron oscilar un ariete de hierro con las palabras hola A todos pintadas en blanco en el extremo plano. Bastó una embestida para abrir la puerta. Los hombres del FBI entraron en el apartamento mientras la policía controlaba la calle y los patios colindantes. Examinaron la pequeña cocina, la cama sin hacer, la sala de estar con la televisión nueva, los envoltorios de pizza vacíos y las latas de cerveza, las ediciones de poesía de Penguin guardadas dentro de un cajón de embalaje, la foto de Woolrich y su hija sonrientes, sobre una mesa nido.
En el dormitorio había un armario grande, abierto y con un montón de ropa arrugada y dos pares de zapatos de color marrón, así como otro metálico más pequeño, éste cerrado con un enorme candado de acero.
– Rompedlo -ordenó el hombre del FBI al frente de la operación, el agente especial con rango de subjefe, Cameron Tate.
O'Neill Brouchard, el joven agente federal que conducía el coche en que fuimos a la casa de Tante Marie hacía siglos, golpeó el candado con la culata de su metralleta. Se rompió al tercer intento, y Brouchard abrió las puertas.
La explosión lo lanzó hacia atrás a través de la ventana, arrancándole casi la cabeza, y arrojó una lluvia de esquirlas de cristal por todos los rincones del estrecho dormitorio. Tate quedó cegado al instante, tenía cristales incrustados en la cara, el cuello y el chaleco antibalas. Otros dos agentes del FBI sufrieron heridas graves en la cara y las manos cuando parte de los tarros de cristal vacíos almacenados por Woolrich, su ordenador portátil, un sintetizador de voz adaptado H3000, un modificador de voz más pequeño y portátil con capacidad para alterar el timbre y el tono, y una máscara de color carne, utilizada para cubrirse la nariz y la boca, volaron en mil pedazos. Y entre las llamas y el humo y las esquirlas de cristal, revolotearon por el aire como mariposas negras las hojas en llamas de una pila de textos apócrifos bíblicos que quedaron reducidos a cenizas.
Mientras O'Neill Brouchard moría, yo estaba sentado en la sala de reuniones de la oficina del sheriff de St. Martinville, donde se reunían todos los efectivos arrancados de sus vacaciones y días libres para colaborar en la búsqueda. Woolrich había apagado su móvil, pero se había alertado ya a la compañía telefónica. Si lo utilizaba, intentarían localizar la llamada.
Alguien me entregó una taza de café, y mientras bebía, intenté llamar una vez más a la habitación de Rachel en el motel. Cuando el timbre sonó diez veces, el conserje atendió la llamada.
– ¿Es usted…? ¿Se llama Birdman? -preguntó. Parecía joven e inseguro.
– Sí, algunos me llaman así.
– Disculpe. ¿Ha telefoneado usted antes?
Contesté que ya era la tercera vez, consciente de que había cierta tensión en mi voz.
– Estaba comiendo. Tengo un mensaje para usted, del FBI. -Pronunció esas tres letras con cierto tono de admiración. Las náuseas me subieron a borbotones a la garganta-. Es del agente Woolrich, señor Birdman. Me ha encargado que le diga que él y la señorita Wolfe se han ido a dar un paseo, y que usted sabría dónde encontrarlos. Ha dicho que quería que el asunto quedara entre ustedes tres. No desea que nadie más estropee la ocasión. Me ha pedido especialmente que insista en esto último. -Cerré los ojos y su voz pareció alejarse-. Éste es el mensaje. ¿Lo he hecho bien? -preguntó.
Toussaint, Dupree y yo extendimos el mapa sobre el escritorio del sheriff. Dupree sacó un rotulador rojo y trazó un círculo en torno a la zona de Crowley-Ramah, con estos dos pueblos en los extremos del diámetro y Lafayette en el centro.
– Supongo que tiene una casa en algún lugar de por ahí -dijo Dupree -. Si lleva usted razón y necesitaba estar cerca de Byron, y quizá también de los Aguillard, el área se extendería hasta Krotz Springs por el norte y puede que hasta el pantano de Sorrel al sur. Si se ha llevado a su amiga, probablemente se habrá retrasado un poco: le habrá llevado tiempo comprobar las reservas en los moteles, no mucho pero sí suficiente de no haber tenido suerte con los sitios adonde llamaba, y habrá tardado algo en sacarla de allí. Procurará evitar las carreteras, así que se esconderá, quizás en un motel o en su propia casa si está relativamente cerca. -Golpeó el centro del círculo con la punta del rotulador-. Hemos puesto sobre aviso a las fuerzas del orden locales a los federales y a la policía del estado. El resto depende de nosotros y de usted.