Había un sofá largo que, forrado de una tela roja y naranja con un estampado en zigzag, se hallaba de cara a la fachada de la casa. Tenía un sillón a juego a cada lado, enfrente una mesita de centro y, bajo una de las ventanas, un mueble para el televisor. Detrás del sofá había una mesa de comedor y seis sillas, y más allá una chimenea. Decoraban las paredes muestras de artesanía india y uno o dos cuadros vagamente místicos donde se reproducían mujeres en una montaña o a la orilla del mar. Era difícil discernir los detalles en aquella penumbra.
En el lado este había una galería de madera a la que se accedía por una escalera situada a mi izquierda, y al final de ésta un espacio a modo de dormitorio con una cama de pino y un armario a juego.
Rachel colgaba cabeza abajo de la galería, sujeta de los tobillos por una cuerda atada a la barandilla. Estaba desnuda y el cabello pendía a medio metro del suelo. Tenía los brazos libres y las manos inertes por debajo del pelo. Estaba con los ojos y la boca abiertos, pero no dio señales de verme. Llevaba clavada en el brazo izquierdo, sujeta con esparadrapo, una aguja hipodérmica unida al tubo de plástico de un gotero. La bolsa del gotero colgaba de un armazón metálico, y desde ella la ketamina entraba lenta y continuamente en su organismo. Debajo de ella, una lámina de plástico transparente cubría el suelo.
Una oscura cocina ocupaba el espacio bajo la galería, con armarios de pino, un frigorífico alto y un horno microondas al lado del fregadero. Tres taburetes vacíos se alzaban en el rincón destinado al desayuno. A mi derecha, en la pared opuesta a la galería, pendía un tapiz bordado con un dibujo parecido al de la tapicería del sofá y los sillones. Una fina capa de polvo lo cubría todo.
Eché un vistazo al pasillo que tenía a mis espaldas. Conducía a un segundo dormitorio, éste vacío excepto por un colchón descubierto sobre el que había un saco de dormir verde del ejército. Junto al colchón vi una mochila verde abierta y, dentro, unos vaqueros, unos pantalones de color crema y unas cuantas camisas de hombre. La habitación, con el techo abuhardillado, ocupaba casi la mitad del ancho de la casa, lo cual significaba que había otra habitación de tamaño similar al otro lado.
Volví hacia la sala principal sin perder de vista a Rachel. No había ni rastro de Woolrich, aunque podía estar oculto en el pasillo al otro lado de la casa. Rachel no podía darme indicación alguna de dónde se hallaba. Arrimado a la pared del tapiz, me dirigí despacio hacia la pared del fondo.
Estaba casi a medio camino cuando un movimiento detrás de Rachel atrajo mi atención y al instante di media vuelta, adoptando instintivamente postura de tirador con la pistola a la altura de los hombros.
– Baja el arma, Birdman, o morirá ahora mismo.
Había estado esperando en la oscuridad, oculto detrás de Rachel. Ahora se encontraba cerca de ella y se escudaba tras su cuerpo. Sólo veía una parte de sus pantalones marrones, de la manga de su camisa blanca y de la cabeza, nada más. Si intentaba disparar, casi con toda seguridad heriría a Rachel.
– Bird, tengo una pistola apuntando a sus riñones. No quiero estropear un cuerpo tan hermoso con un orificio de bala, así que baja el arma. -Me agaché y dejé la pistola con cuidado en el suelo-. Ahora mándala hacia aquí con el pie.
Obedecí, y observé el arma mientras se deslizaba por el suelo y giraba hasta detenerse junto a la pata del sillón más cercano.
Woolrich salió de la oscuridad, pero ya no era el hombre que yo conocía. Daba la impresión de que, al revelarse su verdadera naturaleza, se hubiera producido una metamorfosis.
Tenía el rostro más demacrado que nunca y las ojeras le conferían un aspecto cadavérico. Pero los ojos brillaban en la penumbra como joyas negras. Cuando mi vista se adaptó a la tenue luz, vi que sus iris casi habían desaparecido. Sus pupilas, grandes y oscuras, absorbían vorazmente la luz de la sala.
– ¿Por qué tenías que ser tú? -pregunté, tanto para mí como para él-. Tú eras mi amigo.
Sonrió. Era una sonrisa vacía y siniestra que flotó en su rostro como copos de nieve.
