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– Fíjate, Bird. Creo que se le está subiendo la sangre a la cabeza. -Dicho esto ladeó la cabeza-. Y luego te involucré a ti. Hay en esto una circularidad que deberías agradecerme, Bird. Cuando mueras todo el mundo sabrá de mí. Entonces desapareceré y empezaré de nuevo. No me encontrarán, Bird, me conozco todos los trucos del oficio. -Esbozó una ligera sonrisa-. No eres muy agradecido. Al fin y al cabo, Bird, al matar a tu familia te hice un favor. Si hubieran seguido vivas te habrían abandonado y te habrías convertido en un borracho más. En cierto sentido, mantuve la familia unida. Las elegí a ellas por ti, Bird. Tú me trataste como un amigo en Nueva York, las hiciste desfilar ante mí y yo me las llevé.

– Marsias -susurré.

Woolrich miró de soslayo a Rachel.

– Es una mujer inteligente, Bird. Tu tipo. Igual que Susan. Y pronto no será para ti más que otra amante muerta, sólo que esta vez no tendrás mucho tiempo para llorar por ella.

Con rápidos movimientos de bisturí, abrió finas líneas en el brazo de Rachel. Dudo de que se diera cuenta siquiera de lo que hacía, y de que fuera consciente de su propia expectación ante lo que iba a ocurrir.

– No creo en la otra vida, Bird. Es sólo un vacío. El infierno es esto, Bird, y estamos en él. Todo el dolor, toda la aflicción, todo el sufrimiento que pueda imaginarse, lo encontramos aquí. Es una cultura de la muerte, una religión digna de seguirse. El mundo es mi altar, Bird.

»Pero dudo que llegues a entenderlo. Al final, un hombre sólo comprende la realidad de la muerte, del dolor último, en el momento de su propia muerte. Ése es el defecto de mi obra, pero en cierto modo la hace más humana. Considéralo una presunción mía. -Hizo girar el bisturí en la mano, y en la hoja se fundieron el sol del ocaso y la sangre-. Ella tenía razón desde el principio, Bird. Ahora te toca a ti aprender. Estás a punto de recibir, y de ser, una lección de mortalidad.

»Voy a recrear otra vez la Pietà , Bird, pero en esta ocasión contigo y con tu amiga. ¿Te das cuenta? La representación más famosa del dolor y la muerte en la historia del mundo, un poderoso símbolo de auto-sacrificio por el bien de la humanidad, de la esperanza, de la resurrección, y tú vas a formar parte de ella. Salvo que aquí estamos recreando la antirresurrección, oscuridad hecha carne. -Volvió a avanzar, con un brillo aterrador en la mirada-. No regresarás de entre los muertos Bird, y sólo morirás por tus propios pecados.

Me había desplazado ya hacia la derecha cuando disparó. Noté un intenso escozor en el costado izquierdo al clavarse la jeringuilla de aluminio y oí cómo se acercaban los pasos de Woolrich por el suelo de madera. Tiré de la jeringuilla con la mano izquierda y arranqué dolorosamente la aguja de mi carne. Era una dosis enorme. Notaba ya los efectos cuando tendí la mano hacia mi pistola. Empuñé la culata con firmeza e intenté apuntar hacia Woolrich.

Apagó las luces. Sorprendido en el centro de la sala, lejos de Rachel, se desplazó hacia la derecha. Advertí una silueta moviéndose ante la ventana y descerrajé dos tiros. Se oyó un gruñido de dolor y ruido de cristales rotos. Un fino haz de luz penetró en la sala.

Retrocedí hasta llegar al segundo pasillo. Intenté localizar a Woolrich, pero parecía haber desaparecido entre las sombras. Una segunda jeringuilla se estrelló contra la pared a mi lado y me vi obligado a lanzarme hacia la izquierda. Me pesaban los miembros; apenas conseguía impulsarme con brazos y piernas. Sentía una presión en el pecho y sabía que no sería capaz de sostener mi propio peso si intentaba levantarme.

Seguí retrocediendo, cada movimiento me suponía un colosal esfuerzo, pero presentía que, si me paraba, no podría moverme nunca más. De la sala principal llegó un crujido de tablas y oí la respiración ronca de Woolrich. Soltó una breve carcajada, y adiviné dolor en ella.

