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Y en la creciente oscuridad recordaré el número de Rachel en Manhattan. El teléfono sonará -una vez, dos veces- y luego se activará el contestador: «Hola, en este momento no puedo atenderte, pero…». He oído el mismo mensaje una y otra vez desde que ella salió del hospital. Su recepcionista me repite siempre que no puede decirme dónde está. Ha cancelado sus clases en la universidad. Y desde mi habitación del hotel hablaré con el contestador.

Podría encontrarla si quisiera. Encontré a los otros, pero estaban muertos cuando los encontré. No quiero perseguirla.

Esto no debería acabar así. Ella tendría que estar ahora a mi lado, su piel blanca y perfecta, sin las cicatrices dejadas por el bisturí de Woolrich; su mirada llena de vida y seductora, no recelosa y angustiada por las visiones que la atormentan por las noches; sus manos tendidas hacia mí en la oscuridad, no levantadas para rechazarme, como si el mero contacto conmigo pudiera causarle dolor. Los dos nos reconciliaremos con el pasado, con todo lo ocurrido, pero, de momento, cada uno lo hará por su cuenta.

Por la mañana, Edgar pondrá la radio y habrá zumo de naranja, bollos y café en la mesa del vestíbulo. Desde allí saldré hacia la casa de mi abuelo y empezaré a trabajar. Un hombre del pueblo se ha prestado a ayudarme a reparar el tejado y las paredes para que la casa quede habitable en invierno.

Y me sentaré en el porche mientras el viento sostiene entre sus manos los árboles de hoja perenne, aplasta y moldea sus ramas para darles formas nuevas, crea una canción con su follaje. Y escucharé los ladridos de un perro, el roce de sus patas al arañar las tablas gastadas, el perezoso movimiento de su cola en el aire frío del atardecer; o el golpeteo contra la barandilla cuando mi abuelo prepara la pipa para apisonar dentro el tabaco, con un vaso de whisky al lado, cálido y tierno como un beso cotidiano; o el susurro del vestido de mi madre contra la mesa de la cocina mientras pone los platos para la cena, azul sobre blanco, una costumbre más vieja que ella, tan vieja como la casa.

O el chacoloteo de unos zapatos con suela de plástico que se desvanece a lo lejos, desaparece en la oscuridad, abraza la paz que al final llega a todo lo que muere.

AGRADECIMIENTOS

Varios libros me han sido de especial utilidad durante el proceso de investigación de esta novela. Destaca entre ellos The Body Emblazoned (Routledge, 1995), el brillante ensayo de Jonathan Sawday sobre la disección y el cuerpo humano en la cultura renacentista. Recurrí asimismo a Suspended Animation (Harcourt Brace & Co., 1995) de F. González-Crussi, Policing the Southern City (Louisiana State University Press, 1996) de Denis C. Rousey, The Devil (Reaktion Books, 1995) de Luther Link, Dark Nature (Hodder & Stoughton, 1995) de Lyall Watson y Crime Classification Manual (Simon & Schuster, 1993) de Robert K. Ressler, John E. Douglas, Ann W. Burgess y Alien G. Burgess.

Desde un punto de vista más personal, deseo expresar mi agradecimiento a mi agente, Darley Anderson, sin cuya ayuda Todo lo que muere no habría visto la luz del día. También deseo dar las gracias por su fe, sus consejos y su aliento a mi editora de Hodder & Stoughton, Sue Fletcher, así como a Bob Mecoy, mi editor de Simon & Schuster en Nueva York.

John Connolly

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