– ¿Cómo la encontraste, Bird? -preguntó en voz baja-. ¿Cómo encontraste a Lisa? Yo te llevé hasta Lutice Fontenot, pero ¿cómo encontraste a Lisa?
– Quizás ella me encontró a mí -contesté.
Movió la cabeza en un lento gesto de decepción.
– Da igual -susurró-. Ahora no me queda tiempo para esto. Tengo una nueva canción que cantar.
Ahora lo veía de cuerpo entero. En una mano empuñaba un arma que parecía una pistola de aire comprimido de cañón ancho modificada y en la otra un bisturí. Llevaba una SIG bajo la cintura del pantalón. Me fijé en que aún tenía los dobladillos manchados de barro.
– ¿Por qué la mataste?
Woolrich hizo girar el bisturí entre sus dedos.
– Porque podía.
Alrededor, la luz de la sala cambió, y se hizo más tenue cuando una nube tapó los rayos de sol que se filtraban a través de las claraboyas. Desplacé el peso del cuerpo de una pierna a otra, con la mirada en mi pistola. Aquel movimiento se me antojó exagerado, como si, ante la perspectiva de la ketamina, todo se moviera demasiado deprisa en comparación. Woolrich levantó el arma al instante con un ágil movimiento.
– No, Bird, no tendrás que esperar mucho. No precipites el final.
La claridad volvió a hacerse mayor pero sólo relativamente. El sol se ponía deprisa. Pronto estaríamos a oscuras.
– Éste era el final previsto desde el principio, Bird. Tú y yo solos en una sala como ésta. Lo planeé desde el primer momento. Tú ibas a morir así. Quizás aquí o quizá más tarde en otra parte. -Sonrió de nuevo-. Al fin y al cabo, iban a ascenderme. Habría tardado un tiempo en volver a actuar. Pero al final tenía que reducirse a esto. -Dio un paso al frente, con la pistola firme en su mano-. Eres un hombre insignificante, Bird. ¿Tienes idea de a cuántas personas insignificantes he matado? A miserables que vivían en caravanas en pueblos de mala muerte de aquí a Detroit. A tías buenas que se pasaban la vida viendo a Oprah por la tele y follando como perras. A drogadictos. A borrachos. ¿Nunca has odiado a esa gente, Bird, a todos esos que sabes que no valen nada, esos que nunca llegarán a ninguna parte, que nunca harán nada bueno, que nunca aportarán nada? ¿Te has planteado alguna vez que quizá tú seas uno de ellos? Yo les demostré lo poco que valían, Bird. Les demostré lo poco que importaban. Demostré a tu mujer y tu hija lo poco que importaban.
– ¿Y Byron? -pregunté-. ¿Era una de esas personas insignificantes o lo convertiste tú en eso?
Deseaba hacerlo hablar, y quizás acercarme poco a poco a mi pistola. En cuanto callara intentaría matarnos a Rachel y a mí. Pero por encima de todo deseaba conocer la explicación a todo aquello, si es que podía haber una explicación para algo así.
– Byron -repitió Woolrich con una sonrisa fugaz-. Yo necesitaba ganar un poco de tiempo. Cuando abrí el cadáver de aquella chica en Park Rise, todo el mundo pensó lo peor de él, y entonces huyó derecho a Baton Rouge. Fui a visitarlo, Bird. Probé la ketamina con él y luego seguí administrándosela. Una vez intentó escapar pero lo encontré. Al final los encuentro a todos.
– Le avisaste de que los federales irían a por él, ¿verdad? Sacrificaste a tus hombres para asegurarte de que él los atacaba, para asegurarte de que moría sin hablar. ¿Avisaste también a Adelaide Modine después de descubrir su identidad? ¿Le dijiste que yo iba a buscarla? ¿La obligaste a escapar?
Woolrich no contestó. En lugar de eso recorrió el brazo de Rachel con el lado romo del bisturí.
– ¿Te has preguntado alguna vez cómo es posible que una piel tan fina… pueda contener tanta sangre?
Dio la vuelta al bisturí y deslizó la hoja desde su omoplato derecho hasta el espacio entre los pechos. Rachel no se movió. Mantuvo los ojos abiertos, pero algo resplandeció y una lágrima rodó desde la comisura de su ojo derecho hasta perderse entre las raíces del pelo. La sangre manó de la herida y resbaló a lo largo del cuello formando un pequeño charco bajo la barbilla antes de extenderse por la cara y trazar líneas rojas en sus facciones.