– Jódete, Bird -dijo-. ¡Mierda, cómo duele! -Volvió a reírse-. Tú y esa mujer vais a pagar por esto, Bird. Voy a arrancaros el alma.

Su voz parecía llegarme a través de una densa niebla que distorsionara el sonido e hiciera difícil conocer la distancia y la dirección. Las paredes del pasillo se fragmentaron emitiendo un murmullo, y sangre negra rezumó por las rendijas. Alguien tendió una mano hacia mí, una mano femenina, estilizada, con un estrecho aro de oro en el dedo anular. Me vi a mí mismo alargar el brazo para tocarla, pese a que aún sentía las manos en contacto con el suelo. Apareció una segunda mano femenina, acercándose temblorosa, a tientas.

«Bird.»

Retrocedí y sacudí la cabeza para aclararme la vista. Entonces surgieron de la oscuridad otras dos manos más pequeñas, delicadas e infantiles; cerré los ojos y apreté los dientes.

«Papá.»

– No -mascullé. Hundí las uñas en el suelo hasta que una se me rompió, y el dolor me traspasó el dedo índice de la mano izquierda.

Necesitaba el dolor. Tenía que combatir los efectos de la ketamina. Apreté con el dedo herido y el dolor me cortó la respiración. Aún veía sombras deslizándose por la pared, pero las figuras de mi mujer y mi hija habían desaparecido.

Percibí un resplandor rojizo en el pasillo. Mi espalda tropezó con algo frío y pesado, que se desplazó lentamente cuando lo empujé. Estaba apoyado contra una puerta de acero reforzado medio abierta, con tres pasadores en el lado izquierdo. El pasador central era enorme, como mínimo de dos centímetros y medio de diámetro, y de él colgaba un gran candado abierto. Una luz roja se filtraba por el resquicio de la puerta.

– Birdman, ya casi ha terminado -dijo Woolrich. Oía su voz muy cerca, pero aún no lo veía. Supuse que estaba en el rincón, esperando a que dejara de moverme-. La droga pronto te paralizará. Tira el arma, Bird, y podremos empezar. Cuanto antes empecemos antes terminaremos.

Empujé con más fuerza la puerta y noté que cedía por completo. Me impulsé con los talones una vez, dos, tres, hasta que me topé con una estantería que iba desde el suelo hasta el techo. La habitación estaba iluminada por una sola bombilla roja, que pendía sin pantalla del centro del techo. Las ventanas habían sido tapiadas y los ladrillos quedaban a la vista. No entraba luz natural para iluminar el contenido de la habitación.

Frente a mí, a la izquierda de la puerta, vi una hilera de estantes metálicos sostenidos por varillas atornilladas. En cada estante cabían varios tarros de cristal, y cada tarro, reluciente bajo la tenue luz roja, guardaba los restos de una cara humana. En su mayoría eran irreconocibles. Flotando en formol, algunas se habían encogido, en algunas se veían aún las pestañas, en otras los labios habían perdido casi por completo el color, y en todas la piel del contorno colgaba en jirones. En el estante inferior, dos caras oscuras se mantenían en posición casi vertical contra el cristal, y pese a haber sido maltratadas de aquel modo, reconocí los rostros de Tante Marie Aguillard y de su hijo. Frente a mí conté unos quince tarros. A mis espaldas, la estantería se sacudió un poco y oí el tintineo del cristal y el movimiento untuoso del líquido.

Levanté la cabeza. Los tarros se elevaban, fila tras fila, hasta el techo, cada uno contenía pálidos restos humanos. Junto a mi ojo izquierdo, una cara descansaba contra la parte delantera del tarro. Sus ojos vacíos muy abiertos, como si tratara de escrutar la oscuridad.

Y supe que en algún lugar entre aquellas caras se encontraba la de Susan.

– ¿Qué te parece mi colección, Bird?

La mole oscura de Woolrich avanzaba despacio por el pasillo. En una mano distinguí el contorno de la pistola. En la otra sostenía el bisturí y frotaba el borde limpio con el pulgar.